Monacato laico: renovar la iglesia dejando atrás una jerarquía enferma
SIN COMUNIDADES ALTERNATIVAS EN LA PERIFERIA NO HABRÁ CAMBIOS INTERNOS. LA HISTORIA LO DEMUESTRA: NINGUNA ESTRUCTURA SE REFORMA SOLO POR ARGUMENTOS. LAS REFORMAS NACEN CUANDO EXISTEN FORMAS DE VIDA CREÍBLES QUE MUESTRAN QUE OTRA IGLESIA ES POSIBLE.
En medio de la crisis de credibilidad de las instituciones y del cansancio espiritual que muchas personas creyentes experimentan, podemos inspirarnos en una propuesta antigua y, a la vez, profundamente nueva de renovación de la Iglesia: formar comunidades monásticas laicas, autónomas, enraizadas en la vida cotidiana y abiertas al mundo.
Comunidades de base
La crisis actual de la Iglesia católica no es coyuntural ni meramente moral: es estructural, teológica y espiritual. No estamos ante simples “errores” corregibles con buena voluntad, sino ante una forma histórica de Iglesia —clerical, patriarcal, autoritaria y aliada con el poder— que ha llegado a un grado de descrédito evangélico difícilmente reversible por las vías ordinarias.
En este contexto, crece entre muchas personas creyentes una convicción inquietante: no basta con criticar la jerarquía desde dentro, ni con esperar reformas que nunca llegan. Tampoco resulta satisfactoria la pura desvinculación individual, que deja intactas las estructuras y convierte la fe en experiencia privada. Entre la obediencia resignada y el abandono silencioso emerge una tercera vía, tan antigua como actual: el monacato laico, entendido no como huida espiritualista, sino como protesta evangélica no violenta.
El monacato no fue una fuga: fue una denuncia
Conviene recordar algo que la historiografía eclesiástica ha confirmado con claridad: el monacato nació como un movimiento de protesta. No fue una retirada intimista, ni una opción elitista de perfección. Fue la respuesta de cristianos lúcidos al giro constantiniano de la Iglesia.
Cuando, a partir del siglo IV, la comunidad de los seguidores y seguidoras de Jesús se identificó con el Imperio, asumió sus lógicas de poder, sacralizó la autoridad y convirtió el Evangelio en religión oficial, muchas personas comprendieron que algo esencial se había perdido. Las madres y padres del desierto no abandonaron la Iglesia, pero sí abandonaron a una jerarquía corrupta por su alianza con el poder. Su marcha al desierto fue un gesto profundamente eclesial: permanecer fieles al Evangelio sin bendecir una Iglesia convertida en aparato de dominación.
El desierto no fue un “afuera”, sino un lugar teológico de resistencia. Allí se ensayó otra forma de vivir la fe: fraterna, austera, igualitaria, centrada en la Palabra y no en el control. El monacato fue, desde el principio, una crítica viviente a la Iglesia del poder.
Santa Sinclética, madre del desierto
Santa Sinclética, madre del desierto
Una jerarquía atrapada en el clericalismo
Diecisiete siglos después, el diagnóstico resulta dolorosamente familiar. La jerarquía eclesial —como estructura— aparece atrapada en una cultura clerical que combina machismo sistémico, autoritarismo disciplinario y una persistente alianza con los poderes políticos y económicos. A ello se suma el escándalo mayor: los abusos sexuales, espirituales y de conciencia, no solo cometidos, sino encubiertos institucionalmente durante décadas.
No se trata de “casos aislados”, sino de una patología estructural. El problema no es solo moral, es teológico: se ha sustituido el Evangelio por la autopreservación del sistema. La autoridad ha dejado de ser servicio y se ha convertido en dominio sacralizado.
Ante esta situación, muchos creyentes viven una experiencia límite: permanecer “dentro” parece implicar complicidad; marcharse del todo, ruptura y pérdida. Aquí es donde el monacato laico recupera toda su fuerza profética.
El monacato laico: permanecer en la periferia sin someterse
El monacato laico no consiste en fundar una nueva institución ni en crear una espiritualidad de élite. Es una forma adulta de pertenencia crítica: quedarse en la Iglesia del Evangelio abandonando la Iglesia del poder.
Se trata de retirarse simbólicamente al desierto, no como huida del mundo, sino como protesta no violenta. Vivir la fe fuera del control clerical, sin pedir legitimación a una jerarquía desacreditada, creando espacios de oración, fraternidad, escucha de la Palabra y compromiso ético desde abajo.
El monacato laico dice con la vida lo que ya no puede decirse desde los púlpitos:
- que la autoridad que no sirve, no es evangélica;
- que la obediencia que anula la conciencia es idolátrica;
- que una Iglesia sin mujeres en igualdad real está teológicamente mutilada.
La doble estrategia: La reforma estructural y la necesidad del desierto
La propuesta del monacato laico formula una doble estrategia eclesial.
Por un lado, es imprescindible presionar a la jerarquía desde dentro para un cambio estructural real: democratización, participación, superación del absolutismo papal, desclericalización, reconocimiento efectivo de las mujeres, reforma de los ministerios. Sin esta presión interna, la institución se fosiliza definitivamente.
