Muchos escriben este día bellas reflexiones sobre el nacimiento de Jesús y de su actualidad en este tiempo de la sociedad y de la Iglesia. Yo voy a hacer algo más sencillo: Leer el texto del evangelio. Buen día de Navidad a todos
a. Nacimiento histórico. El nacimiento de Jesús es un hecho histórico, pero el evangelio lo introduce en un fuerte contexto simbólico, interpretándolo como acontecimiento salvador, relacionado con relatos y mitos que suelen contarse al hablar del origen de los héroes divinos: – Históricamente, Jesús nació de una madre conocida, en un lugar y tiempo para iniciar una vida concreta de predicación y entrega social que acabó sobre una cruz. – Su nacimiento se narra pronto como símbolo del amor providente de Dios que visita a los hombres, asumiendo su pobreza y ofreciendo, en medio de ellos, un fuerte testimonio de esperanza salvadora.
– En un momento dado, ese nacimiento puede expresarse en categorías míticas: como expresión de la presencia eterna de Dios, con formas y signos que provienen del contexto religioso pagano del ambiente. Los hombres han sabido captar desde antiguo, de diversas formas (cf. Hebr 1, 1-2), la presencia de Dios, el carácter paradójico de la vida, el valor sagrado de los acontecimientos. Por eso han narrado el origen de la vida con palabras de simbolización evocadora y creadora, como las que hallamos en el fondo de Lc 2, 1-72. Ellas sitúan a Jesús en el centro de la esperanza humana. Lucas no tiene que explicar ni razonar; simplemente cuenta, situando el nacimiento de Jesús en el contexto de historia y esperanza de la humanidad. Sabe que Jesús es el Mesías de Israel y así lo debe destacar, pero sabe al mismo tiempo que es también el deseado de los siglos y así narra:
– En tiempo del César Augusto... Parece que ya existe un rey perfecto, para todos los humanos, emperador de Dios sobre la tierra. Pues bien, en ese mismo tiempo, nace escondido el verdadero niño, rey excelso de la humanidad, mostrando que el otro (el César Augusto) carece del poder definitivo.
– En tiempo del censo. El emperador ejerce su poder organizando un recuento de súbditos que le permita conocer a los hombres de su imperio, para exigirles tributo y tenerlos sometidos. En ese contexto, como miembro de un grupo oprimido, en camino de exilio llega el niño. – En el lugar de los pastores. No le reciben en el pueblo, no le acogen en las casas de los ciudadanos de la tierra. Por eso llega al mundo a cielo abierto y le reclinan sobre un pesebre de animales, de manera que así puede aparecer como señor y salvador de todos los vivientes. b. El símbolo del nacimiento. Muchos mitos cuentan de forma convergente el nacimiento de sus héroes nacionales o sacrales, tanto en Grecia como en el resto del oriente mediterráneo. Jesús se inscribe en ese grupo de seres peculiares que rompen los esquemas de surgimiento normal de nuestra historia.
En la evocación de su nacimiento hallamos rasgos de tipo histórico/político (reinado de Augusto, censo) y otros de carácter cósmico/sacral (pesebre de pastores). Hay también una experiencia de pobreza intensa, de fuerte paradoja: nace el rey prometido de la gloria y el poder supremo (cf 1, 32-33) y no tiene en este mundo nadie que le acoja (excepto María y su marido). Pero, al mismo tiempo, la escena nos sitúa en el lugar de la esperanza regia israelita: ¡ha nacido en Belén! en virtud de una especial providencia.
Es como si ellos (María y José) no lo hubieran previsto: han dejado en manos de Dios el transcurso de las cosas. Pues bien, Dios ha respondido por medio del César de Roma: su gesto de poder (imposición del censo) ha permitido que Jesús venga a surgir en la ciudad de David que se llama Belén, en contexto de vida pastoril (pesebre, campo), allí donde David tuvo su comienzo, conforme a la historia israelita que le ha recordado precisamente como pastor (cf 1 Sam 16, 1-13). En esta escena María aparece de manera receptiva.
