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Epoché, suculentas y prácticas del cuidado

Hace un tiempo he venido adquiriendo el gusto por las suculentas. Vivo en un departamento y, quizás con ellas – las suculentas – he podido asumir ese espacio faltante de un jardín.

Hace un tiempo he venido adquiriendo el gusto por las suculentas. Vivo en un departamento y, quizás con ellas – las suculentas – he podido asumir ese espacio faltante de un jardín. Tenemos un balcón en donde hay suculentas de varios tipos, algunos almácigos de plantas y verduras y algunas flores. Tengo también una pequeña suculenta en mi escritorio. Ella está detrás de mí, sobre uno de los niveles de un gran estante que compré el año 2020. Pienso que la tengo detrás por un sentido de cuidado. Está junto a una fotografía de mi abuela materna sirviendo te. De algún modo creo que esa pequeña planta, puesta en un macetero azul, el cual a su vez está en un plato de greda, y la fotografía de mi abuela, son como formas e instancias de sentirme protegido en medio de mis tareas cotidianas. Varias personas, conociendo mi gusto por las suculentas, me han regalado algunas de las plantas que están en nuestro departamento. Y yo también he regalado suculentas.

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Las suculentas requieren un cuidado espacial: ni mucha agua, ni poca agua. Son muy equilibradas. Hay que saber conocer cómo van desarrollándose, y digo tal cosa porque – y quizás no es obvio decirlo – son seres vivos. Y, desde una mirada de fe, son creaturas de Dios, son hermanas menores, como dijo Francisco de Asís. Las suculentas deben ser cuidadas y, a su vez, permiten que un espacio humano, como lo es una casa, sea profundamente habitable. La habitabilidad de un espacio pasa por dar un sentido al dónde estamos. El sentido que damos se hace concreto a través de formas, de símbolos, colores, aromas y sabores. Una casa con flores, plantas y, por supuesto, con suculentas, puede ser un espacio habitable, un lugar donde se siente bien vivir-habitar.

El caso es que, hace unas clases atrás, con mis estudiantes de la Universidad conversábamos del tema de la epoché. Este es un concepto griego, muy usado en filosofía, que significa – a groso modo – tener la capacidad de poner entre paréntesis (o colocar en suspensión) los prejuicios y conocimientos previos ante la presencia de un interlocutor. Es, de alguna manera, una forma de disponerme a escuchar lo que otro quiere decirnos, enseñarnos o mostrarnos. La epoché, pienso, y pido perdón si no estoy apuntando a su sentido real, muestra la importancia de suspender, de suprimir esas actitudes egoístas que manifiestan expresiones tales como: no tengo nada más que aprender; tú no me importas; te expulso de mi horizonte de comprensión.

La epoché tiene la característica, de ser una especie de resistencia a esos modelos encorsetados y aprisionados. Teresa Guardans, en su presentación al precioso libro de Marìa Corbi sobre el silencio, entendido como cualidad humana, dice que esta práctica de silenciar mis prejuicios no pasa solo por dejar de emitir sonidos. Eso, pienso, es una reducción terrible del silencio. Me permito citar las formas en las que Guardans considera podemos ejercitar-nos el-en silencio: “… como nos ocurre en el momento en que quedamos admirados, embobados, ante el recién nacido en su fragilidad, en su perfección, en la belleza de existir recién estrenado. O ese momento en que, en una caminata, el paisaje se adentra en nosotros, y le abrimos las puertas de par en par, y quedamos ahí expectantes, sin más porqué, sin desear añadir o restar nada; solo estar, vivir, agradecer…”[1].

Y, ya en el desarrollo de sus planteamientos, Marìa Corbi, expresa lo siguiente – muy en la línea de Teresa Guardans: “… podemos usar el silenciamiento de todas nuestras interpretaciones, valoraciones, deseos, recuerdos y expectativas, para que eso que es pueda presentarse tal como es y no como nuestras necesidades le imponen que se presente”[2]. ¡Es una definición maravillosamente simple de lo que puede ser la epoché! No por el uso de lenguajes crípticos, de conceptos extraños al lenguaje cotidiano explicamos mejor nuestras disciplinas. Teología, filosofía, pedagogía, las ciencias sociales, humanas, exactas, pienso, tienen un valor en cuanto son capaces de hablarnos directamente, desde nuestras experiencias, desde nuestros modos de construir habitabilidad. Habitamos con las ciencias, como amigas, como plantas (frágiles) que dan sentido, color y esperanza a nuestros jardines.

