Lo que importa – 19 Navidad, punto de partida

Universalidad de lo humano

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La Nochebuena que hoy celebramos es un momento propicio para dirigir una mirada de comprensión y de amor absolutamente a todos los hombres, pues el hombre-Dios que nace proyecta la humanidad hacia su propia consumación. Pero, al haber entendido siempre la fe como un don o gracia especial que Dios hace a “sus elegidos”, nos hemos servido de ella para seccionar el mundo, lo que, en Román paladino, significa “fabricar sectas” o secciones, para justificar comportamientos realmente sectarios. ¿Fue sectario el pueblo judío? Por extraño que parezca, sí que lo fue por la incontrovertible razón de considerarse “pueblo elegido”. La enorme masa de pueblos del mundo nada contaban ni para él ni para su Dios, salvo por el hecho de convertirse, viviendo un paganismo desdeñable, en gentes a ignorar o incluso en enemigos a abatir ¿Es sectaria la Iglesia católica, a pesar del evidente oxímoron sectario-católico? Sí que lo es, y precisamente porque lo de “católica”, que tanto la enorgullece, no es más que un propósito que ni siquiera se plasma en lo geográfico y que genera prácticas sacramentales restringidas.

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Espero no escandalizar a nadie si digo que entre el nacimiento y el bautismo hay una gran diferencia en cuanto a la catolicidad o universalidad se refiere, pues mientras aquel, como fruto de la creación, es obra de un Dios que, siendo tal, lo es absolutamente de todos y para todos, este lo es de una Iglesia que segrega a sus adeptos del resto del mundo. En otras palabras: el nacimiento nos incorpora a la humanidad; el bautismo, solo a una “facción” de ella. Es indiscutible que la mano creadora es mucho más justa, fuerte y consistente que la que bautiza, por más que se insista en algo tan artificial como que el bautismo es puerta de acceso a una “vida sobrenatural”, cuando es obvio que el ser humano es dotado al nacer de todas sus potencialidades.

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Si de sagrado y de sobrenatural queremos hablar, la existencia es de suyo lo más sagrado y sobrenatural que cabe concebir. La más rica gracia que Dios puede regalarnos es la del ser. Frente a la esencialidad universal del nacimiento, el bautismo se reduce a un ritual restringido, meramente circunstancial. La condición humana, la auténtica envergadura de lo humano, nos la da el nacimiento. El bautismo es solo acceso a una especie de club privado que pretende plasmar, de forma parcial, el modelo universal de humanidad que es Jesús de Nazaret. Reducir el número de seguidores de Jesús al de los bautizados es el efecto pernicioso de una teología de corto alcance, de miradas oblicuas al panorama de humanidad que se tiene delante. La auténtica universalidad o catolicidad de la fe cristiana abarca de suyo toda la humanidad. El modelo supremo de humanidad que es Jesús de Nazaret, que llama a Dios “padre” y que impone como única norma de conducta  “hacer el bien”, es válido para todos los seres humanos de cualquier tiempo.

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Los teólogos, sin saber exactamente qué es la salvación, al hacerla consistir en algo tan inaudito como la limpieza del “pecado original” y de sus secuelas, valoraron el bautismo como filtro purificador o como piscina en la que se ahoga el pecado para que reflote la gracia. Alumbrados por tal fantasía, al toparse con el alucinante problema de dónde colocar en el otro mundo a los niños que morían sin ser bautizados, se inventaron olímpicamente el Limbo, quedándose tan panchos, pues les parecía una aberración mandar al Infierno a unos seres tan inocentes e indefensos por estar supuestamente manchados por un pecado original, cometido por los primeros padres, que les cerraba la puerta del Cielo. ¡Qué atrevida imaginación la suya y la de millones de seguidores hasta que BXVI, en un alarde de supuesta intuición genial y perspicacia intelectual, se atrevió a borrar de un plumazo tan inaudito invento del mapa de la teología!

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Pero, si el Limbo no existe, ¿qué razón hay para que lo hagan el Purgatorio, el Infierno e incluso el Cielo, que son otros tantos inventos de una teología apocada y miope, que se complace en compartimentar nada menos que “el más allá”? Teológicamente hablando, ninguna, por mucho que se refieran a ellos la Biblia y los dogmas católicos. Hablando en serio y con rigor, no son más que inventos de teólogos para llenar los huecos de atrevidas elucubraciones teológicas. Lo cierto es que, al otro lado de la muerte, afortunadamente, solo existe Dios y que nuestro gozoso destino será habitar en él, que es lo que la fe nos certifica. Todo lo demás es pura especulación, pues no hay ojo que haya visto ni oído que haya oído lo que en esa dimensión se cuece. De hecho, a pesar de tanta catequesis, doctrina y teología, lo esencial de la fe cristiana radica en una entrega confiada a Dios, no en una profesión de verdades inmutables, asentadas curiosamente  en palabras mutables.

