Mientras más tiempo pasamos en las pantallas, más importantes volvemos a las personas que aparecen en ellas. La Farándula Católica

"Ya no se trata de lo que profundamente creas, sino de qué tan lindo muestres que crees en lo que se supone que debes creer"

"Esa credibilidad automática que le concedemos a la farándula es peligrosa, ante todo porque es perezosa"

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La farándula católica es una de esas penosas realidades de nuestra religión que produce más ateos que Nietzsche o Dawkins, al menos en Latinoamérica. No se trata de que esos que la conforman sean más o menos creyentes, o practicantes, o coherentes con lo que afirman, sino que su mera existencia, el simple hecho de que la religión de los sencillos tenga una facción de celebridades a quienes se les mira, se les trata y se les concibe de un modo distinto que al resto de los bautizados, habla de lo poco que realmente creemos en la buena noticia de Jesús y lo mucho que nos atrae la repetida propuesta de Hollywood. No observamos ni apostamos por los sencillos, no ponemos en el centro a los pequeños, por el contrario, al mejor estilo del salón de la fama, entregamos adulación, credibilidad y no pocas veces dinero a esos que Pablo llamaría “súper-apóstoles” y de los que hizo bien en desmarcarse, cosa que, dado su carácter espontáneamente presumido, le debió costar muchísimo y eso tiene aún más mérito.

El fenómeno de la farándula es un hecho casi que natural de las sociedades de masas, que sin duda se ha incrementado a niveles absurdos con la cultura del espectáculo y el entretenimiento. Mientras más tiempo pasamos en las pantallas, más importantes volvemos a las personas que aparecen en ellas y eso crea una doble ilusión, una moneda de fantasía de dos caras: por un lado el ser humano que empieza a sentir que realmente es una celebridad, y por otro lado sus espectadores (básicamente son eso, espectadores) que creen tener una conexión personal con alguien con quien jamás han tenido y probablemente jamás tendrán contacto. Mucho se está pensando sobre el tema y las reflexiones son muy interesantes, que nos permiten entender por qué sucede y cómo, sin embargo lo propio del cristianismo es precisamente quitar el foco de quienes por decisión o por costumbre social lo han tenido, y ponerlo en los invisibles, los olvidados y los pequeños. Sin aquella viuda en duelo, sin aquella mujer que lloró porque amó, sin el hombre que dejó de mendigar, sin el soldado que quería a su criado, el evangelio sería casi que una colección de anécdotas sobre lo poco o nada que entendieron Pedro, Juan, Tomás o Felipe sobre lo que hacía y decía Jesús, y lo mucho que los predicadores, sacerdotes y teólogos de su época odiaron todo lo que sí entendieron que Jesús hacía y decía.

La Prisión de las Celebridades

Las dos restricciones básicas de la libertad cuando alguien es despojado de ella por la justicia civil son: “en adelante no vas a poder hacer lo que quieras”, pero también “en adelante cualquiera va a poder ver todo lo que haces”. En la cárcel hay muy pocas posibilidades de tomar decisiones cotidianas (con la esperanza de que eso lleve a tomar mejores decisiones existenciales) y casi ninguna posibilidad de hacer algo de un modo realmente personal, privado o íntimo. La vida plenamente expuesta es una pérdida de libertad. Nuestra farándula católica cada vez vive más expuesta, más exhibida, lo que con o sin consciencia los convierte en personas autorreferenciales, que hablan de sí mismos para todo, enamorados del sonido de su propia voz, aunque en ocasiones sea un sonido que tan solo repite lo que le han oído a otros. La autenticidad se convierte en apariencia, en ligeros ajustes al cumplimiento de las expectativas ajenas, pero poco se permite pensar, decir, sentir fuera de las líneas de las expectativas doctrinales, morales o rituales de los otros. Ya no se trata de lo que profundamente creas, sino de qué tan lindo muestres que crees en lo que se supone que debes creer. Por eso las conversaciones de tantos y tantos miembros de la farándula católica fuera de la escena son tan pero tan distintas de lo que pasa sobre las tarimas, frente a las cámaras o con los micrófonos.

