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Antonio Aradillas
De cuanto acontece en la Iglesia, y fuera de ella, el Espíritu Santo es siempre fautor -“persona que favorece a otra”- principal, verdad que precisa de multitud de puntualizaciones de modo reverentemente especial por parte de los proclives, por naturaleza o falsa piedad, a “dejarlo todo en manos de Dios” con la invocación y reconocimiento falaz de que “no somos nadie” y “Dios sobre todo y en todo”.
Aquí y ahora, y dentro de la Iglesia en España, la tarea adscrita al Espíritu Santo es ciertamente relevante. Tal y como se hallan las “cosas”, no pocas de ellas herencia del anterior Nuncio Enzo Fratini, la impresión de abandono o “dejación de las manos de Dios” irrumpe en instituciones, colectivos y organismos religiosos y cristianos, de manera ciertamente notoria.
Lo de la España católica, apostólica, romana, hija fiel y predilecta de la Iglesia, y por la gracia de Dios martillo de herejes, sede de sabidurías sobrenaturales y ejemplo de vida cristiana, con ensoñaciones de que sus “Reyes Católicos” -Fernando e Isabel o Isabel y Fernando- por antonomasia alcancen el honor de los altares, analizado con seriedad y vivencias, suena a hueco, a literatura barata y hasta a blasfemia y, para la mayoría, excesivo e impertinente. Haber transferido con carácter casi dogmático a la Iglesia, a los eclesiástico y afines, en los pasados –y aún presentes- tiempos “imperiales nacional-católicos” de la institución, el aprendizaje de tener que variar diametralmente la dirección de la llamada “educación de la fe”, en minoría, y con no pocos gestos de persecución o rechazo, resulta arduo, aborrecible, nada rentable y, en definitiva, herético.
Achacar – atribuir- al Espíritu Santo, por ejemplo, el nombramiento de los obispos en España, sobre todo en los últimos tiempos, aún en los post-conciliares, lleva consigo falta de sensatez, de prudencia, de buen juicio y de poco sentido de Iglesia. Inmiscuir a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad en este “negociado”, acusa y manifiesta, carencia supina de formación-información religiosa.
A los obispos reverencialmente aludidos, no los nombró el Espíritu Santo. Fueron, y siguen siendo, propuestos, designados y “proclamados” –que no elegidos- por personas o grupos de presión que, por encima de todo, pretendieron edificar y mantener una Iglesia -la suya y la de sus paniaguados- (“persona protegida y favorecida por otra”), a su propia medida y en consonancia con sus intereses “humanos y divinos”, con la promesa y seguridad “teológica” de que en la misma morarán y serán ellos los mimados, y no los pobres y más si canónicamente, de alguna manera, se les considera y son “pecadores”.
Los obispos –y los Nuncios-, que designara el Espíritu Santo, este lo haría a través del pueblo, tal y como aconteció en la Iglesia primitiva, es decir, en la Iglesia verdadera. Y serían pobres, laicos y laicas-seglares-, sin capisayos, rituales y mansiones palaciegas, titulitis, mitras, báculos y brazadas de letanías, de incienso y de genuflexiones… Obispos, padres, hermanos y amigos. De oficio y ministerio sagrados, es decir, pescadores, artesanos o agricultores. Hombres de paz y de amor. Sin especiales estudios eclesiásticos y menos, canónicos. Sin el compromiso propio de los servidores del templo y sí de los del pueblo y en permanente y ejemplar testimonio del ejercicio- ministerio de la Comunión.
Estos que se llaman, y canónicamente son, obispos, con sus adláteres y pertenecientes al estatus jerárquico, distan mucho de que el Espíritu Santo haya tenido responsabilidad alguna para su designación al frente -es un decir- de una administración diocesana y mucho menos con el subtítulo y “dignidad” correspondiente en el escalafón de la conocida y considerada “carrera eclesiástica”.
El Espíritu Santo –la Tercera Persona de la Santísima Trinidad-, no está en disposición de que, lo que es, y cuanto significa, se maneje con argumentos terrenales y ritos “sagrados”, al gusto y en conformidad con los de los paganos.
“Tomar en vano” el sacrosanto nombre trinitario de Dios, como en el caso del Espíritu Santo y su presencia y actividad en la Iglesia, equivaldría a convertir la religión –la Iglesia- en instrumento emérito de hipocresías personales e institucionales.
¡Por amor de Dios, que nadie culpe al Espíritu Santo, de las limitaciones, y aún perversiones que conllevaron, y conllevan, determinados nombramientos episcopales -y abaciales- que con desdichada y triste frecuencia titulan día a día páginas y secciones enteras de los medios de comunicación social!
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