Un par de noticias que en su día me impactaron, se instalaron en mi cabeza y hasta hoy me hacen pensar, aprender y admirar a tantas personas cabales como hay por el mundo. Jacinda e Ignacio me inspiran, son una bocanada de aire fresco y sano, como la brisa del mar.
Había sido misionero en Ruanda, y pesar de que no fueron muchos años, la experiencia le marcó profundamente. Le gustaba hablar de la misión, sus aventuras en Ruanda, la pobreza, cómo es la vida allí. Ángel seguía cautivado por el carácter del pueblo ruandés: lo receptiva y amable que es la gente, las sonrisas abiertas, el agradecimiento y el candor para con el sacerdote…
Mis primeros pasos en la parroquia los di de la mano de Ángel. Desde el primer momento me adoptó y me dio consejos muy valiosos. Era muy querido, sus parroquianos reconocían su gran corazón.
No sé si habrá una congregación más diferente a mí en cuanto al modo de pensar la fe y de concebir la vida cristiana y la Iglesia en general, pero curiosamente se empeñan en llamarme a sabiendas de que van a escuchar cosas que les van a sonar raras, rompedoras y hasta extravagantes.
La clave es que coincidimos plenamente en lo fundamental. Cada mañana nos damos una hora de silencio ante el Pan, el rostro de todas las pobrezas. Y también que nos queremos mucho (al menos yo a ellas).
Los jóvenes son mi patria, con ellos me hallo en mi lugar, todo cobra sentido, se regocijan toditas mis células… ya voy siendo más viejito, pero no pierdo un miligramo de deseo por estar con los jóvenes, tengo una querencia, “una apetencia por su compañía”, en palabras de Miguel Hernández describiendo lo que siente alguien que está enamorado sin remedio.
Ellos son cada vez más pequeños, podrían ser mis hijos winchos, y tal vez por eso me descubro cada vez más como un padre, y me preocupa que tengan oportunidades en la vida, que puedan acceder a la universidad, ser profesionales, desarrollar todas sus capacidades. Creo que se llama “vocación” y es muy antigua en mí, resiste a todos los cambios, es irrevocable.
Río y a la vez me estremezco, no hay un rostro de Jesús pobre y débil más inequívoco que esta cría. Desvalida, pero cómo se divierte, dependiente, diminuta… ¿discapacitada? Nada de eso. Con un río de tiempo por delante, con posibilidades de amar, respirar y vivir plenamente. Siento que estoy en la presencia de lo Santo: la dignidad humana del más insignificante.
Yo también estoy acá para lo mismo, para que la Iglesia sea como tiene que ser: amazónica. Y concretamente sinodal, misionera, inclusiva, en salida, abierta, laical, samaritana, ministerial, inculturada, intercultural, profética, sencilla…
La inculturación es un camino de no retorno, una quema de las naves. Para que sea auténticamente evangélico ha de recorrerse con todas las consecuencias, rompiendo los puentes a la espalda y aceptando que no se puede controlar el punto de llegada.
Supone amar inmensa y entrañablemente a estas gentes, identificarnos con estas culturas, estos ríos, estas lenguas, estas cosmovisiones, sin otra pretensión que estar juntos, luchar por los derechos, buscar el buen vivir, mirar en la dirección del mismo Dios, lo llamen como lo llamen.
“Este local es de ustedes”, he dicho a la concurrencia tras el brindis, y es muy cierto. Los misioneros todos pasamos, quienes dan continuidad son los laicos, el pueblo menudo, los netos de Islandia. A ellos les toca cuidar y mantener este recinto, y animarlo, que sea un pulmón de vida para toda la zona. Acá tienen lugar muchas reuniones (catequesis, taller de mujeres, pastoral juvenil…) y es donde se alojan los agentes de pastoral cuando hay encuentros de formación. Esta edificación es símbolo de la permanencia y solidez de la presencia eclesial.
Vuelvo a descubrir lo importante que es regresar a los lugares, y no solamente ir. Ser reconocido, agasajado y apreciado regenera, otorga sentido e insufla calma y energías. Y posibilita aprender más que cualquier otra vivencia. Esta niña linda se llama Valeria y trae un pate con frutas en el ofertorio; miro las caras de los dos en la foto y veo con nitidez mi corazón dulce.
En el recorrido te olvidas del celular (¿dónde estará?), del baño, abandonas tus rutinas y mecanismos, reutilizas los calcetines y simplemente dejas que la gente te agradezca, con su lenguaje sencillo y veraz, que estés ahí, que hayas ido a visitarlos. Eso es todo. No es mucho, no hace falta que salves el mundo; pero es una pequeña maravilla que compensa riesgos e incomodidades y hace que todo concuerde.
Como parte de la visita al puesto de misión de Santa Clotilde, me uní a una brigada del hospital en campaña en una comunidad, para aprender de primera mano cómo es la atención sanitaria en la periferia de la periferia. Me sorprendió el valor de estos profesionales, la precariedad de medios, el esfuerzo, la generosidad y la absoluta urgencia de llegar y ayudar.
Santa Clotilde es un mundo inagotable y fascinante. Una catarata de reuniones, conversaciones, encuentros, celebraciones. Para que todos se sientan parte activa del Vicariato, para vivir que caminamos juntos con una misma inspiración, y acompañados, respaldados, valorados, cuidados.
Admiro a los misioneros, su coraje, su creatividad, su determinación, su entrega. Cuentan con laicos muy capaces, con trayectoria, formación, responsabilidad y posibilidades de liderazgo. Y me quedo con el cariño, el reconocimiento, el agradecimiento que en todo momento he sentido hacia el Vicariato, al que represento. Un orgullo y un gusto.
