Shakespeare y el amor

En sus obras líricas Shakespeare muestra el amor como el sentido y el sinsentido de la vida humana a un mismo tiempo, dada su complicada melopea. Sentido de la vida por ser la pasión más propia del alma del hombre, sinsentido de la vida por el patetismo que se apropia del hombre. Por eso llega a definirlo como la vida al borde de la muerte, puesto que se ríe y se llora simultáneamente. El amor del hombre en este mundo es duelo de amor, cuyos placeres no compensan sus sufrimientos, dulce en su éxtasis y amargo en su tormento. Así lo resume la breve tragicomedia de “Venus y Adonis”, la diosa del amor que trata de seducir al bellísimo Adonis, el cual prefiere andar con sus amigos a la caza del jabalí que finalmente lo mata. Tras la muerte del amado, “las claras fuentes ya no corren, los dulces pájaros no cantan, las verdes plantas no ostentan sus colores”, según dice el tercer “Soneto para diferentes músicas”.

El amor ronda pues con la muerte propia o ajena, lo mismo que la belleza que lo inspira ronda con la decadencia temporal. Como la belleza que desea, el amor tiene un brillante principio y un final oscuro, y su decurso medio es tortuoso, porque la concordia amorosa está amenazada de discordia y perfidia. En “Querellas de una amante”, Shakespeare describe a un hermoso doncel, encantador por igual de jóvenes y viejos, mujeres y hombres, proclamando el amor omnipotente, aunque el propio cantautor resulta falso y traidor como su belleza y su amor. La sabiduría del dramaturgo inglés interpreta el amor como cautivo de la fortuna infiel, infidelidad que nuestro dramaturgo clásico achaca más a la mujer que al hombre.

Quizás por ello rebusca un amor menos compulsivo y más sereno, el amor de amistad con el bello joven rubio, probablemente el conde de Southhampton, el amigo íntimo de Shakespeare. Pero en sus más famosos Sonetos los dos amigos caen atrapados por las artes maliciosas de la “mujer morena”. De esta guisa, el amor shakespeareano se divide entre el afecto profundo por el amigo y el deseo sensual de la amada, entre la amistad apasionada y la carnalidad impura. Nuestro escritor se dualiza así entre su rubio ángel bueno y la oscura dama tentadora, a la que llama su demonio femenino.

Estos famosos Sonetos de Shakespeare encuentran su paralelo europeo en los no menos famosos Sonetos de Miguel Ángel, parecidamente dirigidos al joven bello y noble T.Cavalieri y a la cultivada dama V. Colonna. El profundo afecto por el amigo es parejo en ambos genios del Renacimiento, hasta poderse hablar de un afecto homoerótico. Sin embargo, el otro amor por las amadas difiere en ambos artistas: en Shakespeare el amor por la amada es sensual y sexual, mientras que en Miguel Ángel es de signo cultural y espiritual. Pero en ambos casos, diferentemente, se contrapone al amor de la mujer un amor de amistad apasionado aunque idealizado o platónico, basado no tanto en la sensualidad cuanto en la sensibilidad, a modo de amor sublimado y trasfigurado.

El origen de un tal amor de amistad apasionada evoca no solo la tradición socrático-platónica, sino también la historia bíblica de David y Jonathan. En Montaigne asistimos asimismo a su cálida relación de amistad con la Boétie, y en J.J.Bachofen leemos el elogio de la amistad intermasculina desde la epopeya sumeria de Gilgamesh y su amistad con Enkidu. Por su parte, Shakespeare llega a reservarse el auténtico amor del amigo, dejando que se complazca sexualmente con las mujeres. La clave de esta relación está en que “yo soy lo que soy” y “vos solo sois vos”, una autoafirmación de la mismidad abierta al otro que rememora la amistad del neoplatónico cristiano Agustín de Hipona.

Para nuestro dramaturgo inglés el amor es tempestuoso, mientras que la amistad se basa no solo en la belleza exterior sino en la interior, o sea, en la afabilidad y la fidelidad. Por todo ello llega a decirle al amigo que su alma reposa en su seno, consagrándose a él como a un dios celeste (que no diosa terrestre). Lo cual tampoco impide por cierto el conflicto amistoso con sus turbulencias psicológicas.
Shakespeare proyecta el auténtico amor como un faro o estrella que ilumina y perdura, frente al mar del amor lujurioso que es como “un cielo que conduce al infierno”. Por ello nuestro autor invoca la inmortalidad del amor, es decir, la amistad eterna, la cual se enfrenta al tiempo y su decadencia irremediable. Pero el amor humano-mundano no tiene remedio sino en la muerte que es el auténtico remedio, porque lo hace inmortal (un pensamiento que recuerda al de Miguel Ángel). La propia muerte no puede con el amor de amistad de Shakespeare por su amigo íntimo ya que, como dice, la verdad y la hermosura dependen de mi amor. Este amor afectivo es el que crea la conciencia del hombre, la conciencia que no se desvanece en la inconsciencia, y que nuestro autor deja plasmada para siempre en sus versos transtemporales: “mis versos destilarán vuestra esencia espiritual”.

En su obra dramática Shakespeare ofrece el amor como dramático, mientras que en su obra lírica lo ofrece como tragicómico. En el trasfondo de su obra puede entreverse la distinción socrático-platónica entre el amor sensual o sexual referido a la amada (morena) y el amor de amistad referido al amigo (rubio). La música del primer amor es compulsiva y terrestre, la música del otro amor es más serena o celeste. Pero el problema está en armonizar dicha disarmonía clásica entre la tradicional naturaleza o lo natural (procreador) y la cultura o lo cultural (creador), así pues entre el amor y la amistad. Quizás deberíamos asumir al respecto una revisión “androgínica” de la coexistencia humana entre la masculinidad y la feminidad, más allá o más acá de su visión clásica, cambiando su tradicional signo dualista o separador en un sesgo cómplice o reparador.
(Bibliografía) El lector puede releer las obras líricas de W.Shakespeare en la edición de Luis Astrana Marín, Obras Completas, Aguilar, Madrid 1967.
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