A salto de mata – 15 La Última Cena

La incuestionable presencia de Dios

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Los seguidores de este blog, sobre todo los más antiguos, saben que mis estudios teológicos académicos, no publicados, versaron en los años 60 del siglo pasado sobre el tema “la Eucaristía hace la iglesia”, entendiendo que toda la Iglesia es ella misma una “eucaristía” no solo como la acción de gracias que connota el nombre, sino también como reunión del pueblo de Dios en un banquete en el que los cristianos participan como granos de trigo y uva, es decir, como eucaristía-comida. De ese modo, no solo son comensales invitados a la “Cena del Señor”, sino también viandas que se comparten. Como tal, la eucaristía es centro del que dimanan y punto al que se refieren los demás sacramentos de la Iglesia que acompañan al cristiano a lo largo de su vida, desde el nacimiento (bautismo) a la muerte (unción de los enfermos).

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Hace solo unas poquitas semanas también daba cuenta aquí mismo, con no poca osadía intelectual, de mi actual apatía en todo lo referente a la actual celebración de la eucaristía y a lo que entendemos por ella en la preceptiva práctica religiosa de “oír misa todos los domingos”. Quede bien claro que de ninguna manera quiero poner reparo alguno a quienes cumplen escrupulosamente tal precepto, es decir, a los considerados estadísticamente como “cristianos practicantes”, y tampoco, desde luego, a quienes hacen de la eucaristía (la hostia consagrada) el centro de sus vidas. Me refiero a quienes, tras haber pescado a Dios, por así decirlo, con un poco de pan como cebo, recluyéndolo en la hostia consagrada, se ponen en su presencia, piensan en él y en torno a él organizan sus vidas y sus afectos. Tal vez porque Dios escribe derecho con nuestros renglones torcidos, ellos han logrado impregnar así sus vidas de devoción, sacrificio y solidaridad ejemplares.

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¡La mágica fórmula de la consagración, pronunciada con un poder específico, extrae del pan su propia substancia para introducir en su lugar la de Cristo! Mediante una sorprendente maniobra de comercio filosófico, Dios se pone al alcance de la mano para todo uso, lo mismo para ser comido que para ser visitado y consolado en la soledad de su nuevo habitáculo (el sagrario) o para ser públicamente aclamado en las calles (procesiones) o adorado en la custodia en las más solemnes celebraciones festivas. Ante esta deriva teológica, cabe preguntarse si a Jesús de Nazaret le habría dicho siquiera algo, de haberla conocido, la palabra “transubstanciación”, palabra de la que la teología católica se sirve no solo como clave para entender la Última Cena, sino también como llave de acceso al santuario de la presencia de Dios entre nosotros. Por muy conmovedor y emotivo que resulte pensar que uno tiene a Dios ahí mismo en un trozo de pan, al alcance de la mano, para adorarlo y mimarlo, y que en la comunión uno ingiere de verdad el cuerpo de Cristo y bebe realmente su sangre, es algo que en mi humilde entender carece de sentido, igual que también lo hace reducir la Última Cena a un rito cultual que convierte la “misa” en una especie de comodín o as en la manga del que dispone a capricho la Iglesia para utilizarlo lo mismo para sacar almas del Purgatorio que para engalanar y coronar variados tipos de acontecimientos y fiestas.

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Pues bien, mientras yo he venido devanándome los sesos y replanteándome a fondo mi forma de sentir y vivir el cristianismo, un muy buen amigo mío, Baldomero López (Baldo), discípulo de fray Eladio Chávarri O.P, que ha hecho posible que comience a conocerse su genial sistema de pensamiento sobre los valores y contravalores, acaba de publicar un libro muy valiente, en el que se plantea a fondo el contenido y el sentido de La Última Cena. Se trata de un libro de fácil lectura, de 272 páginas, editado por “Edición El Tomillar”, en el que propugna “una comida con eucaristía, no una eucaristía sin comida”. Para ir al meollo de nuestra reflexión de hoy, nos basta con el título del Capítulo VII de ese libro, página 193: La misa, un esperpento de la Última Cena”. Baldo precisa en seguida: Utilizo el vocablo "esperpento" con el significado de deformación sistemática de la realidad.