En estos lugares tan lejanos, por donde no se pasa nunca a menos que se vaya expresamente, sin señal, incomunicados, el recorrido es una experiencia de limpieza interior; días en que se ralentiza mi ritmo a veces demasiado atropellado; ocasión (kairós) de encuentro íntimo y apacible con la naturaleza, conmigo mismo, con la gente linda y con los espíritus del río, el bosque y los animales. Con el Espíritu reparador, en definitiva. Y cómo disfruto.
Para llegar a los lugares que nos proponemos visitar, hay que entrar en el trapecio amazónico y por tanto pasar a Colombia y navegar como inmigrantes ilegales durante más de tres horas, hasta que se sale del trapecio y se regresa a Perú ya cerca de esas comunidades. Es la segunda vez en los últimos seis meses que el equipo viaja hasta este confín, después de más de treinta años sin que nadie visitase a esta gente.
La chapa (el mote) de Domi, en kichwa: pishcu=pájaro y chaqui=pie, es decir, pájaro que anda, que va saltando siempre de un sitio a otro. No puede estar más acertado, porque Domi se mueve, viaja. En sus recorridos logra visitar todas las comunidades del distrito, 35 en total, dos veces al año, sean católicas o no. En ningún otro puesto de misión alcanzan tal nivel de acompañamiento.
Es una misionera de pura raza amazónica, que está cumpliendo 40 años de entrega en el Vicariato. Toda una vida de leyenda, escrita con sonrisas, creatividad y fuerza.
José y Anderson se han ido a los “mañaneos”, los trabajos comunales típicos de nuestras culturas, las mingas. Han empuñado el machete como uno más y han aprendido a limpiar, a desmontar, a trenzar hojas… Han reído, han caminado, han bromeado y se han cansado sudando junto a sus compañeros, tomando masato para agarrar fuerzas y “haciéndose uno” con este pueblo humilde y precioso.
Las familias se han turnado para acogerlos en sus casas y brindarles sus alimentos. Entre ellos y la gente fluye la confianza, hay complicidad y cercanía. Me encantó apreciar esa manifestación tan palpable del puro afecto hacia sus misioneros. Y me sentí maravillado y orgulloso, por momentos abrumado y simplemente feliz.
Voy de un lugar a otro, muy seguido, intentando visitar casi todos los puestos de misión en estos cuatro meses entre la Semana Santa y las vacaciones. Pero vale la pena. La visita es la ocasión para estar con nuestra gente linda, y eso me da la vida; este es el cuarto año y ya nos conocemos, nos saludamos por nuestro nombre, por todas partes tengo mis vínculos sin necesidad de pasar por los misioneros, siempre hay quienes quieren conversar e incluso me invitan a su casa.
Además, este año voy predicando el Plan Pastoral todavía calentito, la necesidad de hacer el POA, y remachando los temas en que estamos centrados: la cultura del cuidado y el protocolo frente a abusos a menores, el trabajo en equipo, convocar nuevos agentes pastorales y entre ellos a las mujeres, la pastoral juvenil, la nueva Oficina de Defensa de la vida y de la cultura… Lo veo necesario.
Son hombres de chacra y canoa que caminan con sus pies descalzos. Tienen una fe sencilla en Pacha Yaya, aprendida desde niños de manera oral, arraigada en la tradición de su pueblo. Son libres. Nada se puede imponer, las jerarquías ortopédicas les importan un comino, los esquemas piramidales les extrañan. Acá la sinodalidad se vertebra, la iglesia es parihu, todos somos iguales frente a Dios y frente a la comunidad, todos valemos lo mismo, nadie está por encima de nadie.
Son chicos y chicas en situación de gran vulnerabilidad, muchos llegados del mundo rural con 17 o 18 años, para estudiar o simplemente para rastrear un futuro laboral en la urbe. En este negocio los dueños les prometen pagarles 23 soles diarios durante 15 días (345 soles, unos 90 €), en una jornada de 12 horas (de 8 de la mañana a 8 de la noche), con pausa para almorzar.
Por supuesto, no firman ningún contrato; no pueden moverse de allí, no les dan nada -ni agua siquiera- y no les permiten tener prendido el celular. Si hacemos cuentas y descontamos lo que les cuesta el desplazamiento y la comida, que deben comprar en la calle, ganan 13 soles (unos 3,5 €) al día o menos, si es que les pagan...
La Eucaristía en Gallito suaviza de algún modo la nostalgia que siento de esa amable rutina de los domingos como párroco de pueblo. No es nada extraordinario, ninguna aventura misionera increíble o portentosa, pero a mí me llena porque sencillamente me hace sentirme cura. Ellos me agradecen la visita, pero no se imaginan cuánto me ayudan.
Necesitamos desencadenar un cambio cultural para erradicar esta atrocidad de los abusos sexuales a menores, que fue desgraciadamente naturalizada y recubierta con escombros del viejo patriarcado. Lo primero es afrontarla, mirar la cruz sin miedo, con decisión. Hay que levantar la voz. Gritar que en la cruz de Jesús están clavados muchos niños, niñas, adolescentes, mujeres; maltratados, violados, denigrados.
Es urgente denunciar, ponerse de pie, alzar la mano con la vela prendida, sin dudar, sin fisuras, juntos. . Armados con la ternura, “el camino elegido por los hombres y mujeres más fuertes y valientes” (FT 94) para atrevernos a compartir ese dolor sin nombre, como Iglesia que se acerca, que escucha, que vuelve real el amor del Cordero sacrificado, del Siervo humilde.