A salto de mata – 21 Teléfono 024

Siempre pro vida

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Hace unos días, el Ministerio de Sanidad presentó el número de teléfono 024, línea gratuita, confidencial y pública, para prevención de las conductas suicidas. A cargo de Cruz Roja, este número de teléfono funcionará las 24 horas del día durante todos los días del año como faro de salvación para náufragos de la vida. Es como una segunda edición del conocido como “teléfono de la esperanza”, que lleva más de cincuenta años prestando servicios a quienes viven solos en medio de la multitud, desesperados por mil razones, también incluidos los potenciales suicidas. Dada la gravedad de los suicidios en sí mismos y el escozor que causan en nuestras sociedades, me parece muy atinada una iniciativa que aplaudo complacido. Disponer de un número de teléfono al que una persona desesperada pueda llamar sin cortapisas y confiadamente es, sin la menor duda, un paso importante de progreso en la buena dirección de la humanización de nuestra vida.

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Para hacernos una ligera idea del problema, baste recordar que son más de setecientos mil los suicidios de los que tenemos conocimiento que se comenten en el mundo cada año. Solo en España la media es de 14 al día, lo que nos lleva a unos cinco mil anuales, entre ellos los de no pocos adolescentes y jóvenes. ¿Qué está ocurriendo en nuestras sociedades para que muchos jóvenes, cuando están en la flor de la vida, no solo deseen morir, sino que se inmolen quitándose de en medio de forma horrorosamente cruel? Decididamente, los seres humanos no estamos por la labor de facilitarnos la vida unos a otros, cosa a la que nos obliga imperiosamente la ética y, más, la actitud evangélica que se deriva de las bienaventuranzas y del precepto omnímodo del amor al estilo de Jesús.

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La cruda verdad, mil veces contrastada, es que, en general, la vida de los demás nos importa un pimiento hasta el punto de que cuando, por muy variadas razones, nos parece un impedimento para la nuestra, a veces reaccionamos como animales salvajes que atacan para defenderse. Así lo demuestra claramente, por ejemplo, la suma facilidad y la total impunidad con que se acude al aborto como eliminación física de un feto invasor, convertido en un problema por las circunstancias que rodean el embarazo, o se declara una guerra tan cruel como la de Ucrania (todas las guerras son sumamente crueles) y se expatrian y linchan millones de presuntos “enemigos” que no son tales.

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Bienvenido sea, pues, este número de teléfono que pretende dar una respuesta profesional al clamor sordo de cuantos seres humanos, a quienes los cielos cierran sus puertas y el túnel de la vida los estrella contra un muro infranqueable, necesitan imperiosamente ayuda de los demás para mantenerse a flote o salir de su agujero. Lo más difícil será conseguir que recuerden sus tres dígitos cuantos se sientan faltos de fuerza para seguir caminando por este valle de lágrimas y que se persuadan de que, llegado el momento crítico, harían bien en utilizarlo. De superar tales dificultades, tal vez muchos de los cinco mil que cada año se borran del mapa en España podrían seguir apareciendo en él, sin privar a la sociedad de la cantidad de bienes que supone una vida humana para el viviente mismo y para cuantos conviven con él. Además, no pocos de los que hoy resultan heridos en los intentos fallidos podrían ahorrarse los grandes sufrimientos físicos que les quedan como secuelas.

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Pero, por mucho que pueda conseguirse a través de dicho número de teléfono (¡ojalá que todos los potenciales suicidas lo usen!), la sociedad necesita ser mucho más valiente y apuntar mucho más lejos al hacer frente a un tema tan peliagudo como ese acontecer macabro que todo el mundo oculta, como si se tratara de una peste repugnante, por la vergüenza social que produce entre los familiares y amigos del suicida. ¿Qué más podríamos hacer como sociedad responsable? Me mojo a fondo proponiendo, sin miramientos ni componendas, que, además del apoyo psicológico que una voz amiga especializada pueda aportar al potencial suicida, la sociedad legalice el “suicidio asistido” al amparo del sentido común del proverbio “del mal, el menos”. Es obvio que un solo suicidio es de por sí una deplorable hecatombe humana, pero, en materia tan ácida y cruda, deberíamos festejar el éxito que supone que un apoyo social bien planificado, como por ejemplo el del número de teléfono al que nos estamos refiriendo o el de otras actuaciones similares, reduzca a la mitad los suicidios que cada año se producen en España. Por ello, de contar con otras herramientas, deberíamos estar dispuestos a utilizarlas hasta ver reducido el número de suicidios a la mitad y mejor a menos.

