La dignidad que no entiende de mapas
No es casual que a Jesús se le despreciara por su origen. “¿No es este el hijo del carpintero?”, se preguntaban. Venía de Nazaret, un lugar sin prestigio. El desprecio por lo pequeño no es nuevo. Ya entonces se dudaba de que algo valioso pudiera surgir de un sitio así. Y, sin embargo, desde allí se pronunció un mensaje que sigue interpelando siglos después.
Durante demasiado tiempo se ha repetido una idea tan simple como dañina: para prosperar hay que marcharse. Abandonar el pueblo, dejar atrás lo pequeño, romper con lo heredado. Quedarse era sinónimo de fracaso; irse, de éxito. El progreso se dibujó con avenidas anchas y promesas de futuro, mientras el mundo rural quedaba relegado a un segundo plano, asociado al atraso, a la falta de ambición, a una supuesta inferioridad cultural.
Ese relato no fue inocente. Se construyó desde el lenguaje, desde los discursos públicos, desde una mirada urbana que terminó imponiéndose como modelo único de validez. Las palabras importan, y durante años se usaron para clasificar personas. “Pueblerino” dejó de ser un dato biográfico para convertirse en una descalificación. No señalaba de dónde venías, sino cuánto —según otros— valías.
Aún hoy persiste ese eco. Basta escuchar el tono con el que a veces se pronuncia la palabra para entender que no hay neutralidad. No se describe un origen, se establece una jerarquía. Quien se quedó parece haber renunciado a algo; quien se fue, haber ganado legitimidad. Como si la dignidad dependiera de los kilómetros recorridos o del tamaño de la ciudad de residencia.
Yo crecí en un pueblo. Hasta los once años mi mundo fue un lugar donde las casas estaban abiertas y los nombres importaban más que los cargos. Un sitio donde los vecinos entraban sin llamar, donde la ayuda no se anunciaba porque se daba por hecha. Allí aprendí que la vida no se vive en compartimentos estancos, sino en comunidad. No era un ideal romántico: era la normalidad.
Allí conocí a mi bisabuelo. Un hombre de pueblo. Y lo digo sin matices. Un hombre sencillo, pero no simple; humilde, pero no ignorante. No había pasado por una universidad, pero había pasado por la vida. Tenía una nobleza sin aspavientos y una sabiduría nacida del trabajo, del sufrimiento asumido sin resentimiento, del tiempo vivido con otros. No necesitaba imponerse ni demostrar nada. Su autoridad no era académica, era moral.
Hoy confundimos con demasiada facilidad conocimiento y superioridad. Acumulamos títulos y perdemos escucha. Hay quien llega desde la ciudad convencido de que trae la modernidad bajo el brazo, sin advertir que también arrastra prejuicios. Se habla de “quitar costumbres de pueblo” como si fueran defectos que corregir, restos incómodos del pasado. Como si la cercanía, la hospitalidad, la palabra dada o el cuidado mutuo fueran obstáculos para el progreso.
Pero quizá el problema no esté en el pueblo, sino en una sociedad que ha ido despreciando lo esencial. Porque en muchos entornos rurales se conservan valores que el mundo urbano ha ido diluyendo en su carrera por la eficiencia y la competencia: el tiempo compartido, la memoria, el respeto a los mayores, el sentido de pertenencia. No todo lo pequeño es irrelevante; no todo lo grande es mejor.
Conviene decirlo con claridad: el mundo rural no es un paraíso. No es la Arcadia feliz que a veces se idealiza desde la nostalgia. Hay carencias, conflictos, silencios y soledades. Pero tampoco es ese escenario gris, inmóvil y condenado al fracaso que durante años se ha dibujado desde ciertos relatos. Entre la idealización ingenua y el desprecio arrogante existe un punto de equilibrio, y ahí es donde debería situarse una mirada honesta.
El Evangelio ofrece aquí una clave incómoda para nuestra lógica dominante. Jesús no comenzó su mensaje en los centros de poder ni buscó el aval de las élites. Eligió aldeas, caminos secundarios, gente sin prestigio. Pescadores, campesinos, mujeres invisibles. No se rodeó de los sabios según el mundo, sino de los sencillos. “Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños”, dice el texto. No es una exaltación de la ignorancia, sino una crítica a la soberbia.
Existe una sabiduría que no conceden los libros ni las universidades. Una sabiduría que nace de la experiencia compartida, del sufrimiento acompañado, de la vida vivida con otros. Esa sabiduría no se presume, se reconoce. Estaba en mi bisabuelo y en tantos hombres y mujeres de pueblo que jamás escribieron tratados, pero sostuvieron comunidades enteras con su ejemplo.
Yo crecí en un pueblo. Hasta los once años mi mundo fue un lugar donde las casas estaban abiertas y los nombres importaban más que los cargos.
No es casual que a Jesús se le despreciara por su origen. “¿No es este el hijo del carpintero?”, se preguntaban. Venía de Nazaret, un lugar sin prestigio. El desprecio por lo pequeño no es nuevo. Ya entonces se dudaba de que algo valioso pudiera surgir de un sitio así. Y, sin embargo, desde allí se pronunció un mensaje que sigue interpelando siglos después.
Tal vez por eso resulta tan revelador el modo en que seguimos hablando del mundo rural. Porque en el fondo no hablamos solo de territorios, sino de personas. Cuando se desprecia al pueblo, se desprecia a quienes lo habitan. Cuando se ridiculiza lo pueblerino, se intenta borrar una forma de estar en el mundo que no encaja con la lógica del rendimiento permanente.
Hemos construido una idea de éxito que pasa casi siempre por la huida. Marcharse se presenta como única salida. Quedarse, como falta de ambición. Pero no se puede construir un futuro sólido renegando de las raíces. Una sociedad que desprecia su origen acaba empobreciéndose moralmente, aunque crezca en cifras.
Ser de pueblo no es un insulto. Es una pertenencia. Es haber aprendido que nadie se salva solo, que la vida necesita vínculos, que la dignidad no depende del tamaño del lugar donde uno vive, sino de cómo mira y trata a los demás. Quizá por eso duele tanto cuando se utiliza “pueblerino” como arma: porque intenta despojar de valor algo que, en realidad, es una riqueza.
Y quizá haya llegado el momento de decirlo sin complejos: no todo lo valioso nace en la ciudad, ni todo lo moderno es necesariamente humano. Tal vez el verdadero progreso consista en recuperar la mirada limpia, la palabra justa y el respeto por lo sencillo. Porque cuando una sociedad pierde el respeto por sus pueblos, empieza a perder también el respeto por sí misma.
Y conviene decirlo con claridad, aunque incomode: no hay nada más pobre que quien necesita despreciar a otros para creerse superior. Quien mira por encima del hombro a la gente de pueblo no exhibe progreso ni cultura, sino vacío. Vacío de memoria, de humildad y de verdad. Ninguna ciudad eleva moralmente a nadie, ningún título concede dignidad. El Evangelio lo advierte sin rodeos: “el que se ensalza será humillado”. Porque la verdadera pequeñez no está en el origen, sino en la soberbia. Y esa pobreza —la del corazón— no se corrige cambiando de lugar, sino aprendiendo a mirar al otro como igual.