Ardiente plegaria

El hombre, que andaba a paso melancólico unas novenas alrededor del Santuario da Virxe, se vio en los ojos de los árboles como nuestros primeros padres vieron su desnudez en la voz de Dios en el Paraíso terrenal, se sintió un destino errante en alas de la brisa, un rollo de hierba como los que los campesinos en los campos cercanos manejaban y cargaban con la precisión de cirujano; se sintió libre de su condición de hombre para verse como un peregrino sin santuario, como un caminante sin mochila con alma de mendigo, como un temblor de luz, y tuvo la sensación de estar allí desde siempre como los robles, la fuente y las piedras. Mientras el sol se hundía y agonizaba desangrándose detrás de las últimas cumbres, la tormenta, como un inmenso latido, seguía bramando con aullidos turbadores y sepultaba el mundo dentro de un remolino, que, como arroyo misterioso, lo absorbía todo. Entonces él hombre, queriendo de veras creer lo que decía creer, elevó al cielo, con infinita gratitud y grande esperanza, una ardiente plegaria como un deseo enroscado sin saber muy bien para qué ni por qué ni a quien.

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