Bartolomé de Torres, vecino de Revilla Vallejera.

El interés que me mueve hoy a traer aquí a Bartolomé de Torres radica únicamente en la reivindicación de sus orígenes como nacido en el pueblo de mis amores, Revilla Vallejera (Burgos), un pueblo, como tantos otros de Castilla, que se muere de inanición biológica.

El día anterior a mi reducción al absurdo --términos éstos filosóficos pero aquí rebajados al nivel bio fisiológico-, terminé de leer una extensa biografía sobre Bartolomé de Torres, teólogo y obispo de Canarias escrita por Enrique Llamas Martínez, autor tristemente fallecido en julio pasado.

Hace años le pregunté a mi amigo José María Berlanga, párroco de “Las Calatravas” y profesor de patrística en la Universidad de San Dámaso si conocía a Bartolomé de Torres... “¡Cómo no lo voy a conocer: sus escritos estuvieron presentes en el Concilio de Trento! Su doctrina sobre la Santísima Trinidad fue difundida en las distintas universidades de su tiempo...” Bien conocido en el gremio o ámbito teologal culto, ignoto para el resto de eclesiásticos y completamente olvidado por sus convecinos de Revilla Vallejera. Luego, los únicos datos que encontré sobre él aparecían en una edición de 1921 del magno Diccionario Espasa Calpe, tomo 62.

¿Bartolomé de Torres? ¿Y quién fue este buen señor? El título del libro de Enrique Llamas lo dice, pero hay que añadir algo más a su biografía, cual es la relación de este “buen señor” con nuestro tiempo y nuestro lugar: la razón principal de acercarme a este teólogo no estriba en sus enseñanzas, sus libros o sus andanzas, sino en el hecho de que en 1512 naciera en Revilla Vallejera, pueblo que en repetidas ocasiones he traído a colación.

Y sin embargo nadie en dicho pueblo, ni ahora ni quizá en decenios pasados, tenía la más remota idea de quién era. Ni una calle o plaza, ni un busto en su memoria... a pesar de que fue el que dio vida y lustre a la Universidad de Sigüenza; a pesar de sus publicaciones; a pesar de su apoyo y estrecha relación con la incipiente Compañía de Jesús; a pesar de su proximidad a Felipe II; a pesar de su breve paso por Canarias como obispo, lleno de proyectos e ilusiones.

Bien es verdad que por todo eso precisamente algunos de sus convecinos actuales lo condenarían al ostracismo. Y tampoco hay que ser tan extremistas: cualquiera se sentiría honrado de tener entre sus propincuos a Bartolomé de las Casas.

Bartolomé de Torres nació en REVILLA VALLEJERA (Burgos) en 1512, aunque esta fecha sea un tanto deducible, sin documentos eclesiásticos que la confirmen y apenas alguna referencia propia vaga y confusa: ni él mismo sabía en qué año naciera. En abril de 1562, a raíz del pleito del Cabildo de Sigüenza contra su obispo, Pedro La Gasca, dicen las actas capitulares sobre él: “...que es de edad... de cincuenta años, poco más o menos”. De familia pobre, se sabe que los ingresos familiares no superaban los 6.000 maravedíes anuales (en ese tiempo 1 mrv equivalía a 1 ó 0.80 € de hoy).

En 1519 es enviado a estudiar a Salamanca alojándose con unos familiares. Conseguiría más tarde entrar como colegial en el Colegio San Salvador de Oviedo. De allí, marcha a Alcalá para estudiar Artes (Filosofía). En Alcalá traba amistad con el que luego se haría tristemente famoso, Agustín Cazalla (protagonista de “El Hereje”) y de los jesuitas (entre ellos San Francisco de Borja). También conoce y traba amistad con el que tanto cita en sus cartas Santa Teresa, Jerónimo Gracián. Termina sus estudios de Teología en Salamanca hacia 1540, teniendo como profesores a Francisco de Vitoria y Domingo de Soto. Se ordena de sacerdote. En 1542 y durante un tiempo breve ejerce como catedrático sustituto de Artes en Salamanca (30.000 mrv). Más tarde gana por oposición la cátedra “cursatoria” (explicar las Sentencias de J. Duns Scoto), con sólo 15 mil mrv, pocos alumnos y crédito menor. Tuvo como alumnos, entre otros a Domingo Báñez y Fray Luis de León.