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Tras analizar a fondo lo que Pablo, los Sinópticos y Juan nos cuentan sobre la Última Cena, Baldo expone cómo lo que, no siendo de suyo más que una “comida profana” con acción de gracias incluida, pronto comenzó a degenerar por conveniencias pragmáticas y procederes inconvenientes (no comer dignamente el cuerpo de Señor, lo que ocurría porque algunos se negaban a compartir su propia comida) en un acto meramente “cultual”, que cambió por completo el contenido del mandato de Jesús de seguir celebrando este rito como “memorial” suyo. A la altura de nuestro tiempo, se impone la necesidad nada menos que de un cambio copernicano en lo referente a cómo se celebra y se vive la misa a fin de recuperar la enorme fuerza transformadora de la sociedad que contiene un “memorial” auténtico de la vida y obra de Jesús de Nazaret.

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Mi amigo Baldo se apoya mucho en el cuarto evangelio. “Sin duda –dice, página 146-, Juan conocía la celebración cultual que muchas comunidades primitivas hacían de la cena del Señor. Sin embargo, él no se adhiere a esa tradición porque es muy posible que viera cómo la memoria de la última Cena se iba desviando de la intención y del modo que tuvo en el Cenáculo. Este extravío consistía, sin duda, en ir dando un protagonismo cada vez mayor a la parte cultural de la cena del Señor en detrimento de la comida fraternal. Desde luego, el lavatorio de los pies como servicio y el mandamiento nuevo están en la misma línea que el hecho de compartir fraternalmente la comida entre todos los comensales, y ambos son actos de un carácter totalmente distinto al de un culto autónomo y aislado de la comida”.

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En definitiva, el memorial de Jesús, es decir, su permanencia viva y la de su obra entre nosotros, se “realiza” en una “cena fraternal”, en la que no solo se parte y se comparte el pan, sinécdoque de comida, sino también se hacen presentes el servicio, figurado en el lavatorio de los pies, y el amor, explicitado en el nuevo mandamiento que él nos da. Hablamos, pues, de una cena cuyos ingredientes son comida, servicio y amor. El hecho de compartir todo eso fraternalmente es lo que hace que Jesús siga vivo entre nosotros y la forma que los cristianos tenemos de continuar su misión. Sin comida, sin servicio y sin amor, la misa se convierte en una mera pantomima, en un “esperpento” de la Última Cena. Cristo no acude al evento de la misa por el poder de una fórmula mágica que lo convierte en pan, sino por la revitalización cristiana que supone compartir la comida con unos hermanos a los que debemos servir y amar en toda circunstancia.

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Tras escribir ese libro, nada más natural que el autor de tan oportuno ensayo nos confiese al final, en el Epílogo: “La fe que he recibido de mis padres me ha llevado a dar un giro copernicano en la interpretación que ellos han hecho de la celebración de la Última Cena. De grandes pensadores biblistas y teólogos aprendí hace ya más de dos décadas que, en la Última Cena la víspera de ser crucificado, Jesús no realizó un prodigio milagroso sin igual al convertir un trozo de pan y una copa de vino en su cuerpo y en su sangre, sino que lo que hizo fue dar un sentido nuevo a las acciones con estos elementos (comer compartiendo el pan y la bebida) y, según Juan, el servicio y el amor al modo de Jesús. Me resistí a quedar prisionero de la interpretación de la Última Cena que me ha sido familiar durante sesenta años de mi vida porque esos maestros en los que bebí me ofrecieron pautas para otras visiones posibles, más acordes con la vida de Jesús y con su evangelio sobre el reino de Dios… Jesús se identificó con los hambrientos, con los sedientos, con los extranjeros, con los desnudos y sin hogar, con los enfermos y con los encarcelados, y no con un trozo de pan o con una copa de vino(página 263).

