El debate sobre la migración: buscar un camino ético entre 'buenismo' y 'tribalismo'
"Una 'ética de la migración entre el buenismo y el tribalismo', pues estos dos extremos son un peligro real para nuestros países y sociedades"
Para la Iglesia católica —y probablemente también para otras confesiones—, el derecho migratorio y el derecho de asilo se encuentran entre los derechos fundamentales indispensables que deben protegerse sin condiciones. A continuación se aborda más bien el derecho migratorio en general, y no el derecho de asilo para los perseguidos políticos o los refugiados de guerra, donde el consenso es más evidente.
Las migraciones son un fenómeno constante o estructural de la historia de la humanidad. A menudo se produjeron de forma violenta, e incluso la Biblia justifica tales inmigraciones o ocupaciones de territorios en nombre de Dios, como vemos en el paradigma del Éxodo del “pueblo elegido” con la salida de Egipto y la toma de posesión de Canaán, su “tierra prometida”. Fue precisamente invocando este paradigma como se inició el mayor movimiento migratorio de la historia de la humanidad: la conquista y europeización del mundo. Los europeos partieron con la bendición de papas, pastores y reyes cristianos de todas las confesiones y consideraban los países extranjeros más o menos como res nullius para conquistar y establecerse.
Este proceder no pasó desapercibido para Immanuel Kant, quien en su obra “La paz perpetua” critica “el comportamiento inhóspito de los Estados civilizados, principalmente mercantiles, de nuestra parte del mundo, la injusticia que demuestran al visitar países y pueblos extranjeros (lo que para ellos equivale a conquistarlos) llega a ser aterradora. América, los países negros, las islas de las especias, el Cabo, etc., eran para ellos, cuando los descubrieron, países que no pertenecían a nadie, ya que no tenían en cuenta a sus habitantes. En las Indias Orientales (Indostán), con el pretexto de establecer meros asentamientos comerciales, introdujeron pueblos guerreros extranjeros, con los que oprimieron a los nativos, incitaron a los distintos estados a guerras demasiado extensas, provocaron hambrunas, disturbios, deslealtad y toda la letanía de males que afligen a la raza humana”.
Frente al paradigma del Éxodo bíblico, es aconsejable adoptar la postura que defendió Bartolomé de Las Casas cuando algunos contemporáneos se refirieron a él para justificar el derecho de los cristianos al Nuevo Mundo como su tierra prometida: “admirar, pero no imitar”, es decir, no sabemos por qué Dios se comportó así con los cananeos, los jebuseos y los demás pueblos de Palestina que tuvieron de dejar sus tierras al “pueblo elegido”; solo podemos tomar nota de ello en la Biblia con asombro, pero no debemos trasladar esa forma de pensar y actuar en nombre de Dios a otros lugares y épocas.
Francisco de Vitoria (1492-1546)
Más compatible que el paradigma del Éxodo es hoy el pensamiento de Francisco de Vitoria, basado en argumentos de razón y en el derecho natural. Por un lado, defendía el principio de que el dominio político está legitimado por el derecho natural, y no solo por la fe, por lo que los países no cristianos podían tener formas de gobierno legítimas que debían respetarse. Por otro lado, buscaba en 1539, más o menos por necesidad ante el hecho ya consumado de la conquista de los imperios azteca e inca, una legitimación de la expansión europea. Y la encontró, entre otras cosas, en unos “derechos migratorios” basados en el derecho natural y el derecho internacional. En mi opinión, esta es la primera vez que los derechos migratorios se fundamentan de manera tan exhaustiva y con esta intención en la era premoderna.
Vitoria parte del principio del derecho natural de que, al inicio de la historia de la humanidad, cuando todas las cosas eran comunes a todos, se permitía a cada uno ir a cualquier lugar y establecerse allí. Además, defiende la opinión, que se remonta al cosmopolitismo antiguo de la escuela estoica, de que desde entonces toda la humanidad “forma, en cierto modo, una única comunidad” o un espacio jurídico común. De ello deduce, en favor de los españoles en el Nuevo Mundo, los siguientes derechos migratorios:
-Derecho de inmigración y establecimiento: “Los españoles tienen derecho a viajar a las provincias de los indios y a permanecer allí, siempre y cuando ello no suponga ningún perjuicio para estos. Estos, en principio, no pueden impedirles la inmigración”.
