Si no resucitamos...

Si no resucitamos...
Si no resucitamos...

«Las Bienaventuranzas siguen valiendo la pena, aunque no hubiera resurrección después de la muerte» (Juan Antonio Estrada).

Creo que tiene toda la razón Juan Antonio Estrada con la frase que encabeza esta página. Algunos podrían criticar que parece mentira que un jesuita diga que no haya resurrección. No habrían leído bien la frase, pues hay un «aunque» que marca la diferencia. No obstante digo que tiene razón, porque creo que, en el caso hipotético de no haber resurrección, seguir a Jesús, desde sus sentimientos, con la fuerza de la Ruah en nuestro interior, por el camino que nos indicó de las bienaventuranzas, darían pleno sentido a cualquier hombre o mujer de nuestro mundo, de ayer o de hoy.

Pero Estrada pronuncia un «aunque» que lo dice todo. Simplemente contemplando el curso de la vida en las estaciones, los ríos, los animales, la atmósfera, los seres humanos… vemos que todo se transforma, nada termina. Según la física, la química y otras ciencias humanas es así. Todo tiene un ciclo que, cuando se cumple, vuelve a reproducirse de otra manera.     

Si la realidad nos muestra que la vida está en continua regeneración, no nos puede extrañar que los fundadores de las religiones afirmen esto mismo desde una perspectiva que incluye y trasciende la física, lo material. Jesús, para los cristianos, es el mejor ejemplo a seguir para creer en la resurrección, pues si no (como dice san Pablo) no tendría sentido nuestra fe.

Jesús resucitado es quien anticipa, prepara, nos urge a una vida nueva. Y lo proclama con su vida, con sus actitudes de acogida, de perdón, de sanación. Cuida, cura, devuelve las ganas de vivir, reintegra a la sociedad. Hace revivir a quienes se encuentra en su camino y están marginados, oprimidos, enfermos, esclavizados, sin vida. Y lo hace porque todo su ser está invadido por la misericordia, la ternura, la indignación, la bondad de su Padre, que es un Dios de vivos no de muertos. Y esto le impulsa a que surja la vida a su alrededor y a relegar al olvido todo lo que signifique muerte. Esta es su salvación, su redención, su liberación definitiva.

La resurrección, la vida nueva, el reino de Dios, ese otro mundo posible y necesario que vivió y anunció, que era Él mismo con sus actitudes, acciones y palabras, lo puso en práctica en su realidad cotidiana. Porque esa nueva vida nos dijo que estaba ya dentro de cada uno de nosotros, a nuestro alrededor, en la promesa amorosa de Dios. En lo cotidiano de la existencia. En nuestras manos, nuestras palabras, nuestras miradas, en nuestros abrazos. En las luchas diarias, solidarias, contra todo lo que signifique exclusión, marginación, violencia opresora, desprecio y odio. Con el espíritu de las bienaventuranzas todo se renueva, se recrea, revive.

Y en esa resurrección de cada día, en nosotros, en los demás, se vislumbra y transparenta una trascendencia, «un no sé qué que queda balbuciendo», que no sabemos qué será, cómo, pero en lo que confiamos, pues el Océano amoroso hacia toda vida, es incompatible con la muerte definitiva de quienes ama tanto.

No nos quita el sueño, ni amamos al otro por gozar de esa otra Vida, porque ya la estamos viviendo cada día, según nos dijo Jesús. No será un corte, sino una continuación de la Vida, en la que existimos, nos solidarizamos, respiramos, acariciamos, vislumbramos.                

«Felices quienes descubren paso a paso en su vida que la última palabra no la tiene la muerte sino la resurrección».

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