Cambiar de acera

El cielo estaba rojizo, pardo, como la panza de burro. Se había hecho de noche, los copos caían densos, serenos, silenciosos y cubrían el mundo. Las gentes se reunieron en sus casas, entendieron el fuego del hogar, asaron chorizos y se los comieron, y alimentaron su alma y acrecieron su mundo con cuentos y sucedidos y se durmieron. Los recovecos del Cebreiro se llenaron de nieve, las aves de rapiña hambrientas bajaron a los gallineros y se llevaron las gallinas. Por la mañana, el valle había desaparecido, el cielo se había deshilachado y se había desplomado sobre la tierra. En la tarde, más allá de las nubes, apareció el sol colgado como una colada, muy blanco y el valle seguía sumido en una bruma fangosa. La gente se ponía la mano como visera para ver a A Aguioncha. Cuando se despertaron, los políticos seguían allí peleándose por defender su poltrona, esgrimiendo criterios del comité científico que ellos mismos nos habían dicho que nunca había existido y, al caminar, cambiaban de acera cada vez que, a lo lejos, veían un muerto en el que pudieran tropezar.

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