En Salamanca, 1543, conoce a Felipe II que visitó la Universidad y tuvo la osadía de asistir dos días a las clases universitarias.

El poco interés por las enseñanzas que impartía, los bajos emolumentos y sobre todo su enfrentamiento con Melchor Cano (1509-1560), persona intransigente, intrigante y audaz, pero con enorme prestigio en toda España, enemigo mortal de los jesuitas a los que Bartolomé defendía, le indujeron a opositar a la cátedra de Vísperas (Teología) (1) de la Universidad de Sigüenza, fundada en 1477. En Salamanca y enfrentado a Melchor Cano habría terminado en la nada.

En Sigüenza, a donde llega en 1547, pasará veinte años de su corta vida. Le concedieron casa, cuadras adjuntas y mula, repartiendo su tiempo en diversas actividades. Ser catedrático llevaba implícita una canonjía. Como catedrático debía preparar los comentarios a la Summa Theologica (base de la enseñanza) y a las Sentencias de Pedro Lombardo, dar clases, escribir el texto para los alumnos y presidir las “colaciones” (obtención de grados) que solían durar varios días (en 1563 presidió 43 colaciones). Como canónigo debía asistir a los rezos de las horas y, según lo que le asignaran, atender a hospitales y cuidado de enfermos y pobres. También debía pronunciar sermones en épocas especiales del año litúrgico, especialmente Semana Santa.

En 1550, a la muerte del titular de Prima, doctor Rosero, accede a dicha cátedra siendo a la vez nombrado canónigo magistral. Todo ello suponía mayores ingresos, entre 30 y 40.000 mrv. A los que se añadían 140 por cada acto académico o colación. Parecería una cantidad elevada, pero Bartolomé siempre tuvo dificultades económicas, porque muchos de sus ingresos iban a parar a los pobres de Sigüenza: en una ocasión fue reprendido por pedir un préstamo ¡a un canónigo que ejercía de prestamista!

En abril de 1554 se recibe una carta en Sigüenza del príncipe Felipe recabando su presencia como miembro del “Consejo de Conciencia” “para acompañar a su Alteza en la jornada que hace a Inglaterra...” El viaje de Felipe a Inglaterra, el cortejo de 124 buques y 4.000 soldados, los distintos estamentos que lo acompañaron, su boda en Winchester con María Tudor el 21 de julio de 1554 y los fastos subsiguientes, la estancia de los españoles en la Isla... constituyen un capítulo en la historia de España digno de mayor difusión y conocimiento. Bartolomé apenas si estuvo unos meses: hubo de regresar en diciembre por enfermedad. Los jesuitas, que no se vieron representados por nadie en ese viaje, confiaron en Bartolomé –“unus ex nobis” que diría San Ignacio—para introducirse en Inglaterra.

Hemos dicho que la relación con los jesuitas fue muy estrecha. Aparte de la defensa de los Ejercicios en tres opúsculos que escribió, él mismo fue varias veces a Alcalá y una a Oñate para realizarlos. Y una de las condiciones que puso para ir a Canarias como obispo fue llevar consigo varios miembros del nuevo Instituto religioso.

Como es lógico y dado el puesto que ocupaba en Sigüenza, el doctor Torres se vio envuelto o tuvo parte activa en numerosos asuntos tanto de orden religioso como administrativo: aplicación de las normas de Trento, la cuestión de la “cuarta del rey”, envidias y calumnias de ciertos canónigos contra él, paso por Sigüenza de Isabel de Valois o Felipe II, funerales y entronización de obispos, disturbios universitarios, pleito de competencias con el autoritario obispo La Gasca, nombramiento para el Concilio de Toledo,

Para entender algo el prestigio que Torres adquirió, basta conocer algunos personalidades de su tiempo con quienes trabó amistad: Martín Godoy de Loaisa en relación con Bartolomé de Carranza y demás; Fray José de Sigüenza; Fernando Vellosillo, catedrático de vísperas y delegado en Trento; Pedro García de Sigüenza; Juan de Salazar; Fernando Valdés, obispo de Sigüenza y luego inquisidor; Pedro de Portocarrero, dominico, graduado en teología en Sigüenza; Diego de Espinosa, presidente del Consejo Real y luego inquisidor (a quien dedicó luego sus “Comentarios a la Suma”)...