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Pero también esa pérdida de libertad propia de la exagerada exposición, tarde o temprano les resta autenticidad personal: no pueden tener reales errores, ni fracasos, no pueden asumir tranquilamente sus dificultades personales, ¡ni siquiera las de salud emocional y mental!, no pueden alejarse de ser una imitación de las leyendas de los santos, y como la vida es lo que es, y no hay santo que se haya salvado de tener las mismas toneladas de incoherencia que cualquier mortal, entonces muchos de estos hombres y mujeres sobre los que el catolicismo pone sus luces y su atención, se ven atrapados entre ese faraón legalista del “tienes que ser testimonio”, “no basta con ser, también hay que parecer” y el mar rojo de su propia vida que, como la de cualquier hijo de dios, entre más frágil más llena de gracia. Cosa que no entiende ni aprueba la lógica de la farándula. Como en todo, no son todos, pero cuánta falta les hace a algunos la libertad, la autenticidad, la simplicidad que les hemos quitado torpemente al comportarnos como sus fans y no como sus hermanos. Sin embargo, es posible que el viento de dios abra el mar, y también es posible dejar atrás al faraón.

La Ilusión Espiritual de los Seguidores

Las instituciones religiosas son de por sí, un mecanismo de obediencia, un outsourcing de pensamiento y de convicción. No hace falta que te hagas demasiadas preguntas que ya se han hecho en Trento, no hay que discutir lo que ya quedó en el Catecismo, no importa si en Jesús hay algo más grande que Trento y que el Catecismo, tú confórmate con hacer lo que te han dicho. Esto podría ser medianamente natural cuando la gran mayoría de la población era analfabeta y los grandes eruditos de la sociedad eran del clero, pero ahora, en una iglesia tan digital, más congregada en la nube que en las capillas la cosa no da para quedarse a aceptar sin más lo que se dice. Entonces, cuando esa bendita diversidad se hace evidente, cuando la posibilidad de un cristianismo distinto se nos acerca, aparece también cierto espejismo doctrinal, cierta alucinación espiritual, que consiste en concederle automática credibilidad a nuestra farándula católica, por el simple hecho de que están en las pantallas. Así nos ahorramos la necesidad de pensar lo que creemos y cuestionar lo que tan rápidamente afirmamos.

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No se trata de reducir el mérito que tienen la enseñanza, el arte, o el acompañamiento, sea cual sea el medio por el que se haga llegar a los creyentes. La pregunta es qué se dice y desde dónde se dice eso que tanto se escucha y se ve en las redes sociales y plataformas de streaming. Y más aún, cómo tener el criterio suficiente para discernir entre las distintas cosas que se ven y se escuchan en nuestro tiempo. El adjetivo “Católico” no es de ninguna manera una garantía de credibilidad en nuestros días. Que yo sea “periodista católico” o mi amigo sea “formador católico” o mi artista favorito sea “músico católico” o mi youtuber de bolsillo sea “predicador católico” en nuestros tiempos no significa mucho. Ya decía Juan Bautista a sus paisanos que llamarse “Hijo de Abraham” no era garantía de nada, y que dios podía sacar unos cuantos de debajo de las piedras. Se repite la historia. Esa credibilidad automática que le concedemos a la farándula es peligrosa, ante todo porque es perezosa. Porque lo contrario a ella es tomarnos en serio nuestra fe, permitirnos la crisis de la duda, someter a examen lo creído y lo aprendido, y en no pocas ocasiones despedirnos de discursos oficiales que no nos acercan a Jesús, ni a la idea de dios que Jesús tenía. Como en todo, no son todos, pero cuánta falta le hace a tantos espectadores, fans y seguidores de la farándula católica escarbar su fe, y tomar prudente distancia de la enorme cantidad de información inútil, de espiritualidad insípida, y de repetición insaciable de tradiciones vencidas que no responden a la vida que tienen que enfrentar en cuanto apagan la pantalla.