Ella es madre y como tal protagonista de un relato que condensa el misterio y la esperanza suprema de la historia: una mujer que da a luz a su hijo primogénito (2, 7). Ese gesto la vincula a las madres de la tierra, que saben la importancia de tener un hijo:¡la virgen (mujer joven) concebirá y dará a luz...!. Así había dicho Is 7, 14, recogiendo un motivo universal de Grecia y Roma, de India y China. Nuestro texto sabe que esa profecía se ha cumplido. La expresión y mediación personal (femenina) de su esperanza es María: da a luz a su Hijo y lo reclina en un pesebre (2, 7). Pudiéramos decir de alguna forma que todo se ha cumplido. Los caminos del mundo reciben un sentido (tienden a Belén); los anhelos de la historia reciben contenido. Lo que parecía una ilusión, puro sueño, ha venido a realizarse. La esperanza no ha sido vacía; el deseo más hondo de los hombres no es mentira. María ha dado a luz a un niño que es Hijo de Dios sobre la tierra. Sólo por esta evocación, María podría presentarse como signo supremo de esperanza para el mundo. Su figura se sitúa en el trasfondo del mito universal del nacimiento del hijo divino.
El tiempo del censo Los evangelios presentan a Jesús como un judío de Galilea, nacido en los años de Augusto y de Herodes. Posiblemente, Jesús no conocía al detalle la historia de Julio Cesar, divinizado por Roma, ni los principios del “evangelio de Augusto”, a quien muchos miraban como presencia de Dios en la tierra. Pero la memoria de los césares (Augusto gobernó del 27 a C. al 14 d. C. y Tiberio del 14 al 37 d. C.) debió llenar el 3 imaginario social de su infancia, pues del César de Roma dependían los reyes que gobernaban sobre Palestina (Herodes el Grande: del 37 al 4 a. C.) o sobre Galilea (Herodes Antipas: del 4 a. C. al 39 de. C.) y los procuradores o gobernadores de Judea‒Samaría (sobre todo, Valerio Graco y Poncio Pilatos, que gobernaron del 15 al 26 y del 26 al 36 d. C.).
Jesús fue un súbdito de Roma y, como todo judío inteligente de su tiempo, conocía bien las pretensiones políticas y religiosas del César. La tradición sabe que nació en tiempos del César Augusto, cuando reinaba en Palestina Herodes el Grande, es decir, unos años antes de lo que supone la datación oficial, calculada bastante más tarde, de un modo equivocado. Debió nacer el 6 a. C., es decir, en los últimos años de Herodes, en un tiempo que para los judíos de Galilea empezaba a estar marcado por fuertes contrastes, especialmente, por el paso de una agricultura autónoma de subsistencia a una economía comercial centralizada.
a. Probablemente nació en Nazaret. Pero, simbólicamente, es como si hubiera nacido en Belén, pues su familia parece haber sido portadora de las promesas de la dinastía de David, oriunda de Belén, ciudad del primer rey judío (como dice expresamente Mt 2, 1-8; cf. Lc 2, 4). Todo nos permite suponer que en el nacimiento de Jesús se oponían y se vinculaban, al menos implícitamente, dos visiones de la sociedad y la vida. – Jesús nació vinculado a la realeza de David, propia del orden nacional judío, que le ofreció su simbolismo y su tarea religiosa más profunda (como ha destacado Mt 2). – Jesús nació en un mundo que estaba dominado por la dinastía imperial de Augusto, que estaba realizando (o que realizaría) un “censo” universal, que debe datarse algunos años más tarde, como indicaremos (cf. Lc 2, 1-4).
Marcos supone que Jesús era natural de Nazaret de Galilea (cf. Mc 1, 9), hijo de María, y que tenía otros hermanos nazarenos (cuyos nombres cita en parte: Mc 6, 3), pero no ha sentido la necesidad de concretar mejor su origen, como harán Lucas 1-2 y Mt 1-2. De todas formas, ni Mt ni Lc han escrito una “crónica” de los hechos referentes al nacimiento de Jesús (Mesías, Hijo de Dios), sino un “evangelio”: una representación de lo que ese nacimiento significa para los creyentes.
Por eso, sus relatos han de interpretarse como “profecía historiada”: trasmiten y elaboran una tradición de fe: Jesús, hijo de María y José, está vinculado a Nazaret de Galilea, pero su figura ha de entenderse partiendo de David, que fue natural de Belén. Por eso, aceptando una tradición anterior, de tipo judeocristiano, que había puesto ya de relieve su concepción virginal, afirman que nació en Belén, por obra del Espíritu Santo, que actuó a través de María. No quieren mentir ni engañar, en el sentido moderno de la palabra, sino poner de relieve algo que para ellos resulta esencial: la continuidad entre David y Jesús, conforme a una manera de entender las Escrituras (cf. Mt 2, 1-6 y Lc 2, 4)[3].
