Acercándonos a la fiesta del Espíritu Santo.

Estamos en un tiempo litúrgico pletórico de gozo, la Pascua, que culminará con una explosión de vitalidad el domingo de Pentecostés. Queda un mes para irnos preparando.  Me voy a detener unos días en esto del Espíritu Santo, cuya área de competencia es un terreno pletórico de vida, pero enormemente resbaladizo e indeterminado.

Vaya por delante, para evitar susceptibilidades sobre ironías posibles, la opinión de quien ha considerado la génesis de la trilogía divina, asunto que ha traído de cabeza a tantísimos catedráticos salmantinos o sigüentinos, acordándome ahora de un célebre profesor de la Universidad de Sigüenza, paisano mío: Bartolomé de Torres (1512-1568) que tanto escribió y enseñó sobre el asunto.

Decir que un "hálito" amoroso del Padre sobre el Hijo, y viceversa, es un ser personal, Dios también, es algo que exige un apagón instantáneo de la razón, con la consecuencia lógica de que el hombre deja de serlo. Imprecisión de las imprecisiones, trilogía que las otras religiones entienden como politeísmo y campo vastísimo para la elucidación libresca o los suspiros místicos de cualquier catadura, siempre mirados ambos con lupa por los dominicanos ojos inquisitoriales. Así ha sido.

Jamás la Iglesia oficial se fió de quienes se fiaron del Espíritu Santo. Escójase el sesgo vital  que se quiera entre esta somera lista de quienes hicieron eco emocional en sus vidas del trascendente Espíritu Santo:

Eckhart, Tauler, Molinos, Francisco de Osuna,

Bernardo de Claraval, Buenaventura, Pedro de Alcántara,

Ruysbroek, Dionisio de Ryckel, Blosio, Juan Arndt,

Juan de los Ángeles, Jiménez de Cisneros, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Enrique Suso,

Luis de Granada, Luis de León, Bartolomé de los Mártires,

Francisco Posadas, Alvarez de Paz,

Juana Francisca Fremiot, Teresita de Lisieux, Margarita María de Alacoque,

Spener, Arnold, Cura de Ars...

Confesores, escritores o predicadores de verbo encendido y elevado misticismo, siempre mirados con suspicacia por la oficialidad, muchos de los cuales quedaron expurgados de sí mismos y de sus propios sentimientos.

Para no resbalar en terreno tan escurridizo, acudo a mi vademécum, el Diccionario de Teología Bíblica (Johannes B. Bauer. Ed. Herder, 1967). Dice que el E.S.

--fecundó a María sin ser padre de Jesús [no sospecharon el sustancioso jugo jocoso que destila este juego conceptual];

--es huésped, consolador, abogado, llamada interior, luz, fuerza, amor, libertad, vida y paz;

--es el que hace madurar los frutos de caridad, alegría, paz, paciencia y castidad;

--[en palabras del supra citado Diccionario]: además el E.S. eclosiona en la Iglesia en vitalidad ;

--alumbra el ministerio de la Iglesia y dispensa los carismas, entre ellos el don de lenguas.

--Es el espíritu del individuo que puede poseerlo en un cristianismo todavía anónimo que no entiende a la Iglesia y que puede estar dirigido por Él.

[Adviértase en las frases en cursiva el lenguaje esotérico con que todos los que pontifican sobre cualquier misterio recubren aquello que ellos mismos no tienen claro].

Si eso que aplican al Espíritu Santo fuera tal cual dicen y si ello se aplicara a la realidad, saltarían por los aires Jerarquía, Derecho Canónico, Iglesia Oficial, Conferencias Episcopales, Reuniones "pro presidente eligendo", elecciones papales, Sínodos con el preceptivo "Veni Creator Spiritus... (pero no demasiado" para sus adentros).

Menos mal que la Iglesia, “en su inmensa prudencia”, sabe qué carismas del Espíritu son aceptables y cuáles no, porque el individuo como ser carismático no tiene excesivo acomodo dentro del tinglado eclesial.

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