Lo que importa – 18 Navidad eterna

Abrazo fraternal

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Llegado diciembre, hacemos un alto en el camino de esta serie, o quizá no, para contemplar nuestro mundo como un hermoso y vivo belén navideño en un momento en que las principales calles y establecimientos comerciales de nuestros pueblos y ciudades ya han sido engalanados para Navidad, hermoseando nuestra vida social y recordándonos cada segundo que la vida es un regalo sostenido en el tiempo. Si algo tiene de propio la Navidad, la religiosa y la profana, fundidas ambas en el subconsciente humano, es hacernos patente ese dulce sentimiento. Cuando regalamos un juguete a un niño o una joya a una persona muy querida, nos servimos de tan preciadas mercancías, llenándolas de simpatía y afecto, como de vehículos del corazón para compartir bellos sentimientos, sabiendo que la de compartir es, por su carga eucarística, una acción constituyente del cristianismo.

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Sin la menor duda, la más hermosa y la mayor de las virtualidades de la Navidad es que, obligándonos a meter la marcha atrás, frena el ritmo endiablado de nuestras vidas, nos ayuda a saborear nuestro tiempo y revive nuestra perenne condición de niños, sean los que sean los años que pesen sobre nuestras espaldas. De hecho, el relato evangélico de la Navidad, obviamente alegórico y fabulado, es un hermoso intento poético para demostrarnos que incluso el terrible demiurgo de los cielos, el justiciero y celoso Dios del Antiguo Testamento, tamizado a través de la modélica figura de Jesús de Nazaret, se hace hombre en la figura de un adorable niño. Y, claro está, ante un Dios hecho niño no hay lágrima que se ancle a los ojos ni corazón que no desborde efluvios de contento. Y, por el contrario, las guerras duelen muchísimo más y resultan mucho más crueles e insoportables cuando vemos, a través de imágenes y fotografías, que muchísimas de sus víctimas son niños!

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“Feliz Navidad”, dicho en cientos de lenguas, es la expresión más socorrida y sincera que invade estos días las calles de todas las ciudades y pueblos del mundo, llenando los hogares de bondad a rebosar. ¿Simple deseo? Aunque así fuera, no por ello dejaría de ser el más bello sentimiento que un evento tan excepcional puede suscitar en nuestro corazón. Pero la verdad es que, al revivir cada año la Navidad con nuestros deseos de felicidad, expresamos un sentimiento que atesora la poderosa magia de hacerse realidad en la bella comunicación que establece. De hecho, diciendo “feliz Navidad”, tanto los ojos del que lo expresa como los del que lo escucha y reverbera, en una respuesta semiautomática, tan obligada como fácil, se vuelven brillantes y destilan dulzura.  Así, pues, diciendo “feliz Navidad” lo que realmente se hace es generar y compartir felicidad. Los humanos nunca deberíamos olvidar que la felicidad, que todos deseamos con ardor, no nos viene ni de la suerte, ni del dinero, ni del poder, ni incluso de la salud tan añorada cuando falta, sino del hecho de formar grupo y convertir en hogar un mundo tan lleno de virtualidades asombrosas como el nuestro. La Tierra, contemplada con cariño, se vuelve toda ella un hogar cálido en el que resulta muy fácil sentirse niños anhelantes de ayudas y mimos, es decir, en un belén palpitante.  Esta es, sin duda, la genuina  vivencia de la Navidad cristiana, nacida de la conciencia clara de que el altísimo Dios de los cielos sale a nuestro encuentro en forma de niño para que lo mimemos, convivamos con él y nos confiemos completamente a sus benevolentes designios.

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En la corta distancia, teniendo en el pensamiento y en el corazón a cuantos hacen posible Religión Digital, escribiendo en ella o leyendo sus artículos y reportajes, mi deseo de felicidad es que estas columnas se transformen en un fraternal abrazo de amistad. Desde la majestuosa atalaya de la Navidad, hoy me recreo contemplando Religión Digital como un hermoso portal de Belén para poner de relieve “lo mucho que ambos importan” para entender a fondo nuestra propia fe.  Mi buena fe y mejor voluntad me autoriza, con permiso de la autoridad, a valorar  Religión digital como una familia de productores y consumidores de evangelio que tratan de seguir esforzadamente las huellas de Jesús de Nazaret,  sentando a su mesa también, para que no haya sillas vacías, a cuantos, por edad o enfermedad, se van convirtiendo lentamente en estrellas.

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Ahondando en el leitmotiv de esta serie de artículos sobre “lo que importa”, añadamos que, cualesquiera que sean las circunstancias de lugar y tiempo en que nació Jesús de Nazaret, el entrañable Niño Dios, protagonista de nuestros belenes y de nuestra fe, y las de  quienes hacen posible RD y la siguen, la Navidad construye cada año un nacimiento que ilumina nuestra mente y pone en marcha nuestro corazón para revestir de fraternidad los comportamientos de hermanos que se ayudan, trabajan, viven, ríen y juegan juntos.  De ahí que la Navidad sea una de las cosas más bonitas e “importantes” del cristianismo que profesamos. Bonita porque es capaz de encandilar incluso a los que, aun no creyendo en ella, se dejan seducir por su magia, e importante porque nos emplaza tras unas huellas que, en medio de la confusión imperante, nos trazan una ruta segura. Sea lo que sea lo que nos ocurra y por muy pesada que sea la cruz que nos toque en suerte, cayéndonos y levantándonos como en un largo viacrucis de víctimas doloridas, la Navidad, compartiendo llantos y soledades, nos invita a echar una mano a quien la necesite y a arrinconar las tristezas inevitables de la vida.

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Ahí tenemos el hermoso alumbrado que estos días embellece nuestras calles, lo mismo si su inspiración es cristiana que profana, para dibujar una bella ruta de humanidad, y también hermosos belenes que, al agitar nuestros corazones, llenan de sonrisas nuestros rostros y de dulzura nuestros labios al repetir tantas veces estos días el espontáneo “¡feliz Navidad!” con que obsequiamos a cuantos se cruzan en nuestro camino. Invito por ello a todos los seguidores de este blog a que no dejen  pasar en silencio cualquier ocasión que tengan para decir estos días "¡feliz Navidad!" a un familiar, a un amigo, a un vecino, a un transeúnte cualquiera con el que se cruce en la calle e, incluso, a la persona a la que habitualmente niega el saludo. Estoy seguro de que enseguida, como si de un calambre se tratara, percibirá la fuerza de la magia de tales palabras para derribar muros y allanar senderos de comunicación que conducen a la más honda y consistente felicidad humana. Así, pues, ¡feliz Navidad!, amigos.

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