Adviento: aprender a amar a Dios con un corazón adulto

Un amor adulto es aquel que permanece incluso cuando cuesta, cuando no hay recompensas inmediatas, cuando ser fiel implica sacrificio. Es el amor que se apoya en la fe, se sostiene en la esperanza y se expresa en la caridad concreta.

adviento
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El Adviento vuelve cada año como un tiempo aparentemente repetitivo: velas que se encienden, cantos que regresan, lecturas conocidas, gestos que hemos visto desde la infancia. Y, sin embargo, cada Adviento trae una pregunta nueva, porque nosotros no somos los mismos. El mundo tampoco lo es. Seguimos contemplando heridas abiertas, guerras, injusticias, soledades y cansancios personales que no se disuelven con facilidad. Por eso, celebrar el Adviento no puede ser solo un ejercicio de nostalgia religiosa, sino una escuela interior donde se nos educa en una fe más madura, más real y más adulta.

En el centro de este tiempo litúrgico aparece la figura de Juan el Bautista, un creyente fuerte, convencido, apasionado, que sin embargo experimenta la duda. No duda porque haya perdido la fe, sino porque Dios no actúa como él esperaba. Juan imaginaba un Mesías que entraría en la historia con fuerza, que impondría justicia de manera visible, que pondría orden de una vez por todas. Pero Jesús no responde así. Su manera de salvar es desconcertante: se acerca a los pobres, toca a los enfermos, acompaña a los pecadores y no elimina mágicamente el sufrimiento. Dios no irrumpe como juez implacable, sino como presencia que sana desde dentro.

Aquí comienza una de las grandes lecciones del Adviento: Dios no responde a nuestras expectativas infantiles, sino que nos invita a crecer. Muchas veces quisiéramos un Dios que nos quite los problemas, que nos devuelva rápidamente la paz interior, que nos regale consuelos sensibles y respuestas claras. Pero el Dios cristiano elige otro camino. Se hace pequeño, vulnerable, cercano, y nos acompaña incluso cuando no sentimos su presencia. En el pesebre no hay poder exterior, hay amor silencioso. Y ese silencio, lejos de ser ausencia, es pedagogía.

En el amor de Dios no todo son luces. También hay sombras, sequedades, cansancios y pruebas. No porque Dios se aleje, sino porque quiere purificar nuestro amor. Al principio, como ocurre en toda relación, el amor se apoya mucho en el entusiasmo, en la emoción, en la satisfacción que produce. Pero si ese amor no madura, se vuelve frágil. Por eso, a veces Dios permite que desaparezcan las consolaciones, que rezar cueste más, que ser fiel resulte más exigente. No es castigo, es crecimiento. Dios no quiere creyentes dependientes de las sensaciones, sino hombres y mujeres capaces de amar incluso cuando no sienten.

Aquí el Adviento se vuelve profundamente actual: nos prepara para reconocer a Dios cuando no se impone, cuando no resuelve de inmediato, cuando no cumple nuestros esquemas. Celebrar este tiempo es aprender a confiar más que a controlar, a esperar más que a exigir. La esperanza cristiana no es ingenua ni pasiva; es una confianza activa en que Dios trabaja incluso cuando nosotros no vemos resultados. Por eso la esperanza se ejercita sobre todo en la dificultad, cuando seguimos adelante sin garantías visibles.

La imagen del niño que aprende a caminar ilumina muy bien esta pedagogía divina. Al comienzo, el niño avanza tomado de la mano de su madre o de su padre. Todo es seguridad. Pero llega un momento en que esa mano se suelta. El niño cae, llora, se levanta y vuelve a intentarlo. No porque los padres lo abandonen, sino porque quieren que crezca. Así actúa Dios con nosotros. Nos acompaña siempre, pero no nos lleva en brazos toda la vida. Permite caídas, tropiezos, esfuerzos repetidos, porque desea un amor libre, firme y adulto.

niño
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“Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, caminan y no se cansan” (Is 40,31).