Pero, al mismo tiempo —y aquí está la clave— sin comunidades alternativas en la periferia no habrá cambios internos. La historia lo demuestra: ninguna estructura se reforma solo por argumentos. Las reformas nacen cuando existen formas de vida creíbles que muestran que otra Iglesia es posible.
Por eso, la marcha al desierto no es una renuncia a la reforma, sino su condición de posibilidad. Solo una Iglesia vivida fuera del control jerárquico puede ejercer una presión real sobre el centro. Sin desierto, la crítica interna se vuelve retórica; sin periferia, el centro no se mueve.
¿Cambiar estructuras o dejarlas morir?
Aquí aparece una tensión:
– Unas personas siguen apostando por cambiar las estructuras desde dentro, antes de que sea demasiado tarde.
– Otras, cada vez más numerosas, piensan que esas estructuras están teológicamente muertas y que conviene “dejarlas morir”, como dice el Evangelio, para que algo nuevo pueda surgir.
Ambas posturas no son necesariamente excluyentes. El monacato laico permite articularlas. Marchar al desierto no significa desentenderse de los millones de creyentes que siguen dentro de la institución. Significa crear futuro, no administrar ruinas.
Como intuía Rahner, la renovación no vendrá de decretos romanos, sino de comunidades vivas, capaces de anunciar a Dios sin moralismo, de hablar de Jesús sin lenguaje clerical, de vivir la fe sin privilegios.
San Antonio, arquetipo del monacato
El desierto como lugar teológico hoy
El desierto de hoy no es geográfico. Es existencial y eclesial. Es salir de la lógica del poder, del clericalismo, del miedo. Es aceptar la intemperie, la precariedad institucional, la irrelevancia social, como precio de la fidelidad evangélica.
Solo desde ahí podrá nacer una Iglesia distinta:
una Iglesia sin ansias de control,
una Iglesia que no tenga miedo a la libertad,
una Iglesia donde la autoridad sea reconocida y no impuesta.
Como en el siglo IV, quizá hoy el Espíritu vuelva a hablar desde la periferia. Quizá la verdadera reforma no empiece en Roma, sino en pequeños grupos que, sin romper la comunión, rompen la complicidad.
El monacato laico no es el final de la Iglesia. Puede ser, una vez más, su comienzo.
Es hora de crear comunidades monásticas laicas espontáneas que tejan redes desde la contemplación, la escucha, el encuentro y el compromiso solidario
En medio de la crisis de credibilidad de las instituciones y del cansancio espiritual que muchas personas creyentes experimentan, podemos inspirarnos en una propuesta antigua y, a la vez, profundamente nueva de renovación de la Iglesia: formar comunidades monásticas laicas, autónomas, enraizadas en la vida cotidiana y abiertas al mundo.
No se trata de huir de la realidad ni de refugiarse en una espiritualidad intimista. El monacato laico es una forma de resistencia evangélica serena, una manera de vivir el seguimiento de Jesús desde la contemplación, la fraternidad y el compromiso ético, sin depender de estructuras clericales ni de jerarquías desacreditadas en medio de la vida cotidiana. Es una espiritualidad para personas que trabajan, cuidan, luchan, piensan y oran en medio de la ciudad, del barrio y de la historia.
Estas comunidades nacen pequeñas, locales, diversas. Cada una con su propio ritmo, su lenguaje y su modo de organizarse. La autonomía no es un problema: es una riqueza. Pero la experiencia muestra también que, sin vínculos, el aislamiento debilita. Por eso es importante crear red, reconocerse, apoyarse y aprender unas de otras, sin uniformar ni controlar.
cristiania
En esta línea, la Asociación Cristianíaquiere ponerse humildemente al servicio de estos grupos emergentes. No para dirigirlos ni tutelarlos, sino para ofrecer espacios de encuentro, reflexión y apoyo mutuo, facilitando la comunicación entre comunidades, el intercambio de experiencias y la construcción de lazos fraternos. Una red viva, flexible, no jerárquica, donde cada comunidad conserve plenamente su identidad.
Del mismo modo,la Escuela de Monacato Laico ofrece un curso gratuito de monacato laico, pensado como una ayuda concreta para quienes desean iniciar o consolidar estas comunidades. El curso propone una base espiritual, bíblica y práctica: vida contemplativa en medio del mundo, organización comunitaria no clerical, discernimiento, compromiso social y cuidado de la interioridad. No es una formación académica, sino un acompañamiento para la vida.
Hoy más que nunca necesitamos espacios donde el Evangelio pueda respirarse sin miedo, donde la fe se viva sin poder y sin privilegios, donde la oración y la justicia caminen juntas. Las comunidades monásticas laicas no son una solución mágica, pero sí una semilla de futuro.
Quienes sienten esta llamada no están solos ni solas. Otros y otras ya caminan en la misma dirección. Es tiempo de encontrarse, de tejer red y de aprender juntos y jungtas a habitar el desierto como lugar de esperanza.
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