Ni uno ni otro inventan ese “dato” (Belén, nacimiento por el Espíritu), ni lo toman uno del otro, sino que ambos lo recogen de una tradición anterior, que ha debido surgir en un ambiente judeo-cristiano, que ha querido destacar las conexiones de Jesús con la historia de las promesas judías, relacionadas con la casa de David. No es imposible que en el fondo de ese dato teológico (nació en Belén) se exprese una interpretación que fue propagada por parientes de Jesús, que se sintieron vinculados a las tradiciones de David.
Incluso se podría afirmar que los antepasados de Jesús habían emigrado de Belén a Nazaret, en el tiempo de la conquista y rejudaización de Galilea (tras el 104-103 a. C.), llevando las tradiciones del origen davídico de su familia. Pero eso es sólo una hipótesis. No parece que tengamos datos más precisos sobre el tema, aunque el hecho de que tanto Mt 1, 1- 15 como Lc 3, 24-38 hayan transmitido una genealogía davídica (¡y virginal!) de Jesús parece evocar la pretensión del origen betlemita de su familia. – Mateo afirma que “Jesús nació en Belén de Judea, en los días del rey Herodes”. Y sigue diciendo que “unos magos vinieron del oriente a Jerusalén… preguntando dónde debía nacer el rey de los judíos”.
Lógicamente, los sacerdotes de Jerusalén responden que en Belén, según la profecía de Miqueas (cf. Mt 2, 1-6). Mateo afirma así, en sentido simbólico, que Jesús nació en Belén, como rey verdadero, de la línea de David, en oposición Herodes, rey ilegítimo. Nace de la familia de David… pero superando el nivel genealógico, representado por José, el esposo de María. – Lucas afirma también que Jesús nació en Belén, pero fuera de la ciudad, pues no quisieron recibirle en ella. Nació en el tiempo de Augusto, como ciudadano de un imperio donde el César quiso contar sus habitantes: “Aconteció en aquellos días que salió un edicto de parte de César Augusto, para realizar un censo de todo el mundo habitado. Este primer censo se realizó mientras Quirino era gobernador de Siria” (Lc 2, 1).
De esa manera ha entrelazado Lucas su historia a la historia de Roma. Jesús no nace enfrentándose al anciano Herodes, ansioso de poder, desconfiado y asesino de sus opositores (como ha destacado Mateo, desde una perspectiva más judía), sino dentro de un imperio mundial, que controla a sus súbditos y “cuenta” incluso a los que nacen en Belén, ciudad de las promesas de Israel, aunque no sean recibidos en ella. Jesús nace en el campo, como descendiente de un David-Pastor, entre pastores que escuchan el mensaje de Dios, en un mundo dominado por el César.
El enigma del censo de Quirino.
Desde este fondo, el tema de la famosa “inexactitud” del censo de Quirino que Lucas presenta como “ocasión” del nacimiento de Jesús en Belén resulta secundario. “Aconteció en aquellos días que salió un edicto de 5 Como estamos suponiendo, las “historias” del nacimiento de Jesús no son relatos de crónica neutral, sino “evangelios”: quieren expresar la providencia de Dios, que actúa y se revela a través del surgimiento mesiánico de su Hijo. Para Marcos, igual que para Pablo, el lugar y el modo externo del nacimiento de Jesús carecía de importancia. De todas formas, Pablo sabe que ha nacido de mujer (Gal 4, 4) y de la estirpe de David (Rom 1, 1-3), lo cual parece vincularle teológicamente con Belén. De todas formas, Marcos, que también vincula a Jesús con David (Mc 2, 25; 10, 47-48; 11, 10; el dato de Mc 12, 35-37 es ambiguo), sólo recoge la tradición de la “procedencia nazarena” de Jesús, pues en Nazaret se encuentran su madre y sus hermanos (relacionar Mc 6, 1-6 con 1, 24; 10, 47; 14, 67). La afirmación de que era “nazareno” (de Nazaret de Galilea) forma uno de los datos más firmes de la tradición evangélica, que las “afirmaciones más teológicas” de Mt 1-2 y Lc 1-2 no han logrado borrar. En esa línea, da la impresión que Jn 7, 42 parece ir en contra de la presunción de aquellos que afirman que Jesús es Mesías porque nació (o debió nacer) en Belén.