-Derecho de comercio: “Se permite a los españoles comerciar con esos pueblos, siempre y cuando ello no suponga ningún perjuicio para su patria. Por ejemplo, pueden importar mercancías de las que esos pueblos carecen y exportar oro, plata u otros productos de los que esos pueblos tienen en abundancia. Los gobernantes de los indios no pueden impedir que sus súbditos hagan negocios con los españoles y, a la inversa, que los españoles los hagan con sus súbditos”.
-Derecho de uso de los bienes comunes: “Si hay cosas entre los indios que son comunes a sus ciudadanos y a los extranjeros, no se permite a los indios impedir a los españoles participar y compartir esas cosas (...), siempre que ello no suponga una carga para los ciudadanos y habitantes naturales de esos países”.
-Derecho de naturalización: “Incluso si allí nacieran hijos descendientes de un español y quisieran ser ciudadanos de esos países, no parece que se les pudiera privar del derecho de ciudadanía o de las ventajas de que gozan los demás ciudadanos. Me refiero a los padres que tienen allí su residencia (...), siempre que también soporten las cargas o tributos de los demás”.
Sin duda, Vitoria consideraba que la denegación de estos derechos migratorios elementales era motivo suficiente para una guerra de intervención gradual y justa de los españoles contra los indígenas con el fin de hacerlos valer, a pesar de la evidente desigualdad en el armamento. Porque Vitoria estaba convencido de que los españoles eran más beneficiosos que perjudiciales para los indígenas, ya que les traían la cultura europea y el cristianismo. Y a pesar de su concepción del mundo como una única comunidad, no se preguntó si los indígenas, por no hablar de los judíos y moros expulsados, tenían los mismos derechos fundamentales en España. Tampoco vio lo que incluso sus colegas Melchor Cano y Domingo de Soto percibieron, a saber, que los españoles no llegaron al Nuevo Mundo como “peregrinos” pacíficos, sino como “invasores”: “Si los franceses vinieran así a España, los españoles no lo tolerarían”.
La libre inmigración y emigración, el libre comercio, la libre explotación de los recursos naturales y el derecho a la naturalización por nacimiento en el país de inmigración suenan muy bien. En el siglo XVI, formaban parte de algunos acuerdos bilaterales entre países europeos. Pero en aquella época nadie en Europa pensó en universalizar esta reciprocidad de derechos para incluir a los indios o a los no cristianos. Y a finales del siglo XVI, el jesuita Luis de Molina (1535-1600) defendió la opinión que caracterizó la mentalidad y el derecho europeos en la era del absolutismo: “que un Estado soberano tiene derecho a prohibir toda inmigración y todo comercio de extranjeros, sin tener en cuenta si la admisión de extranjeros habría traído perjuicios o beneficios”.
El debate actual sobre la migración y la posición de la Iglesia católica
Entre estos dos polos, el universalismo tendencial de Vitoria y el proteccionismo de Molina, se desarrolla también hoy en día el debate sobre la migración. Algunos, como el filósofo jurídico estadounidense Bruce A. Ackerman, opinan que “el Estado no debe considerarse como un club privado y que no tiene derecho a prohibir la inmigración a los extranjeros: el mero hecho de haber estado allí antes, al igual que la pertenencia a una determinada raza o nación, no es una razón moral para negar a otros el acceso y la participación”.
Lo que Ackermann defendió a principios de la década de 1980 lo sostiene hoy, por ejemplo, el filósofo zuriqués Andreas Cassee (2016) en su tesis doctoral “Globale Bewegungsfreiheit. Ein philosophisches Plädoyer für offene Grenzen» (Libertad de movimiento global. Un alegato filosófico a favor de las fronteras abiertas). En ella critica las teorías dominantes sobre la restricción de la inmigración porque “sirven para garantizar la prosperidad de aquellos que tienen la suerte de haber nacido en el lugar adecuado”. Al final, Cassee incluso sugiere la desobediencia civil entre los nativos y los migrantes “cuando las restricciones migratorias existentes son moralmente insostenibles”.
