Reflexiones en el día de San Jerónimo Ninguna mediación cultural es absoluta

San Jerónimo
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Agustín, junto a muchos cristianos de su tiempo, consideraba en cambio que la versión griega de los Setenta era la autoridad suprema, ya no podía ser superada por ninguna que viniera después y que, por tanto, no era bueno prescindir de ella. Jerónimo rompió esta confianza de Agustín y de la Iglesia de su tiempo en la versión de los Setenta y sus traducciones al latín; su tesón lo llevó a finalizar su traducción directa desde los originales hebreos, la que hoy conocemos como la Vulgata.

La Biblia de los Setenta, fue una mediación cultural, Sin embargo, esa versión de las Escrituras, aunque fue de tanta utilidad, se topó con su propia caducidad.  Todo, menos Dios, tiene fecha de expiración.

Una cosa que hay que valorarle a Jerónimo y de la que nos tenemos que apropiar hoy si queremos dialogar con las culturas y posibilitar buena comunicación con nuestros contemporáneos y que el Evangelio llegue a sus destinatarios:  no podemos absolutizar ninguna mediación cultural.

Tenemos el peligro de confundir la Iglesia con Medusa, esa mujer de la mitología que convertía en piedra lo que veía:  la mirada de la Iglesia no puede petrificar los medios que ha usado y usa para evangelizar, por grandes y geniales que sean y hayan sido.

En los siglos anteriores a Jerónimo, el griego había llegado a ser lengua de prestigio y el latín se había dejado para la gente sin estudios. En las asambleas cristianas y en las catequesis, se leían los textos griegos de la Biblia de los Setenta o, cuando los oyentes no conocían el griego, se recurría a diversas traducciones en latín de esa misma versión griega.  A Jerónimo, estudioso latino que conocía los originales hebreos y que dominaba también el griego, le molestaba la versión griega de los Setenta y, todavía más, las traducciones al latín que de ella circulaban entre los cristianos.  Según su parecer, más que ayudar a los creyentes, tanto la una como las otras, los desorientaban. 

Dámaso, el entonces obispo de Roma, después de escuchar estas quejas de Jerónimo, le pidió que revisara las antiguas traducciones e hiciera una nueva traducción de los evangelios.  Jerónimo descubrió en esta petición el propósito de su vida y se dedicó a traducir a la lengua que hablaba su pueblo no sólo los evangelios sino toda la Biblia.

Surgió entonces una famosa discusión entre Jerónimo y Agustín, y la historia terminó dándole la razón al primero.  Resulta que Jerónimo estaba bien convencido de que había que traducir directamente de los originales hebreos y no de la versión de los Setenta, la que le parecía muy defectuosa y no fiel a las fuentes.   Agustín, junto a muchos cristianos de su tiempo, consideraba en cambio que la versión griega de los Setenta era la autoridad suprema, ya no podía ser superada por ninguna que viniera después y que, por tanto, no era bueno prescindir de ella.Jerónimo rompió esta confianza de Agustín y de la Iglesia de su tiempo en la versión de los Setenta y sus traducciones al latín; su tesón lo llevó a finalizar su traducción directa desde los originales hebreos, la que hoy conocemos como la Vulgata.  La Biblia de Jerónimo, ya superada por muchas otras, fue por mucho tiempo la oficial de la Iglesia.

La Biblia de los Setenta, fue una mediación cultural, un puente construido por los judíos de Alejandría para llevar la Palabra de Dios al mundo helénico y a muchos de sus correligionarios que habiendo nacido en la diáspora ya no tenían familiaridad con la cultura hebrea de sus ancestros.  Sin embargo, esa versión de las Escrituras, aunque fue de tanta utilidad, se topó con su propia caducidad.  Todo, menos Dios, tiene fecha de expiración.  Fue el biblista Jerónimo quien comprendió que la Biblia de los Setenta, tan amada y venerada por los cristianos de su época ya carecía de vigencia, y que, además, su traducción al latín dejaba mucho que desear y que había que hacer una nueva desde las fuentes originales hebreas.  Claro, eso no iba a ser tan fácilmente aceptado, era que la Biblia de los Setenta y las traducciones habían sido ya sacralizadas.