Conforme a la visión del evangelio Juan, lo que define a Jesús como enviado e hijo de Dios no es el nacimiento davídico, sino su relación especial con Dios. Pero con esto podemos pasar ya a los “datos” de Mateo y de Lucas, que sitúa el nacimiento de Jesúsen el momento en que de César Augusto quiso realizar un censo de todo el mundo habitado. Este primer censo se realizó mientras Quirino era gobernador de Siria. Todos iban para inscribirse en el censo, cada uno a su ciudad. Entonces José también subió desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David que se llama Belén, porque él era de la casa y de la familia de David” (Lc 2, 1-4).
A través de Flavio Josefo conocemos bien ese censo, que no pudo realizarse en el tiempo del nacimiento de Jesús (en torno al 6-4 a. C.), cuando reinaba Herodes, sino unos diez años más tarde, hacia 5-6 d. C., tras la muerte de Arquelao, cuando el gobierno de Judea pasó directamente a Roma. Según eso, el censo que cita Lucas es histórico en sentido extenso y sirve para encuadrar a Jesús dentro de la gran máquina imperial romana, pero no es del tiempo en que nació, sino un poco posterior. Para lo que quiere Lucas, da lo mismo que el censo se haya hecho en un tiempo o en otro, pues no ofrece un relato cronístico de los hechos, sino una “historia teológica” y, en ese sentido, el dato que aporta es verdadero: Jesús nació “censado” por Roma y morirá condenado por Roma.
Revelación a los pastores: acción meditada (Lc 2,8-21).
A Lucas no le basta esa esperanza general y quiere precisarla. La palabra clave es phatnê, pesebre, que aparecía al decir que el niño ha sido reclinado, recostado allí, porque no le dieron espacio en la posada (Lc 2, 7). En contexto de animales nace Jesús; es evidente que el pesebre evoca a los pastores. ¿Dónde estarán? Parece que han dejado los pesebres sin guarda o defensa, al aire del campo, a la luz de la luna, para que entre allí y tome resguardo el caminante (en este caso José y María, con el niño). Ellos permanecen en el campo inmenso, guardando sus rebaños en las guardias de la noche (phylakas tês nyktos: 2,8).
La noche tiempo de silencio abierto a la palabra de Dios que realiza su más hondo misterio sobre el mundo, como sabe Ex 11, 1-10; 14, 19-25) y los textos judíos que evocan el éxodo nuevo, en esperanza salvadora y justiciera. De la noche del principio (Gén 1, 1-2) pasamos a la noche de la creación escatológica: Un silencio sereno lo envolvía todo y al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa se abalanzó, como paladín inexorable desde el trono real de los cielos al país condenado; llevaba la espada afilada de tu orden terminante; se detuvo y lo llenó todo de muerte (Sab 18,14-16).
Esa es la Palabra que esperaba el judaísmo amenazado, recreando el nacimiento antiguo del éxodo en medio de la noche justiciera (Dios mata a los primogénitos de Egipto y salva a los hebreos del gran mar de destrucciones)
Pues bien, ahora, en esta noche nueva del nacimiento mesiánico la Palabra de Dios nace en forma de Niño y quiere revelarse sobre el campo a los sencillos vigilantes, pastores de la tierra que observan las vigilias o guardias protectoras de la noche sobre el ganado amenazado por fieras o ladrones. Pero esta vez descubren algo superior. Han dejado abandonados los pesebres y alguien ha venido a utilizarlos en nombre de Dios. Pues bien, el Dios que se desvela ahora no quiere utilizar las cosas por la fuerza, no se apropia como fiera o ladrón de los 6 9 pequeños bienes de los pobres; le han prestado los pastores su pesebre; él quiere revelarles su secreto. Por eso habla su ángel, en medio de la noche: No temáis, pues yo os evangelizo un gozo grande para todo el pueblo:
Hoy os ha nacido en la Ciudad de David un Salvador que es el Cristo Señor. Y esta será para vosotros la señal: Encontrareis un niño envuelto en pañales y recostado en el pesebre (2, 12). El signo distintivo sigue siendo el pesebre (phatnê) donde la madre ha puesto al niño (2,7) y donde luego han de hallarle estos pastores (2,16)
Ellos, guardianes de ganados sobre el campo, vigilando en la noche sus rebaños en guardia defensiva (no guerrera), serán privilegiados de la gran esperanza de Dios. Ellos son los herederos de las promesas de David. La ciudad del rey (Belén) está cerrada, no ha querido recibir a su Mesías. Pero hay otra ciudad regia y misteriosa, el verdadero Belén de David y del Mesías, en los campos del entorno, en el pesebre abierto en los rediles, en las guardias de la noche, mientras velan los pastores.
