La justificación teológica e histórica del engaño.

La expresión “mentira piadosa” parece tener connotaciones positivas (mentir para buscar un bien, para ayudar a una persona, para evitar daños peores…), pero al albur de tal pretexto se han cometido excesivas felonías y se han buscado, y conseguido,  pingües beneficios.

Los altos dignatarios de la Iglesia han mentido siempre y, por supuesto, han justificado teológicamente la mentira. Una de esas justificaciones en la “palabra de Dios te alabamos Señor: en su epístola a los Romanos San Pablo  llega a justificar la mentira (ya es sintomático que sea, precisamente, “a los romanos”).

No olvidemos que los textos sagrados lo son a fuer de ser revelados. Y a partir de Pablo distintos “Padres de la Iglesia”, como el divino Crisóstomo, “pico de oro”, no sólo la exculpa, sino que incluso la alienta defendiendo su necesidad.

Nadie mentiría si su mentira fuera al punto descubierta y denunciada. Sin embargo, las mentiras en religión tardan muchos, muchísimos años, quizá siglos en ser desveladas, bien que a la postre caigan por su peso y ya no tengan consecuencias.

La denuncia corresponde desvelarla y denunciarla a  quienes han sufrido la mentira o quienes se pueden ver implicados en la misma  por silencio cómplice.

“Algún placer peculiar deben hallar una y otra vez los hombres en dejarse embobar, vender, aniquilar: por la patria, por el espacio vital, por la libertad, por el Este o por el Oeste, por este o aquel soberano, pero sobre todo por aquellos que con plena seguridad confunden a Dios con su propio provecho o su propio provecho con Dios; aquellos que, persiguiendo tenazmente su meta sirven al interés del día sin perder de vista la eternidad; que en tiempos de paz propagan la paz y en tiempos de guerra, la guerra, lo uno y lo otro con la misma fuerza persuasiva e igual perfección: allá el niño Jesús,  aquí los cañones; allá la Biblia, aquí la pólvora; de un lado “amaos los unos a los otros”, del otro “matadlos, Dios lo quiere” o “lo han jurado, han de prestar obediencia”… …Sí, algún placer peculiar debe ser inherente al hecho de bañarse, siglo tras siglo, en la sangre de esa humanidad y exclamar “¡Alleluia!” al hecho de mentir, falsear y simular durante casi dos milenios”.  (Karlheinz Deschner. Opus diaboli. Ed. Yalde. 1987) 

Lo lógico, porque sus enseñanzas así lo hacen explícito, debiera haber sido que la Iglesia se hubiese puesto en contra  de esa marea sanguinolenta. Si en todo momento hubiese alzado sus pendones, al menos verbales, en pro de la paz, defensa de la vida, enaltecimiento de los valores que ahora pretende defender, siempre del lado de los más olvidados de la fortuna…  otra, quizá, hubiera sido la historia de Europa.

Cierto es que hacer elucubraciones históricas no conduce a nada, pero es seguro que habría tenido de su parte a la masa trabajadora que en los siglos XIX y XX se entregó a los brazos mortíferos y heladores del socialismo, del anarquismo y del comunismo, sufriendo  en consecuencia la desafección de una gran parte de la sociedad hacia el estamento sacro.

Pero no, lo suyo fue, primero, justificar desde tropelías menores a genocidios. Luego alentarlos. Y siempre, sumada a las mesnadas mortíferas  de la historia.

Muchos de los que hoy sacan a pasear su pluma y prodigan alegatos en pro de esta Iglesia santa, difusora de la paz y el amor, como son los escritos de nuestro ínclito Francisco, pretenden que no miremos hacia atrás, que no veamos lo que ha sido la Iglesia católica, que no deduzcamos…  

¿No ven que “eso” también es herencia cristiana? ¿No perciben que lo que ha sido no se puede borrar? ¿No pueden llegar a sospechar, como muchos pensamos, que, en igualdad de circunstancias, la Iglesia volvería a ser lo que fue?

Podríamos quedarnos con el pensamiento torticero de que ése pudiera ser el verdadero y profundo espíritu de la Iglesia, tapado por cientos de miles de tratados sobre el amor y la paz.

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