Estando en la Corte (Valladolid) para ver de publicar sus obras y regresado a Alcalá, recibe allí carta de Felipe II proponiéndole como obispo de Canarias (31 enero 1566). Hacía poco había publicado un tratado sobre provisión de cargos, entre ellos el de obispo denunciando a aquellos que se sirven del cargo para enriquecerse. Termina sus clases en junio y se traslada a Alcalá. Allí es consagrado obispo en la iglesia de los Jesuitas (6 octubre 1566). Llega a Sevilla el 15 de marzo. Pasa a Sanlúcar donde embarca el 10 de mayo de 1567.

En la travesía, su nave, rezagada del grueso de la flota, a punto estuvo de ser apresada por tres galeotes moros procedentes de Portugal. Se salvaron gracias a la brisa que favorablemente les alejó de ellos... o a las plegarias de los jesuitas que iban con él. El 16 de mayo desembarcan en La Laguna. Si el recibimiento en Tenerife fue multitudinario, el de Las Palmas (3 de junio 1567) fue grandioso: arcos de triunfo, cantos, procesión, representación de Auto Sacramental...

El primer asunto que tuvo que zanjar, hoy nos resultaría riguroso y hasta cruel: Gaspar Comín, casado, padre de tres hijos, pobre de solemnidad fue sometido a juicio por haber comulgado en Pascua sin antes haber confesado y por su mal vivir y su poca orden y manera de cristiano en sus hechos. Fue condenado a exposición pública en la catedral, descalzo, con capirote y cuerdas, a destierro de dos años de la isla y al pago de las costas del juicio. El nuevo obispo tuvo que firmar la sentencia.

Sus preocupaciones primeras fueron la enseñanza de la doctrina cristiana del modo que fuera (por ejemplo, niños cantando el catecismo por la calle). Y, lo mismo que en Sigüenza, los pobres: nada más llegar vendió toda su vajilla de plata para ellos. Y los presos, a quienes visitó. Su fama se extendió en pocas semanas por las islas: “Al fin Pastor de mucho consuelo para sus ovejas, las cuales le aman en grande manera, deseándole larga vida y salud para su provecho”. Introdujo reformas urgentes en la administración de las islas y nombramientos teniendo como criterio elegir a los más preparados de los oriundos. Buscó el modo de construir un colegio y de terminar la catedral de las Palmas.

En viaje pastoral a Lanzarote, estando en Costa del Rubicón, el 28 de enero de 1558 se sintió gravemente enfermo. Lo embarcaron en parihuelas y llegó a las Palmas el día 1. Murió esa misma noche en el Castillo de la Luz.

Reconocido en su tiempo como maestro indiscutible y doctor, siendo muchos catedráticos los que en el siglo XVI y XVII explicaron la Santísima Trinidad con sus palabras, destacó entre sus colegas como una persona preocupada siempre por la justicia, por el buen hacer, por la humildad que jamás pretendió cargos pudiendo haberlos obtenido.

Los motivos de que sea tan poco conocido son claros: la Universidad de Sigüenza carecía del prestigio de Alcalá o Salamanca; Sigüenza, por otra parte, estaba alejada de las rutas importantes; y sobre todo, no perteneció a una orden religiosa.

Como epitafio, reproducimos lo que un autor del XVII escribió de él: “Magno pietatis et sanctitatis nomine, cuius vita exemplar ómnium semper fuit”. Ejemplo de piedad y santidad. Y para nosotros, un vecino olvidado de Revilla Vallejera.

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(1)La diferencia entre vísperas y prima eran los horarios y los emolumentos. La Cátedra de Prima era el summum para cualquier catedrático.
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