El hombre y la maldad

El hombre contemporáneo se ha encontrado con la maldad humana en la guerra caliente o militar y en la guerra fría o política, en el campo de batalla y en las batallas ciudadanas por sus derechos, en el centro y en la periferia. El existencialismo fue la filosofía que descubrió al hombre actual su condición humana ambivalente, su bondad y su maldad, su rostro positivo y su contrarostro negativo. Y el psicoanálisis analizó esa ambivalencia como una mezcla de bien y mal, ángel y bestia, cielo e infierno.

Fue Lutero quien, tras caminos agustinianos, enarboló frente al optimismo católico o catoliquero una revisión pesimista del hombre, al definirlo por su naturaleza corrupta. El Papa Francisco ha matizado esta versión protestante del hombre, redefiniéndolo católicamente como pecador. El pecador llega a corrupto si sus actos se convierten en actitud empedernida. En todo caso, la religión oscila entre una versión buena o idealista del hombre y una reversión negativa o realista: la primera versión es más propia del libro piadoso del Eclesiástico, la segunda del libro crítico del Eclesiastés.

El hombre actual ha recibido la herencia onerosa de extremismos crueles como el fascismo y el comunismo, y ha sufrido en sus carnes la corrupción humana y las corruptelas humanoides: así el capitalismo económico, el egoísmo mercantil, el clientelismo político, el fundamentalismo eclesiástico, la mediocridad universitaria, el trabajo chapucero, la depauperación y las marginaciones. Paradójicamente la ética tradicional del bien o buen hacer debe hoy comenzar por una ética del mal para tenerlo en cuenta, ya que no se trata tanto de hacer el bien trascendental sino de arreglar el mal inmanental.

En este sentido, la auténtica política está llamada a la remediación de nuestros males públicos y maldades ciudadanas. Pero se trata de la gran política, una política constitutiva o constitucional y no meramente institutiva o institucional. En una auténtica política moderna no necesitamos ya la vieja lucha heroica del bien ideal e impasible contra el mal real y pasible, sino una mediación real-ideal, o sea, un idealismo real o realista. Pues bien, en este nuevo real-idealismo la bondad debería ser más “mala”, es decir, no tan ingenua. Por su parte, la maldad debería ser más “buena”, fina e inteligente, y no tan burda, apostando por un egoísmo compartido, según el cual al favorecer al otro me favorezco también a mí mismo, puesto que conformamos un nosotros cómplice y coimplicado cada vez más.

En realidad sabemos que el mal no tiene solución en este mundo, sino solamente disolución final. Pero si no tiene solución plena, sí que puede obtener cierta resolución interhumana. La cuestión del mal no tiene remedio, pero sí medios y remedos, formas y modos de apaciguarlo o arreglarlo evolutivamente bien que mal. Por ejemplo, cabe abrir nuestro ego-ismo individual y colectivo reafirmando nuestro yo plural como un istmo: abierto al otro complementario, siquiera con cuidado. Cuidado que significa cura o curación, es decir, sanación psicosocial. Frente al buenismo y frente al malismo, precisamos recolocar lo positivo y lo negativo, de modo que pro-curemos la positivación de lo negativo. Esta positivación de lo negativo hay que realizarla en la recámara oscura de nuestra inconsciencia individual y colectiva, precisamente a través de una conciencia crítica y emancipatoria. Crítica, pero no criticona sin más.

Precisamos una democracia axiológica que conste de partidos y no enteros, de hermandades o fratrías abiertas y no de mafias, cenáculos y círculos cerrados; de amistades y amigos, pero no de amiguismos; de personas y no de personalismos; de sentido consentido o humano y no de verdades insensibles o inhumanas; de religiones que religuen y no releguen; de universidades vocacionales y no vacacionales; de economías fluentes y no influentes o meramente influyentes; de periodismo cultural y no solo folclórico; de hispanismo internacional y no de españolismo; de aportación y no de deportación o reportación; de cooperación y no de mera decoración; de una bondad más “mala” o lúcida, y de una maldad más “buena” o inteligente.
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