Un amor adulto es aquel que permanece incluso cuando cuesta, cuando no hay recompensas inmediatas, cuando ser fiel implica sacrificio. Es el amor que se apoya en la fe, se sostiene en la esperanza y se expresa en la caridad concreta. No es espectacular, pero es sólido. No hace ruido, pero transforma. Así actúa Dios en la historia y así nos invita a actuar a nosotros.

El Adviento nos recuerda también que Dios no transforma el mundo desde fuera, sino desde dentro. No elimina el mal con violencia, sino que lo desarma con misericordia. No responde al odio con más odio, sino con una fidelidad que atraviesa la cruz. Por eso la fuerza del cristiano no está en imponer, sino en servir; no en vencer al otro, sino en amar incluso cuando no es correspondido. Esa es la lógica del Reino que ya está creciendo, aunque no siempre como quisiéramos.

Celebrar el Adviento, entonces, sirve para afinar la mirada. Para aprender a reconocer a Dios en los signos pequeños, discretos, humildes, en los gestos de amor cotidiano, en la perseverancia silenciosa, en la fidelidad que no se rinde. Sirve para comprender que la verdadera madurez espiritual no consiste en no caer, sino en levantarse una y otra vez confiando en Dios. Y, sobre todo, sirve para recordar que Dios no abandona su obra. Nos educa, nos purifica y nos fortalece, porque nos ama demasiado como para dejarnos niños toda la vida.

Ese es el Dios que esperamos en Adviento. No un Dios cómodo, sino un Dios que nos hace crecer. No un Dios que lo hace todo por nosotros, sino un Dios que camina con nosotros hasta que aprendemos a caminar con Él.

En este camino no hablamos de teorías abstractas. Conocemos rostros concretos. Personas que sufren en silencio, que están enfermas, que viven lejos de su familia, que cargan una soledad pesada y real. Personas que, a veces, llegan con lágrimas, sin grandes discursos, sin respuestas elaboradas, solo con un corazón herido que gime. Y, sin embargo, al mirarlas con el paso del tiempo, uno descubre algo sorprendente: no se han endurecido, no se han cerrado, no han perdido la fe, sino que, misteriosamente, se han ido fortaleciendo por dentro.

Algunas de ellas no tienen una fe intelectual ni un gran bagaje teológico. Es lo que tradicionalmente se ha llamado la fe del carbonero, sencilla, desnuda, apoyada únicamente en Dios. Y, sin embargo, esas personas se convierten en un verdadero Evangelio vivo. Sin darse cuenta, son testimonio de cómo Dios actúa, no quitando la cruz, sino dando la fuerza para llevarla. En su manera humilde de resistir, de seguir confiando, de no perder la esperanza, se revela una fe madura, purificada por el sufrimiento.

Ahí comprendemos que Dios no mide la fe por los conocimientos, sino por la confianza. Como dice san Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10). La fuerza de Dios se manifiesta precisamente en la fragilidad humana que no se rinde. Y esas personas, sin grandes palabras, nos enseñan que el amor de Dios crece en las dificultades, que la esperanza se hace más firme cuando todo parece oscuro.

El Adviento nos educa para reconocer este modo discreto de actuar de Dios. Nos enseña que la verdadera madurez cristiana no consiste en no sufrir, sino en dejar que Dios nos transforme en medio del sufrimiento. Como afirma el profeta Isaías: “Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, caminan y no se cansan” (Is 40,31). Esa renovación no siempre se nota por fuera, pero se hace evidente en una paz profunda, en una fidelidad perseverante, en una confianza que no se quiebra.

Aquí el Adviento es profundamente actual. Esperamos aprender a reconocer a Cristo que viene ahora, que actúa discretamente, que se hace presente en los pobres, en la Iglesia, en los sacramentos, en la Palabra, en la vida cotidiana. En este sentido, tu intuición es muy acertada: Adviento es aprender a reconocer.

Esta es la espera más fuerte y más propia del Adviento. La Iglesia vive en tensión hacia el futuro: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20). No es una espera pasiva, sino vigilante y esperanzada.

Dios que sigue naciendo hoy en vidas heridas, en personas sencillas, en creyentes que, aun llorando, siguen adelante. Allí, en esa fe humilde y resistente, Dios nos muestra que no abandona a nadie y que su amor, aunque silencioso, nunca deja de sostenernos.

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