Lo que importa – 8 Ordeno y mando

"Los últimos serán los primeros"

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Nos resulta sumamente difícil pensar en cualquier organización social, por simple que sea, que no esté estructurada en torno a una jerarquía que le sirva de armazón o esqueleto. Un edificio no se mantendría en pie sin los nervios que trenzan y dan consistencia a toda la construcción. La libertad, por amplia y anárquica que sea, nunca podrá rebasar las razones ni los límites del ser que somos. Somos seres gremiales o sociales y esa es una condición o formalidad que requiere estructura y conlleva poder y responsabilidades. Ahora bien, todo lo que es poder y estructura frena y limita de por sí la libertad.

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Ni siquiera hemos podido dotarnos de una religión sin jerarquizar de alguna manera al mismo Dios, concebido en el cristianismo como una trinidad con un cierto orden de procedencia, jerarquización que se extiende después meticulosamente a todas las criaturas celestiales, a las que atrevidamente  hemos asignado distintos cometidos y responsabilidades. Señalamos el tema solo por mera curiosidad y por el valor ilustrativo que pueda tener para la reflexión de hoy, pues ni a Dios mismo ni la hechura celeste podemos concebirla más que a nuestro propio estilo, el estilo humano.

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Nada tiene de particular que, siendo como somos, tanto en nuestras empresas como en la sociedad, incluidas nuestras iglesias, siempre haya quien manda y quien obedezca. Pero, mientras en las empresas el díscolo o desobediente, que actúa a capricho de su propia voluntad, no tarda en ser despedido sin contemplaciones y justificadamente, en la sociedad se convierte en un bohemio o marginado. En la iglesia, en cambio, siendo jurídicamente válidas las mismas razones y procederes, nadie debería ser despedido ni marginado, debido a que el poder que ostentan sus jerarcas nunca debería ser una fuerza coercitiva que prohíbe e impone, sino una “autoritas” que persuade y convence. De ese modo, pongamos por caso, ni el papa, ni los obispos, ni los sacerdotes deberían mandar en la grey del Señor, en el pueblo de Dios, sino pastorearla y servirla.

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De ahí que sorprenda y escandalice, a pesar de los encomiables esfuerzos que está realizando el papa Francisco por corregir la tendencia, no solo que la Iglesia haya dado pie para un “carrerismo” fatal y contrario a sus propias esencias y funciones, sino también que, con tanta facilidad como despreocupación, haya condenado en el pasado a la hoguera a supuestos “herejes” (librepensadores) y excomulgado a no pocos fieles por irrelevantes desvíos y leves disidencias litúrgicas o doctrinales. Lo único que debería ser condenado y excomulgado en el ámbito de la convivencia de los seguidores de Jesús son la condena y la excomunión mismas. Lo digo a sabiendas del lenguaje gordo y desconcertante que los evangelistas ponen en boca de Jesús cuando descalifica a los dirigentes religiosos del momento, refiriéndose a ellos como sepulcros blanqueados y raza de víboras, o vaticinando que serán arrojados a la gehena, el albañal de Jerusalén. Desde luego, el Jesús que pervive entre nosotros y el único que realmente interesa a la humanidad, la de entonces y la de ahora, es el Jesús manso y humilde de corazón que transitaba los caminos de Palestina sin dejar atrás a ningún hambriento sin comida, a ningún pobre sin socorro y a ningún enfermo sin sanar sus dolencias. Ese mismo Jesús sigue identificándose en nuestro tiempo con todos ellos de forma sacramental (“cuanto hicisteis a uno de estos, a mí me lo hicisteis”). Frente a tan impactante imagen de servir a los pobres y enfermos, lo de “consubstancial al Padre” en el orden constitutivo y lo de la “transubstanciación” como ingeniosa fórmula filosófica para explicar que él mismo es “el pan de vida” suena a historias de fabulación que hoy no valen para alimentar la curiosidad de una audiencia ávida de seguridades consistentes.

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En este contexto, resuena como una tremenda bofetada la jerarquización de “poder” que gobierna la Iglesia. Incluso escandaliza que el papa sea o se comporte como un gran monarca que ordena y manda en toda ella y que supervisa meticulosamente cuanto acontece dentro de sus muros. Escandalizan igualmente las ansias de poder de muchos presbíteros que aspiran a ser obispos, las pugnas intestinas de estos por ascender en el escalafón propio y los tejemanejes que se producen en los cónclaves cardenalicios para elegir al “jefe supremo”. Son contados los sacerdotes que, tras ser elegidos para obispos, rechazan su nombramiento, y menos aún los cardenales que, tras haber sido elegidos papas, renuncian a la elección, aunque casi todos confiesen sentirse incapaces y no se consideren dignos, bajo el ardid de que hacerlo entorpecería los designios del Espíritu Santo. ¡Qué tendrá el poder que tanto nubla y envenena!

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Digamos que el “poder” es claro síntoma, valga el tinte de oxímoron que tiene la cosa, de una gran debilidad, pues se considera como un añadido necesario a la propia personalidad para sentirse alguien. Solo los acomplejados necesitan vociferar y dar puñetazos encima de la mesa para atraer la atención y hacerse notar. El auténticamente fuerte es el hombre realmente humilde porque no necesita ningún añadido ni para hacerse notar ni para proyectar hacia los demás su propia personalidad. El gran error de la sociedad en que vivimos radica en que esta solo se postra ante el adinerado y el poderoso, los únicos dioses que reconoce y adora, y orilla por completo el primor de quien hace del servicio a los demás su corona. La cosa merecería un buen golpe de humor, como ocurre en la foto que acompaña, si no fuera porque las dictaduras son por lo general muy sangrientas y la mayoría de las grandes fortunas ocultan procedimientos depredadores que condenan a muchos a la miseria.

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Confieso que a veces admiro a los ricos, pero solo cuando veo claramente que son hombres que trabajan más que nadie y que utilizan sus riquezas como patrimonio perteneciente a toda la humanidad, es decir, como herramienta necesaria para incrementar la productividad que enriquece la colectividad. Y también hago lo propio con los que mandan, pero solo cuando veo que ordenan debidamente la cosa y que, a la hora de ejecutar sus propios mandatos, son los primeros en arrimar el hombro. Sin duda, hay muchos ricos y muchos jerarcas que se comportan como es debido y que merecen por ello reconocimiento y agradecimiento. Pero son posiblemente excepciones, pues lo común es ver a ricos que se jactan de las riquezas que despilfarran y a poderosos haciéndose servir por quienes consideran súbditos, si no esclavos.

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Qué grande es Jesús al asegurarnos que en “el reino de los cielos”, ese reino misterioso del que apenas tenemos ligeros atisbos que contradicen abiertamente nuestro proceder, “los últimos serán los primeros”. Inmensas muchedumbres, los parias de la Tierra, y hasta las abyectas prostitutas nos precederán en él. El consuelo nos llega, sin embargo, de la certeza de que será una forma de vida en la que no habrá humillación alguna para nadie, pues todo él está impregnado de Dios, todo él es venturosamente Dios. Seguro que el tamiz de la muerte, ese tremendo acontecimiento de consumación vital que a todos nos iguala, no permitirá que se cuelen allí ni nuestros errores ni nuestras debilidades.

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