Ellos, los pastores de la vida libre y trabajosa, israelitas impuros (no pueden cumplir los reglamentos de la ley), despreciados por los fieles rabinos de la tierra, son portadores de la gran esperanza. Cuando llega el momento del rey mesiánico no llegan a la escena los reyes del mundo (César Augusto), ni los grandes maestros de Israel con sus sacerdotes (ni siquiera Zacarías,) sino sólo unos pastores:
– Los pastores expresan la esperanza israelita, reflejada en el título de Cristo que el ángel ofrece al nacido; es también signo de esperanza la alusión a la ciudad de David, con las promesas del reinado mesiánico.
– También expresan la esperanza universal, pues los otros títulos que el ángel evoca para el niño (Sôter o Salvador y Kyrios o Gran Rey) pertenecen al deseo de salvación de la humanidad. Pueden entenderse en plano israelita, pero en sí mismos desbordan ese espacio y pueden (deben) proyectarse sobre un fondo universal[5].
Sólo los pastores comprenden el sentido del pesebre: en el lugar de los animales ha nacido y recibe poder sumo el Salvador y Cristo. Lógicamente se les abre el cielo y escuchan la voz del canto angélico: ¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de la buena voluntad! (= a los que Dios ama) (2,14). La misma gloria de Dios (doxa) se expresa en el mundo como paz humana (eirênê). Este es el contenido superior y radical (final) de la esperanza.
Los pastores corren a Belén y encuentran a María y a José y al Niño recostado en el pesebre. Es claro que se admiran: ¡reconocen la verdad de la palabra, el cumplimiento de la espera de los siglos, creen y veneran! Sobre la cuna de Jesús se ha iniciado el camino de la nueva fe. Los primeros creyentes mesiánicos, los más hondos discípulos del Cristo son estos pastores. No saben cómo acabará la historia, no conocen todavía el recorrido y fin del Cristo, pero el signo del pesebre en una noche de guardia sobre el campo, les ha ofrecido una señal que vale para siempre:¡pueden alabar a Dios, ofreciéndole su canto de gloria sobre el mundo, manteniendo su oficio de pastores mesiánicos en el entorno de Belén! (2, 17-20).
La madre de Jesús conservaba estas cosas en su corazón
Estos pastores del campo, que vuelven de noche a sus rebaños, glorificando a Dios y cantando sus himnos (doxadsontes kai ainountes ton Theon: 2,20) aparecen así como expresión humana de los ángeles que cantan sobre el cielo (2,13-14); son la iglesia celebrante, los nuevos sacerdotes de la historia que culmina. Pero ellos no bastan. Para que se expanda y se acepte el evangelio (cf. euangelidsomai de 2, 10) es necesaria la actitud y gesto de esperanza de la madre: María, por su parte, guardaba todas estas cosas ( rêmata= palabras), meditándolas (symballousa = comparándolas) en su corazón (2, 19).
Ciertamente, María es quien más sabe, pues ha escuchado la Palabra de Dios y la ha acogido en su propio corazón, dándole forma humana con su fiat (como vimos en 1,26- 38). Pero el despliegue de esa Palabra le desborda. Por eso sigue a la escucha en gesto de esperanza razonada: guardaba (synetêrei) estas cosas. Guardar significa en este caso acoger y conservar, dejando así que aquello que hemos recibido produzca su fruto, conforme a lo que luego expondrá el mismo Jesucristo (¡Salió el Sembrador... La Semilla es la palabra!: cf 8, 5.11).
En el sentido más profundo del término, María es la primera oyente de la palabra plena de Dios, encarnada como fuente de esperanza activa en el nacimiento de su mismo hijo (Hijo de Dios).
‒ 1. Esta esperanza se cumple en diálogo con Dios. Ciertamente, ella aguardaba como israelita, pero sólo al escuchar a Dios y responderle empieza a esperar en forma mesiánica cristiana, descubriendo el misterio de Dios en los signos de un nacimiento acaecido en pleno campo. Los habitantes de Belén empiezan rechazando al Salvador. Por eso, la esperanza de la redención de Dios, formulada por María en el Magnificat (1, 46-55), ha de traducirse en gesto (acción) ocultamiento y entrega más profunda.
2. Es esperanza corporalizada, que se integra en el proceso de su vida, en gesto de maternidad que implica un fuerte compromiso y una intensa ruptura. María espera desde su propia totalidad de mujer, como signo de la humanidad que aguarda a Dios. Por eso, su esperanza implica una ruptura: sólo los últimos del mundo (los pastores) saben acoger el mensaje salvador de Dios, mientras los grandes de su propia ciudad le han rechazado.