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La salvación no consiste en contrarrestar con sangre el pecado ni en que Jesús, muriendo atrozmente en la cruz, lo sepulte en el dolor de una muerte encarnizada. Ocurre curiosamente que lo que entendemos normalmente por “pecado” no es precisamente muerte, sino algo muy vivo, sabroso y, a veces, divertido. Tiempos negros ha habido en la vida de la Iglesia en los que incluso todo gozo y diversión eran considerados pecado, mientras que desgarrar la propia carne se consideraba virtud. Sin embargo, no hemos de perder de vista que el pecado (contravalor que corroe nuestro ser) tiene el dulce sabor de una droga que seduce y envalentona, o de un veneno que inhibe y aletarga, sabor ponzoñoso que mata. Entenderíamos mejor el pecado si lo viéramos como contravalor que deteriora cualquiera de los ámbitos de la vida humana y no como una “ofensa” divina que enmierda el ámbito de la dimensión moral de la vida del creyente.

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Salvarse no consiste en granjearse el acceso a un recinto de gloria en el más allá, cosa que todos tenemos asegurada por el mero hecho de formar parte de la creación divina (nuestro ser nunca podrá perder la impronta divina que lo constituye como tal), sino en una mejora continua de nuestra forma de vida, en ir “humanizándola” pacientemente. Dicho en términos evangélicos, en pasar por este mundo “haciendo el bien”, es decir, en lograr que la vida humana no sea un “infierno”, como lo es desgraciadamente para muchísimos seres humanos. El objetivo de toda “virtud”  o acción valiosa es mejorar la vida humana. El cristianismo irrumpe en el ámbito humano como invitación irrenunciable a emprender “acciones valiosas”. Eso es precisamente lo que imponen sus mandamientos y hacia donde apuntan los consejos evangélicos.

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La vida de Jesús es un proceso continuo de “humanización”: humanización de Dios en su persona y humanización del hombre en el seguimiento de sus huellas, de sus enseñanzas. Jesús no nace para remplazar este mundo por el Cielo ni para dar muerte al pecado muriendo en una cruz, sino para que sigamos sus huellas y nos neguemos a nosotros mismos a fin de construir una vida fraternal con todos. No se trata, pues, de purificar esencias ni de regenerar naturalezas para elevarlas a órdenes o estados superiores, sino, llana y sencillamente, de “hacer el bien”, de dar de comer al hambriento, de erradicar de la vida humana los muchos sufrimientos que causan los comportamientos egoístas. Quienes hacen de los demás un objetivo de vida, poniéndose en su lugar y esforzándose por resolver sus problemas, erradican muchos sufrimientos y mejoran la convivencia humana, a la vez que, por obrar así, se sienten agraciados y llevan una vida realmente satisfactoria, mucho más cristiana que la de quienes se fijan y centran en prácticas cultuales.

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Siendo hoy Nochebuena, el día en que celebramos el nacimiento de nuestro hermoso Niño Dios, regocijémonos de haber nacido también nosotros, es decir, de ser criaturas que un día salieron de las manos de Dios, y de que, sin dejar de estar en ellas, vayamos construyendo nuestra propia historia, aunque sea con altibajos. Sabedores de que un buen día Dios lo será todo en todos y de que ninguno de nosotros será privado de su gloria, confiados en que llegaremos a colmar las insaciables ansiedades de nuestro propio corazón, lo correcto se cifra en percibir claramente que es mucho mejor vivir amándose que odiándose, en paz que en guerra, en abundancia que en miseria, en fraternidad que en soledad. El Nuevo Año, que llega cargado de buenos propósitos y de viejas ilusiones renovadas, nos invita, quizá hoy más por los nubarrones que nos amenazan y las congojas que nos ahogan, a estrenarlo como tiempo nuevo, como oportunidad especial para vaciar las pesadas alforjas que nos hemos echado a la espalda, y a restaurar la envergadura humana que se nos ha regalado como gracia divina. ¡Tiempo de renovación y estreno! ¡Tiempo de salvación!

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