A despecho de glorias aventadas

O lo que es lo mismo, cuando el oro y la plata desaparecen bajo una pátina herrumbrosa.

 ¡Qué razón esa de que la historia la escriben los vencedores! El cristianismo, herejía del judaísmo, se alzó con el santo y seña de la religiosidad institucional y desde que, en el solar europeo y en los albores del siglo IV,  lo consiguió, no lo ha soltado. Y ha tenido la suerte de “caer” en la sociedad más dinámica y abierta de las que en el mundo han sido.

Con esa conciencia de victoria ha escrito la historia, la suya y la de los demás. En su periplo, hasta los actos más contrarios al pueblo y a la humanidad, como revoluciones, guerras, saqueos, magnicidios, genocidios... resultaban justificables, e incluso buenos, si todo ello redundaba en mayor gloria de Dios. Gloria que necesariamente pasaba por el filtro y cedazo de sus representantes en la tierra.

Y ha extendido su brazo regular y secular hasta fronteras sin límites. Ha sido el imperio más longevo en tierras de Europa y el más extenso.

Ellos, los cristianos hoy tan divididos,  se regodean y esgrimen como supremo argumento fáctico de subsistencia sus aportaciones a la cultura de la Humanidad y alardean de preservar la cultura grecorromana, de haber mantenido y preservado en sus cenobios la llama de la sabiduría... ¡Qué engaño de vencedores!

No podemos ni siquiera imaginar el daño que el cristianismo ha causado a Europa, aunque algo podemos vislumbrar en el espejo del régimen de los talibanes afganos, sistema quizá el más parecido al imperante en Europa durante siglos. 

Todavía asistimos a patéticos coletazos en el esfuerzo y energías que gasta la Iglesia tratando de preservar un trozo de terreno. Han perdido la batalla, pero, en el espejo español todos hemos visto sus denodados esfuerzos por el control de la educación, parcela hasta hace bien poco detentada por ellos; o las componendas y triquiñuelas legales por mantener la exención de impuestos; incluso en algunos países el mantenimiento de leyes que castigan severamente las blasfemias (vaya palabreja nefanda) y el que no se hable mal de sus divinidades.

Las cosas son como son y hay que aceptarlas así, pero ello no impide que lo lamentemos y, sobre todo, que despreciemos como inservible “para hoy” lo que ha sido “antes de ayer” improductivo e incluso nefasto para el buen desarrollo de la sociedad.

¿Y que por qué hablamos del daño del cristianismo en Europa?

Si nos movemos dentro de su cultura, dentro de su mundo intelectual, dentro de los “scriptoria”… ¡cuánta energía intelectual perdida por mentes privilegiadas dedicadas a tiempo completo a nimiedades teológicas –bizantinas dijeron en su tiempo—y a asuntos que nada tenían que ver con el verdadero desarrollo social!

Es tópico hablar de ello pero la imaginación se espanta con el recuerdo aterrador de tantísimas personas torturadas, asesinadas, quemadas o simplemente, por miedo, obligadas a callar respecto a nimiedades sobre la Trinidad, la hostia consagrada o la Virgen María (en religiones afines, por hadices o historietas imbéciles referidas a Mahoma o por falsos mesías).

¡Cuántos escritos condenados a la hoguera! ¡Cuántas fuentes de conocimiento arrojadas a las llamas! ¡Cuánto pensamiento abortado por no tener cauces para ello! ¡Cuántos filósofos todavía “malditos” por imposición idealista!

¡Cuántos pensadores de buena fe vieron truncadas sus ansias lectoras y sus investigaciones por culpa de documentos de los que no podían disponer por secuestro o destrucción! Incluso del “maestro” Aristóteles, cuyas obras se perdieron por culpa de emperadores muy cristianos ellos, como Justiniano.

Curiosamente, cuando gracias a traducciones árabes Europa los descubrió, tuvieron que reconocer, a regañadientes, que había sistemas éticos y morales derivados de la filosofía. Su explicación: claro, eran prefiguraciones de la Verdad venidera... ¡Estólidos infanticos!

Y si descendemos del monte al llano, añadamos el daño social producido por condenar al pueblo a vivir en el temor  a “pensar” mal, incluso sin saberlo; a vivir en un miedo omnipresente a todo, especialmente a la muerte, con o sin confesión o al Juicio Final. O la perpetuación durante siglos de sociedades de analfabetos, sociedades, no lo olvidemos, controladas en los estratos inferiores por los rectores de la fe.

Todos los que pensaban un poco no podían por menos de vivir en un estado de terror por la posibilidad de errar, a la vez que generaban imponentes sistemas lógicos y dialécticos absolutamente improductivos.

Tienen suerte de que la sociedad actual haya sido y siga siendo tolerante y olvidadiza. O como diría E.P.Thompson por “la enorme condescendencia de la posteridad”. No, no han recibido de forma congrua el “premio” a tanto daño producido.

Volver arriba