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Por muy hermosas que puedan ser y por mucha devoción que inspiren tanto la celebración de la misa como la devoción eucarística consiguiente, la Iglesia católica debería rebobinar su desarrollo doctrinal e institucional hasta toparse de lleno con el mensaje evangélico. Creemos en un Dios, aparentemente esquivo, y ausente a veces, que no puede dejarse atrapar ni encerrar en un trozo de pan al conjuro de unas “palabras sagradas” que permutan substancias. El nuestro no es, afortunadamente, un Dios de cosas, un talismán, un fetiche, un Dios definido y palpable, sino un Dios de ley, auténtico, vivo y de acción vivificante, que descarga su radiante presencia en “los otros” y que sacramenta nuestro comportamiento con ellos. Para este proceder, el de compartir la vida, el de servir a los hermanos y el de amarlos incondicionalmente, no necesitamos ni poderes ni ritos mágicos que conviertan en sagrado lo profano o que cambien las substancias del pan y del vino, pues todo lo existente es sagrado y en toda substancia reside realmente Dios.

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En aquella bendita noche, la de la Última Cena, que acabamos de revivir litúrgicamente hace solo tres días el pasado Jueves Santo, Jesús llenó el Cenáculo de servicio, de amor y de comida. Ese fue el auténtico soporte sacramental en el que él fijó su permanencia entre nosotros al ordenarnos revivirlo, celebrándolo como “memorial suyo”. Y ahí sí que “atrapamos la presencia de Dios”, presencia no material ni de fósil cosificado, sino viva que se actualiza en el hecho de servir y amar a nuestros semejantes y de compartir alimentos con ellos. Por mucho que se oscurezca nuestro horizonte vital y por mucho que griten quienes proclaman que Dios ha muerto, al Dios de Jesús, mirando su Evangelio, lo encontraremos muy vivo, pero no en un trozo de pan o en una copa de vino, sino en el rostro de los otros, de cualquier otro, por muy contrahecho y degenerado que esté. Es la suya, además, una presencia viva y exigente, en permanente demanda de amor.

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Repetiré una vez más que, precisamente por la trascendental fuerza que esa presencia tiene para el desarrollo de la vida humana en todos sus ámbitos y circunstancias, ninguna otra filosofía ni religión han podido en el pasado ni podrán en el futuro ofrecernos algo de igual hondura y trascendencia para nuestras vidas. Nunca encontraremos en ninguna otra parte una doctrina tan sólida, convincente y esplendorosa como la que nos ha enseñado realmente Jesús de Nazaret. Insisto en que, solo por el plus de entidad que nos otorga la fe cristiana, todo ser humano forma parte de la eucaristía instituida por Jesús de Nazaret, pan de vida que nos alimenta y nos convierte en alimento. ¿Hay algo más hermoso y estimulante para vivir con orgullo y alegría que saber que cada uno de nosotros somos alimento de todos los demás seres humanos, que nadie vive realmente para sí solo sino para todos los demás?

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Me complace sobremanera concluir esta reflexión con los versos de un compañero de estudios y también muy buen amigo mío, José Luis Suárez, reproducidos en la página 9 del libro a que me he referido. Con muy poquitas palabras, José Luis resume, esclareciéndolo, cuanto hoy he pretendido compartir con los seguidores de este blog. Son los siguientes: Te busqué en el cáliz de oro / y sobre el frío alabastro, / repitiendo oraciones / y de rodillas postrado. / Te busqué entre frías piedras / y te encontré en el abrazo; / pan y vino compartido, / grano con amor trillado. / Salir quiero de la iglesia / y abrazarme a los hermanos.

Feliz Pascua para todos los seguidores de este blog. Jesús vive en nosotros. ¡Aleluya!

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