Ellos nos hacen un lugar

En esta tarde lluviosa de otoño, mientras allá lejos, los políticos levantan, para izar sus pendones, robustas estatuas como figuras de mazapán, espirales de humo, que al quebrarse desprenden los malos olores de las ruinas, o de cera que al arder chamuscan los talones de los dioses; mientras los aviones con mala letra escriben en el cielo, sordomudo y nubladísimo, las ilusiones rotas en mil agüeros, y mientras de todas partes llegan oscuros silencios, envueltos en la dialéctica del oprobio llena de vacíos y de “bruma con barcos que parecen barcos” y convierten los sueños en andrajos, los castaños pelean azuzados por el viento, los erizos sonríen y nos regalan sus perlas doradas. A medida que entramos en el miedo, y “el odio nos pisa las huellas”, la mente se nubla y las respuestas se erizan. Al atardecer, los que se fueron, que sin embargo siguen ahí, nos hacen un lugar al lado del fuego del hogar que dibuja sus bocas, musita sus nombres, y nos recuerda las campanas del campanario cuando ya no tocan. Ellos son ventanas que lo comprenden todo.

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