Contra la experiencia cotidiana de la mortalidad La resurrección como insurrección: el verdugo no triunfa sobre la víctima

Resurrección
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"Lo que sustenta al cristianismo no es la referencia a un gran profeta o sabio, no es la cruz impuesta injustamente a alguien que pasó por el mundo haciendo solamente el bien, ni es la sangre derramada. Es la resurrección"

"El cristianismo vive y sobrevive por la fe en la resurrección de Cristo y no por la creencia en la inmortalidad del alma, tema que no es cristiano sino platónico"

"La resurrección define el sentido de nuestra esperanza. Responde a estas preguntas inevitables del corazón. Ella garantiza que el verdugo no triunfa sobre la víctima"

"Los muertos de los cuales no pudimos despedirnos, darles nuestro último homenaje ni hacerles el velorio, son solo invisibles. Ellos, resucitados, no están ausentes sino bien presentes. Esto puede enjugar nuestras lágrimas y dar sosiego a nuestro corazón"

Lo que sustenta al cristianismo, en sus distintas expresiones históricas en diferentes iglesias, no es la referencia a un gran profeta o sabio, no es la cruz impuesta injustamente a alguien que pasó por el mundo haciendo solamente el bien, ni es la sangre derramada. Es la resurrección.

Pierre Teilhard de Chardin, uno de los primeros que articuló la fe cristiana con la visión evolutiva del mundo, dice que la resurrección es un “tremendous” de significación universal que va más allá de la propia fe cristiana. Representaría una revolución dentro de la evolución.

En otras palabras, una anticipación del fin bueno de toda la creación y la realización de todas las virtualidades escondidas dentro del ser humano que, prisionero del espacio-tiempo, no consigue dejarlas irrumpir. Él es un ser que está todavía naciendo . Y llega un momento, dentro del proceso cosmogénico en curso, en el que se da esta oportunidad de acabar de nacer. Entonces implosiona y explosiona el homo revelatus, el ser humano totalmente revelado y realizado en su plena hominización. Es la anticipación de la esperanza radical de que no la muerte sino la vida en plenitud escribe la última página de la historia humana y universal.

Para los portadores de la fe cristina, la resurrección es la realización en la persona de Jesús de lo que él anunciaba: el Reino de Dios. Este significa una revolución absoluta de todas las relaciones, inclusive cósmicas, inaugurando lo nuevo en el mundo. Esa revolución implica la superación de la muerte y el triunfo definitivo de la vida, no de cualquier tipo de vida, sino de una vida totalmente plenificada. En fin, el “novísimo Adán” (1Cor 15,45) acaba de irrumpir dentro de la historia.

San Pablo, inesperadamente, tuvo una experiencia del Resucitado cuando iba camino de Damasco a perseguir cristianos. A la luz de esa experiencia, se burla de la muerte y exclama: “¿Dónde, oh muerte, está tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, el aguijón con el que nos atemorizabas? La muerte fue tragada por la victoria. Gracias a Nuestro Señor Jesucristo” (1Cor 15,55-57).

El cristianismo vive y sobrevive por la fe en la resurrección de Cristo y no por la creencia en la inmortalidad del alma, tema que no es cristiano sino platónico. Aquí se decide todo, hasta el punto de que Pablo en su Primera Carta a los Corintios afirma con todas las palabras: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe; somos también falsos testigos, somos los más miserables de todos los hombres”(1Cor 15,14-19).

La explosión de luz se transforma en explosión de alegría. Contra la experiencia cotidiana de la mortalidad, especialmente ahora bajo la acción letal de la Covid-119, podemos mantener la fe y la esperanza de que los que fueron arrebatados, viven resucitados. Cristo, nuestro hermano, es el primero entre los hermanos y hermanas. Nosotros participamos de su resurrección, pues lo que ocurre en su humanidad, afecta a la humanidad que está también en nosotros. Entonces podemos decir: no vivimos para morir, morimos para resucitar.

Los muertos de los cuales no pudimos despedirnos, darles nuestro último homenaje ni hacerles el velorio, son solo invisibles. Ellos, resucitados, no están ausentes sino bien presentes. Esto puede enjugar nuestras lágrimas y dar sosiego a nuestro corazón.

Por otro lado, la resurrección representa una insurrección contra la justicia de los hombres, judíos y romanos, por la cual Jesús fue condenado al suplicio de la cruz. Esa justicia establecida y legal fue rechazada. Con la resurrección de Jesús triunfó la justicia del oprimido e injusticiado, venció el derecho del pobre. Cabe recordar que quien resucitó no fue un emperador con todo su poder político y militar, no fue un sumo sacerdote en la cima de su santidad, ni un sabio con la irradiación de su sabiduría. Fue un crucificado, un ajusticiado, muerto fuera de los muros de la ciudad, lo que significaba una suprema humillación.

La resurrección define el sentido de nuestra esperanza: ¿por qué morimos si ansiamos vivir siempre? ¿Qué sentido tiene la muerte de aquellos que sucumbieron en la lucha por la justicia de los humillados y ofendidos? ¿Quién dará sentido a la sangre de los anónimos, de los campesinos, de los obreros, de los indígenas, de los negros, de las mujeres y de los niños, derramada por los poderosos en razón del único crimen de reivindicar su derecho negado? La resurrección responde a estas preguntas inevitables del corazón. Ella garantiza que el verdugo no triunfa sobre la víctima. Significa el rescate de la justicia y del derecho de los débiles, de los subyugados y deshumanizados como lo fue el Hijo de Dios cuando pasó entre nosotros. Ellos heredan la vida nueva.

¿Cómo denominar la realidad resucitada que llegó a la culminación anticipada de la evolución? Los autores del Nuevo Testamento se enredan en los términos. Para un evento nuevo, nuevo lenguaje. El más pertinente, entre otros, es el de San Pablo: “el novísimo Adán” o “cuerpo espiritual” (1Cor15,45). El primer Adán trae consigo la muerte; el novísimo, Jesús resucitado, deja atrás la muerte. La expresión “cuerpo espiritual” parece contradictoria: si es cuerpo no puede ser espíritu; si es espíritu no puede ser cuerpo. Pero Pablo inteligentemente une los dos términos: es cuerpo, realidad concreta y no fantasmagórica, pero un cuerpo con cualidades del espíritu. Es propio del espíritu estar más allá de la materia, como ya lo vio Aristóteles. Por el espíritu habitamos las estrellas más distantes y tocamos la realidad divina. El espíritu posee una dimensión transcendental y cósmica. Eso sería la resurrección. No sin razón, Pablo elabora en sus epístolas toda una cristología cósmica: el Resucitado llena el universo y nos acompaña en las tareas más cotidianas.

Finalmente, cabe destacar que la resurrección es un proceso: comenzó con Jesús y se extiende por la humanidad y por la historia. Siempre que triunfa la justicia sobre las políticas de dominación, siempre que el amor supera la indiferencia, siempre que la solidaridad salva vidas en peligro, como ahora, obligados al aislamiento social, ahí está ocurriendo la resurrección, es decir, la inauguración de aquello que tiene futuro y será perennizado para siempre.

A quien cree en la resurrección, no le es permitido vivir triste, no obstante la oscuridad de la historia, como actualmente. El Viernes Santo es un paso que culmina con la resurrección. Es más que el triunfo de la vida; es la plena realización de la vida en todas sus virtualidades.

*Leonardo Boff es teólogo y ha escrito: Nuestra resurrección en la muerte, Vozes 2012. Vida más allá de la muerte, Vozes, 26. edic. 2012; titulado en español Hablemos de la otra vida, Sal Terrae.

Traducción de Mª José Gavito Milano

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