En este punto, nos encontramos con una cosa que hay que valorarle a Jerónimo y de la que nos tenemos que apropiar hoy si queremos dialogar con las culturas y posibilitar buena comunicación con nuestros contemporáneos y que el Evangelio llegue a sus destinatarios:  no podemos absolutizar ninguna mediación cultural, ni una determinada traducción de las Escrituras,  ni nada.  Los medios son importantes, pero llega el momento en que pierden su valor, no hay lugar para sacralizarlos y hacerlos absolutos.  Hoy resultaría ridículo buscar la telegrafía para enviar un mensaje a un amigo, WhatsApp y otros medios se reirían con toda razón de nuestro intento.  Una mediación cultural es relativa a su momento y no se puede absolutizar.    

Agustín, gran padre y teólogo como fue, no aceptó de buena gana que la Biblia de los Setenta y sus traducciones al latín hubieran llegado a ser cosa del pasado y se enfrascó en una discusión con Jerónimo; así, el obispo de Hipona arriesgaba a que la Iglesia perdiera la frescura de los textos que al final tradujo Jerónimo desde el original hebreo.

La Iglesia ha tenido siempre una tendencia a absolutizar las mediaciones que le han servido en determinado momento y a llevarlas como indispensables a otros contextos. Además de este ejemplo clásico que comentamos, hay muchísimas otras cosas que siendo sólo mediación se quieren perpetuar como esenciales y sin las cuales algunos llegan a decir que no se pueda dar genuinamente la Iglesia y por esta razón se persiste en imponerlas a toda costa allí donde se hace presente la misión.

No falta quien insiste, en los ambientes de misión, en las esquinas de ninguna parte donde nos encontramos los misioneros, en las ciudades o en los desiertos, a que llevemos estas mediaciones hechas absoluto tal y como han sido y están en las comunidades que nos enviaron a anunciar el Evangelio:  así vemos al que dice que la sotana, un traje civil que adoptaron los clérigos hace apenas unos siglos, tiene “poder sacramental” para ocasionar conversiones y alejar el maligno; que el latín es la lengua de Dios y que la misa y los ritos son lo que son si dichos en ella; que sólo lo masculino puede acceder a lo sagrado y que lo femenino es abominación para Dios; que sólo campanas de bronce pueden llamar a la oración y a la misa y que otros modos de convocar carecen de piedad y reverencia; que la misa de tambores y guitarra es puro folklore que se lleva el diablo  y que sin órgano tubular no es posible unción; que si usamos un libro electrónico en vez de los misales tipo Gutenberg estamos maltratando la misa; que sin la mismísimas  pinturas del Jesús de la misericordia y de María Auxiliadora ya falta fe genuina; que la semana santa sin la procesión de palos y la de la soledad ya es otra cosa ajena al misterio pascual; que Cristo tiene que ser representado con cabellos claros y ojos azules y que un Jesús de color oscuro nada tiene de divino; que el rosario contado con los dedos no vale y que ojalá la camándula sea de rosas para ganarse todas las indulgencias; que una parroquia sin rosario de aurora y sin la novena del niño Jesús es  sólo estación de servicio…. En este orden de cosas, y para poner un último ejemplo, no faltan los que dicen que la Suma Teológica de Santo Tomás, ya de ocho siglos atrás, es del todo insuperable y que sus enseñanzas son perennes, como si el ideal del pensamiento estuviera en el pasado y como si caminar fuera sinónimo de devolverse.

Así pues, volviendo a Jerónimo, digamos que la traducción de los Setenta y sus versiones al latín, y todo lo que hemos enumerado y muchas cosas más, son sólo mediaciones culturales y pasan; la fe que se deja mediar es la que permanece y siendo la misma está lista para la novedad de cada espacio y tiempo.  Estos absurdos, cosas que metemos en cánones, porque nos encanta canonizar; cosas que dejamos intactas, porque nos encantan los museos; cosas que tenemos por sagradas mientas olvidamos que la vida toda es sagrada… estos absurdos, obstruyen todo diálogo con las culturas, les hacen mucho ruido y las dejan sordas para que puedan escuchar la Buena Noticia.   Tenemos el peligro de confundir la Iglesia con Medusa, esa mujer de la mitología que convertía en piedra lo que veía:  la mirada de la Iglesia no puede petrificar los medios que ha usado y usa para evangelizar, por grandes y geniales que sean y hayan sido; la mirada de la Iglesia, cualesquiera sean las coordenadas en que la ponga la misión, ha de sintonizar con la inspiración de las culturas y ser capaz de encontrar el reino de Dios que se esconde en todo aquí y ahora.

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