La Ironía de la Fama en el Cristianismo

Podríamos perfectamente parafrasear a Jesús frente a esos otros poderosos de nuestro tiempo, que son las celebridades: “Saben que los importantes y reconocidos se dan un lugar por encima de los demás y se sienten privilegiados sobre todos, pero que no sea así entre ustedes, quien quiera ser importante que se vuelva el más invisible”. Es bastante probable que en aquella frase de Jesús: “quien quiera ser el primero entre ustedes que se haga esclavo de todos” no estaba dando una fórmula para llegar a ser el primero, sino una cura para quitarse las ganas de serlo. Entre nosotros el primer lugar tendrían que ocuparlo siempre los predilectos de Yahveh, que según la escritura son pobres, marginados, huérfanos, viudas e inmigrantes desposeídos. Ellos deberían ser el centro de nuestras reuniones, nuestro culto, nuestras comunidades, pero en no pocos casos su lugar es tan marginal en la Iglesia como lo es en la sociedad. La complacencia, el derroche de atenciones y el interés suele darse a la jerarquía, a los invitados a cantar o a predicar, a las visitas de altas dignidades eclesiásticas, mientras que tantos sencillos intentan alcanzarles porque mantienen su esperanza en que esas mismas celebridades les ayuden a recibir alguna bendición, porque tenemos una cultura y una catequesis que no pocas veces fomenta y enseña la idea de que aquellos “famosos católicos” son los importantes y los que más cerca están de dios, siendo lo típico de dios estar junto a los marginales y lo típico de Jesús pasarse la vida entre los invisibles.

Como en todo, no son todos. La importancia y la necesidad de hacer presente la buena nueva y aportar posibilidades para la espiritualidad de tantos a través de lo digital es innegable, y tiene un enorme mérito que se haga con dedicación, con auténtico interés por las personas, con la mayor calidad posible. Y en ese esfuerzo, hay también personas que intentan ser esas vasijas de barro de las que habló Pablo a sus Corintios, que saben que están allí para desaparecer y que reconocen que su tarea no es traer el foco hacia ellos, su rostro, su voz o su servicio, sino que cada persona que les escuche se sepa puesta en el centro de la atención de dios, e invitada a poner en el centro a quienes esta sociedad de importancias aparentes ha dejado a un lado. Los hay que con determinación se encargan de deshacer cualquier rasgo de farándula en la relación con las personas que los escuchan, que se atreven a vivir sin apariencias, sin presumirse responsables del destino de sus seguidores, sin hacer depender su cotidianidad de la aprobación del like o del comentario, invitando a todos a explorar sus propios talentos y a ser luz real en el mundo del flash instantáneo de las fotografías. Y claro, sin dejar que esos hermanos, a quienes dicen servir, les entreguen sus recursos tan necesarios para vivir, o tan útiles para convertirse en solidaridad para angustias reales de tantos pobres y marginados. Que nadie puede realmente servir si no se ha puesto de último, si no ha elegido abrazar todo lo que significa ese lugar al final de la fila.

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La ironía de tener una farándula en el catolicismo hace parte de esas contradicciones evidentes que difícilmente podríamos explicarle a alguien que se acerque a conocer nuestra religión con pensamiento crítico y con libertad de espíritu. Qué bueno será que el uso de las redes y las plataformas lleve consigo una profunda reflexión sobre cómo nuestra espiritualidad es un antídoto contra la lógica egocéntrica de esas herramientas digitales, contra la superficialidad de los discursos que anulan la autenticidad – empezando por la de quienes los imparten – al reducir el evangelio a lo que ya fue dicho, y contra la apatía de ser prójimos virtuales de personas que solo importan como base de datos. El evangelio es fuerza, y luz, y genialidad para llenar los medios, las redes y las plataformas de buenas noticias, y es creíble en la medida en que podemos mostrar que nuestra fraternidad no es un eslogan sino una realidad palpable en el amor que nos tenemos, en el extremo al que nos entregamos, siempre últimos, siempre invisibles.

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