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En esa dirección apunta la propuesta que acabo de hacer. De llevarse a efecto, el potencial suicida, sabedor de que podrá lograr su propósito de abandonar este mundo de forma civilizada mediante, por ejemplo, una indolora sedación, ya no tendría que afrontar la escabrosidad de desparramar sus tripas en las vías de un tren, estrellarse contra las aceras al lanzarse desde una terraza o colgarse de un árbol en lo profundo de un bosque. Por muy obturada que esté la mente de un suicida, seguro que no es insensible a tales escabrosidades. La entrada en acción de un personal competente en el centro del suicidio asistido propiciaría que la abismal soledad del suicida saltara hecha añicos y que los trámites y preparativos para llevar a efecto su propósito ofrecieran una ocasión de oro para cambiar radicalmente la perspectiva tenebrosa de su vida. Ciertas experiencias personales a lo largo de mi vida avalan los milagros que en ese sentido puede conseguir el solo hecho de confiarse a alguien que entiende a fondo tu problema y que, decidas lo que decidas, te echará una mano para resolverlo de la forma que tú desees. Seguro que al sanador Jesús de Nazaret no se le iría de las manos ningún suicida. Sin duda, la desesperación extrema que presupone el suicidio tiene más salidas que la de quitarse de en medio. La clave del posible éxito de tal proceder está, qué duda cabe, en la confianza del potencial suicida en que en esos centros le ayudarán a suicidarse de “forma civilizada”. Cueste lo que cueste, ocurra como acabo de decir o de cualquier otra manera, la sociedad española debería esforzarse por rebajar a menos de mil los cinco mil suicidios anuales que hoy sufrimos todos y, si fuera posible, a muchos menos todavía.

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Seguro que es posible hacerlo. Sé que soy muy iluso al esperar que un buen día nos dé un ataque de sentido común para legalizar el suicidio asistido (propuesta más honda y de más alcance que la de la eutanasia para enfermos terminales desahuciados, pues nadie está en situación más terminal ni más desahuciada que el desesperado que quiere suicidarse) y para crear en consecuencia centros especializados de ayuda al suicidio. Digo “buen día” convencido de que solo entonces nuestra sociedad enfocará como es debido tan terrible problema, ayudará de forma efectiva a los suicidas y evitará, seguro, muchísimas salvajadas. Los “centros de suicidio civilizado” que propugno, oportunidad magnífica para que buenos profesionales ahonden mucho más en las heridas que lo que pueda hacerse con una mera conversación telefónica, por amiga y atinada que sea, se convertirían paradójicamente en “centros pro vida”. Lo serían con solo que salvaran una vida, pero es obvio que salvarían muchísimas más.

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Más allá de cuanto los humanos podamos hacer en favor de la vida de nuestros semejantes, siempre estarán las libertades individuales y las circunstancias de cada vida. A pesar de cuanto hagamos, muchos no encontrarán lamentablemente más salida que la de alejarse de los vivos. Algunos, incluso, altivos en vez de desesperados, lo harán por una especie de prurito intelectual arrogante o por un romanticismo iluso que los endiosa. El suicidio es un hecho amargo de difícil digestión con el que tendremos que convivir, pues, a pesar de teléfonos ardientes a los que agarrarse y de centros de muerte civilizada para aliviarse, no dejaremos de desayunarnos de vez en cuando con el sobresalto de que el vecino del quinto ha aparecido despanzurrado en el patio.

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La vida de cada cual es suya y a él solo pertenece su administración, como también lo son los talentos que se le dan para que los haga fructificar. Mientras unos siembran su simiente en tierra buena, otros la entierran o la destruyen. Siempre hay responsabilidades de por medio, aunque el suicidio no desencadene penalizaciones por ser el mismo el actor y la víctima. Por más que como sociedad nos limitemos a lamentarlo y a encogernos de hombros, no dejamos de ser responsables de crear condiciones de vida mortíferas para los suicidas. Hay muchas responsabilidades en cada suicidio. En la medida en que hemos contribuido a crear esas condiciones deberíamos preocuparnos, cuando menos, de prevenir y evitar el infierno en el que viven y en el que se sepultan definitivamente tantas personas allegadas nuestras o que viven en nuestro entorno.

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Subtitulábamos esta reflexión con un “siempre pro vida”, manifiesto de cuanto propugnamos en este blog en favor de la vida. A fin de cuentas, la vida es lo único que tenemos y hacia ella, para favorecerla y mejorarla, deben orientarse todas nuestras acciones. Los valores, en los que tanto hemos insistido, son tales precisamente porque la favorecen y la mejoran. La vida humana es fundamento y medida de toda moralidad: la bondad y la maldad de una acción depende de que la favorezca o la entorpezca. Buena prueba de ese “siempre pro vida” como actitud radical de este blog (la “esperanza” que aparece en su título apunta precisamente a la pervivencia eterna) es que, en última instancia, perseguimos salvar vidas, a pesar de la aparente negatividad de la proposición de que la sociedad despenalice el suicidio asistido y tenga la valentía de crear “centros de muerte civilizada”. Y en el caso de que no se logre salvar la vida de un hombre concreto, cuando menos se humanice o dignifique de alguna manera su muerte. La celebración litúrgica de hoy, día de la Ascensión, nos invita a dar la mano a quienes se hunden en el abismo de la muerte para ayudarles a hacer la “remontada” que requiere toda vida humana que merezca la pena.

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