3. Es esperanza dialogada. Está a su lado José, silencioso, como varón que sabe aprender, recibiendo un misterio que le desborda; y están a su lado los pastores que son, como hemos dicho, los primeros creyentes mesiánicos. En torno a la madre de Jesús se va formando, según eso, una comunidad de esperanza abierta al misterio total del evangelio.
4. Es esperanza meditativa. María quiere razonar y razona a partir de aquello que ha escuchado y vivido. La esperanza en ella no es ella una virtud pasiva; no es quedar sin pensamiento, ciega, en manos de un Dios imprevisible. Ella medita, compara, discierne y de esa forma traduce en forma de acción mesiánica aquello que ha escuchado[6].
Estrictamente hablando, ella es la iglesia entera que expresa el misterio de Dios a modo de palabra y compromiso interno de transformación esperanzada. Antes esperaba y expresaba su esperanza con palabras tomadas de la historia israelita por medio del Magnificat: llevaba en el seno a su hijo; anunciaba la más honda experiencia de su maternidad mesiánica, diciéndola en palabras de transformación externa de la historia (1, 46-55). Ahora (2, 19) ya no dice nada, pero en el silencio contempla las palabra de Dios y la recrea en su corazaón.
Dentro de la Biblia, conservar la palabra (el recuerdo) es la más alta forma de teología. Frente al pensamiento masculino, abierto hacia la acción externa, emerge aquí el hondo pensamiento femenino de la mujer y madre que empieza acogiendo y admirando, para recrear lo acogido en su experiencia. Ella realiza de esa forma lo más grande: escucha, medita, asiente, se deja transformar y piensa, descubriendo de esa forma el nuevo contenido de la esperanza de Dios. Ella es el principio de toda la acción de la iglesia: es imagen y compendio de una comunidad cristiana que, retornando a la noche de guardia y misterio de la navidad, vuelve a comenzar su camino de redención sobre la tierra.
[1] Además de comentarios a Lc, cf. M. Dibelius, Jungfrauensohn und Krippenkind, en Gesammelte Aufsätze I, Tübingen 1953, 1-78; R. Laurentin, Les Evangiles de l'Enfance du Christ, Desclée, Paris 1982. 5
[2]Presentación general y amplia bibliografía en S. Muñoz Iglesias, Los evangelios de la infancia III, BAC, Madrid 1987, 33-103. Cf. también A. Vögtle, Offene Fragen zur lukanischen Geburts- und Kindheitsgeschichte, BiLe 11 (1970) 51-67; Ch. Perrot, Jesús y la historia, Cristiandad, Madrid 1982, 686-73; R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Cristiandad, Madrid 1982, 411-438. 6
[3]Un monje escita, de comienzos del siglo VI d. C., calculó que Jesús había nacido el año 753 de la Fundación de Roma y esa fecha se ha impuesto, hasta el día de hoy, como año cero de la era común. Pero los cálculos históricos modernos indican que se equivocó, de manera que Jesús unos 6 ó 4 años antes. La fecha de la media noche del 25 de diciembre es simbólica y está vinculada con el culto al Sol, que celebraba su fiesta ese día. Como Sol Naciente Jesús debió venir al mundo en ese día. 7 b. Visiones convergentes. Mateo y Lucas.
[4]Cf. R. le Deaut, La Nuit Pascal, AnBib 22, Roma 1980; A. Stiglmair, Layla, TWAT IV, 551-562.
[5]7 Cf. M.-J. Lagrange, Luc, EB, Paris 1927, 74-75; J. A. Fitzmyer, Lucas II, Cristiandad, Madrid 1987, 200-204; H. Schürmann, Luca I, Paideia, Brescia 1983, 224-235; C. F. Evans, Luke, ETC, SCM, London 1990, 203-206; F. Bovon, Lucas I, Sígueme, Salamanca 1995,164-194. Sobre la noche en la tradición bíblica cf: A. Stiglmair y H. B. Fabry, Layil/layla, TDOT VII, 533-543; Delling, Nyx, TWNT IV, 117- 12
[6]Lo más importante sobre el texto lo ha dicho con sorprendente erudición A. Serra, Sapienza e contemplazione di Maria secondo Luca 2, 19.51b, SPFThM 36, Marianum, Roma 1982. 9 O. c. 40-138.