No sale ileso quien cuestiona así el poder. Condenado a Muerte

“Queda terminado” pudo ser lo último que dijo, como quien sabe que no deja pendientes.

Cruz
Es la historia de un condenado a muerte, el relato de su ejecución. 

Comienza en el momento mismo en el que su corazón dejó de latir, inicia con el último de sus alientos. “Queda terminado” pudo ser lo último que dijo, como quien sabe que no deja pendientes. Que si bien no hizo todo lo que quiso, hizo absolutamente todo aquello de lo que era capaz. Quién pudiera irse así.

Le torturaron. A su asesinato llegó ya medio muerto. Unas horas atrás había quedado en manos de un par de grupos de soldados que descargaron sobre él toda la crueldad a la que estaban acostumbrados. Primero los guardias del templo que había desafiado. Luego los militares del imperio que había despreciado. Ni aquel templo ni aquel imperio podían cumplir lo que prometían y él lo sabía, y lo dijo, y lo demostró. No sale ileso quien cuestiona así el poder.

La pena de muerte fue decisión del imperio. Más exactamente, de uno de sus incompetentes representantes. Uno que podía ser gobierno, ser ley, y ser justicia sin tener que dar explicaciones. Uno que día a día sentía el repudio y el odio de las gentes de esos territorios ocupados. Un usurpador. Muy poca importancia tuvo que tener aquel acusado de rebelde y subversivo. Para el poder se trata de pisar un fósforo para apagarlo.

La ejecución, de un nivel de crueldad y sevicia que difícilmente alcanzamos a imaginar. Colgar a un ser humano en un madero tras torturarlo y herirlo, de modo que todo el peso de su cuerpo le asfixie mientras la tensión de los músculos causa un dolor insoportable al tiempo que el condenado se desangra. Si la muerte tardaba se le rompían las rodillas para acelerar el final. Pero el hombre de aquella historia murió en poco tiempo. A los que dan la vida no hay mucho que arrancarles al final.

A ese desenlace, sin embargo, no lo llevó una actitud subversiva, como la habían tenido tantos caudillos en su tiempo. Su principal desafío no fue contra el imperio, sino contra su propio pueblo, su patria, contra su identidad y lo más importante que la definía: su religión. Rebelde fue, claro, pero no al estilo de los insurgentes, sino al de los antiguos profetas que gritaban lo lejos que estaban los pasos de sus líderes de los caminos de su dios. Tuvo una voz tan peligrosa que vieron necesario callarle.

Le silenciaron los profesionales de la religión. Los que se ponen por encima de los demás en los rituales, en la moral, en la enseñanza sobre dios. Los fundamentalistas de su propia manera de ver la fe. Los pocos que resultan privilegiados de las creencias de todos. Los fanáticos de su miopía y los adictos a usar vengativamente su dedo índice. Los que se retuercen cuando alguien dice que todo puede ser de otra manera. Porque a todos estos les gritó su hipocresía, y les desenmascaró su incapacidad para mostrar a cualquier dios en el que fuera posible creer.

Su juicio fue una patraña, pero nadie estuvo ahí con la fuerza suficiente para defenderle. Allí frente a los ancianos de la casta de los poderosos dijo que había hablado abiertamente delante de todos - lo suyo no eran los secretos - y que podían preguntarles a ellos. Mientras tanto a sus amigos les preguntaban a lo lejos, y ellos decían “no lo conozco”. La soledad fue su primera condena. Sus enemigos le acusaron, sus amigos le abandonaron.

Había tejido un grupo interesante de personas. Varias mujeres hacían parte de su escuela y eso era impensable, y los hombres que se le juntaron no eran los que se supone que un maestro quiere tener a su lado. Gentes de mala reputación, de dudoso pasado, de oficios insignificantes. Una comunidad de seres humanos raros, simples, que parecían dispuestos a todo, pero ante aquella atrocidad del momento en que lo capturan, lo juzgan, lo torturan, lo ejecutan, resultaron capaces de nada. Beber a diario la valentía y, sin embargo, convertirse en miedo en el momento de la verdad.

La última comida tenía que haber sido una fiesta. Era uno de los días más importantes del año, la razón por la que habían viajado desde tan lejos, el momento que se espera como se espera que acabe el invierno. Conversar, dar gracias, tomar vino, reír, comer, celebrar la vida y, sobre todo, la libertad. Y hacerlo con los amigos, con los hermanos, con las mujeres que ocupaban ese lugar impensable para sus rivales. Mirar la luna llena y gritarle a dios con el pecho preñado de alegría que todo lo ha hecho bien. Pero el ánimo de la fiesta cambió, y el pecho se preñó de temor, del peor de los temores. Nadie quiere morir en la mitad de una fiesta.

Era un hombre peligroso. Su fuerza estaba en sus ojos, no en sus puños. Juntó gente para hacerla sentir valiosa, no para incitarla al odio. No le seguían porque lograra callar a sus adversarios, sino porque podía oír el canto de los olvidados. Tenía poder, sí, uno suficiente para extinguir el dolor, no para causarlo. Y tenía palabras. Buenas palabras. Potentes palabras. Su voz era capaz de inaugurar el cielo en el corazón de quien le escuchaba, de quien le creía, de quien confiaba en él. Pero la bondad y la paz son peligrosas en un mundo que elige ser infierno.

Sufrió. Gritó. Murió. Sintió hondo el fracaso en las entrañas. El rechazo. La violencia. Fue víctima. Le desecharon como a un indeseable y alcanzó a darse cuenta. Hubo silencio y huida. El poder del odio agotó la primavera y mostró que no se le puede desafiar. Pero era la pascua, la fiesta de los fugitivos de toda injusticia, la memoria de los que vencen la opresión con su atravesar el desierto y la oscuridad. Y él, el hombre condenado a muerte, atravesó la oscuridad e hizo estallar la vida desde sus manos para que todo aquel que ame sepa que jamás perderá. Para que sepamos que dios hace la historia con los olvidados y las víctimas. Para inaugurarnos un cielo que es él, el ejecutado vencedor.

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