Estábamos en la discusión de este concepto de la epoché, cuando una de las voces (no recuerdo la verdad si fue una voz sonora o escrita), surgió en la sala ZOOM: “Profesor, ¿y podemos vivir la epoché con un ser no humano?”. La pregunta me dejó el silencio y fue ahí donde recordé a mis suculentas. Les pregunté entonces a mis estudiantes: ¿qué creen ustedes? ¿podemos vivir la epoché más allá de tender puentes con seres humanos? A lo que añadí: ¿alguno de ustedes tiene suculentas o plantas en sus casas? Pienso, querido lector-lectora, que, con las plantas, con las mascotas, y con los seres humanos, es decir, con todos los que cohabitamos el mundo (nuevamente la habitabilidad) podemos tender puentes desde la epoché. Pienso que, por ejemplo, un antropocentrismo impide ver en las plantas y animales un modo de ejercitar la visión agradecida de la vida. Es necesario continuar la pista de, por ejemplo, Laudato Si’ que habla más de un biocentrismo, de una ética de la vida toda, de la consideración de que no solo este mundo es habitado por seres humanos, sino que compartimos el suelo, el gran jardín del mundo, con plantas, animales y otras formas de vida, como bien lo expresa el teólogo Theilard de Chardin. Una mirada de fe es capaz de reconocer cómo en las formas de vida se hace presente, a su modo, el Creador. Se hace necesario, por tanto, ser capaz de reimaginar las miradas, de ampliar esa visión sobre el mundo y encontrar que somos auténticamente humanos en el vínculo con la vida misma, de la cual somos parte.

Pienso que con las plantas en general y con las suculentas como un caso particular (y más bien personal), podemos ejercer la epoché. ¿De qué modos? Propongo una serie de ideas o propuestas sobre cómo poner en suspensión de nuestras precomprensiones (es decir, ejercitar o adentrarnos en la epoché), sobre cómo colocar atención en otras formas de vida, cómo ser capaces de ampliar nuestro biocentrismo y ejercitar, por ejemplo, prácticas del cuidado.

El que contempla, el que vive la existencia cotidiana con espíritu de pobre, con un corazón y una mente dispuesta a conocer nuevas formas de vivir es el que practica la epoché. Cuando miro mis suculentas me gusta observar sus colores, sus formas, ver cómo sus hojas no son iguales a las otras. Me ha pasado que de una kokedama[4] se han roto dos ramas. Cuando ello ocurrió, las tomé y les corté la base a las ramas en forma diagonal, de manera de permitir que las ramas crecieran nuevamente. Y, para mi sorpresa (¡como elemento clave de la contemplación!) la pequeña rama rota creció y dio una gran suculenta. Pienso que la epoché pasa también por este reconocimiento de que algo podemos hacer todavía, de que todavía podemos aprender un poco más. Es un verdadero golpe al alma el reconocer que nuestros sentidos físicos y ese gran sentido interno está abierto a una vida que se despliega en diferentes formas. Esto también tiene que ver con el cuidado y, de un modo particular, con el cuidado del alma. Nuestra alma va percibiendo diferentes formas de conocer, comprender e interpretar lo que acontece a nuestro alrededor. Esa capacidad de poner atención en los detalles, en los intermedios (como dice Simone Weil) es una experiencia de belleza, de amabilidad y de bondad. Y, Byung-Chul Han en otro momento de Loa a la tierra expresa lo siguiente: “desde la tierra nos llega el imperativo de cuidarla bien, es decir, de tratarla con esmero (…) lo bello nos obliga, es más, nos ordena tratarlo con cuidado. Hay que tratar cuidadosamente lo bello. Es una tarea urgente, una obligación de la humanidad, tratar con cuidado a la tierra, pues ella es hermosa, e incluso esplendorosa”[5]. Y esa contemplación, esa belleza nos salva (nos puede salvar) del egoísmo, del encierro, de un mundo inhabitable, del daño ecológico, de la maldad cotidiana.

La esperanza en la redención, la esperanza como apuesta de futuro, tiene que ver con las suculentas. Esperamos que ellas crezcan, pero debemos comprender que ellas crecen a su tiempo, no a nuestro tiempo. Ahí aparece nuevamente la epoché, en cuanto debemos poner en suspensión, entre paréntesis, debemos silenciar nuestra propia comprensión del tiempo y dejar que la pascua de la suculenta, esto es su paso de ser semilla o pequeño almácigo a ser una planta “formada” (pero siempre en formación y desarrollo) es algo que merece nuestra conciencia de lentitud. La esperanza, por tanto, me exige superar mi autosuficiencia, mi pequeña mirada, mi auto-centramiento y ser capaz-ces de mirar con detención, con amor y con esperanza el crecimiento de las suculentas, símbolos de la vida que surge de, desde y con la tierra.

Finalmente,

una palabra de agradecimiento a los estudiantes que han animado esta reflexión.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

[1] Teresa Guardans, “Presentación”, Marìa Corbi, El conocimiento silencioso: las raíces de la cualidad humana (Fragmenta Editorial, Barcelona 2016), 11-28, 21.

[2] Marìa Corbi, El conocimiento silencioso: las raíces de la cualidad humana (Fragmenta Editorial, Barcelona 2016), 53.

[3] Charles Abello Aguayo, Vendrán días mejores decía mi madre (Juan Cristián Peña – Editor, Santiago de Chile 201), 42.

[4] Es una técnica japonesa de tener plantas. La planta, en este caso la suculenta se coloca puesta en una “bola” de musgo la cual se va hidratando.

[5] Byung-Chul Han, Loa a la tierra: un viaje al jardín (Herder, Barcelona 2019), 13.

[6] Byung-Chul Han, Loa a la tierra: un viaje al jardín (Herder, Barcelona 2019), 27.

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