El otro extremo frente a ese “buenismo”, defendido hoy sobre todo por partidos populistas de izquierda, lo representan los etnopluralistas xenófobos de la nueva derecha, que desde la década de 1980 se han dado a conocer (entre otras cosas, a través de las obras de Alain Benoist) con su “tribalismo” y que cuestionan la visión universalista cristiana del ser humano. Consideran que las migraciones son un gran mal, ya que conducen con su “infiltración” al “gran reemplazo” de las sociedades europeas por población inmigrada. En una forma más o menos atenuada, esta ideología caracteriza a los partidos populistas occidentales de la “extrema derecha” de nuestro tiempo y es parte del pensamiento de Donald Trump y sus consejeros.
Desde la encíclica Rerum Novarum (1891), la posición de la Iglesia católica se inscribe en la tradición de un desarrollo creativo de las tesis de Vitoria y muestra una gran continuidad en el debate sobre los derechos migratorios. La Iglesia defiende, entre otros, los siguientes principios:
-El derecho a no tener que emigrar, es decir, el derecho a “vivir en paz y dignidad en la propia patria” (Juan Pablo II, 2003).
-El derecho individual a la emigración y la inmigración (León XIII, 1891; Pío XII, 1952; Juan XXIII, 1963; Juan Pablo II, 1981), junto con la crítica a la “restricción arbitraria” de este derecho por parte de dictaduras o regímenes totalitarios, incluida la crítica a las deportaciones forzadas (Pío XII, 1952).
-El principio del derecho natural de que “el Creador de todas las cosas” ha creado en primer lugar “la totalidad de los bienes para el bien de todos los hombres” (Pío XII, 1952; Juan XXIII 1961), y que en el uso de los mismos “la justicia tiene la primacía”, pero “va de la mano con el amor” (Gaudium et spes 69). Por lo tanto, “todos los demás derechos, sean cuales sean, incluso el de la propiedad y el libre intercambio (...) están subordinados a esta ley fundamental. No deben dificultar su realización, sino, por el contrario, facilitarla. Es una tarea social seria y urgente devolver a todos estos derechos su sentido original” (Pablo VI, 1967).
-El derecho de un Estado a controlar sus fronteras, como ha subrayado recientemente el papa Francisco (2017).
-El derecho de los migrantes a la preservación de su dignidad.
-El derecho de los refugiados a la protección y la acogida.
La cuestión hoy, al igual que en la época de Vitoria, es cómo interpretar el principio que él formuló para regular la migración “que ello no suponga perjuicios o daños para los autóctonos”, es decir, quién debe decidir al respecto y en función de qué criterios; porque hoy en día no siempre resulta evidente que solo los autóctonos deban hacerlo, como si se tratara de una membresía en un club, sin tener en cuenta el bien común mundial de toda la humanidad. Desde el Concilio, la Iglesia habla de la “creciente interdependencia de todos los hombres y pueblos de todo el mundo”, que hace urgente la búsqueda del “bien común mundial” (Gaudium et spes 84).
Y precisamente en los últimos años ha postulado una reflexión más profunda sobre el bien común mundial como principio regulador de la migración y otras crisis, como la ecológica. No es la única institución que lo hace. Hoy en día hay que afrontar seriamente esta controversia en el debate sobre los derechos migratorios, buscando una posición ética entre el “buenismo” y el “tribalismo” y teniendo en cuenta el bien común no solo de cada uno de los estados, sino de la comunidad global. Ahora que las personas del mundo conquistado y colonizado por los europeos vienen a nosotros como “peregrini” es decir, en busca de trabajo o protección, y no como “invasores”, tenemos —quizás sea la astucia hegeliana de la historia en este caso— la oportunidad de demostrar lo serios que éramos realmente en el siglo XVI con los derechos migratorios.
Hacia un universalismo verdaderamente global
El debate sobre los derechos migratorios es, en el fondo, un epifenómeno del debate filosófico más fundamental sobre el universalismo de los valores. En lo que respecta a los derechos humanos, hay que evitar la trampa del relativismo posmoderno, según el cual existiría “una humanidad de primera clase y otra de segunda clase” (Peter Strasser), es decir, un mundo occidental en el que se aplica el derecho racional de que todos los seres humanos son iguales, y otro en el que la moral tribal-religiosa de la sharia o la razón de Estado totalitaria son buenas, por lo que no se debe interferir. Este “politeísmo cultural” (Odo Marquard, Richard Rorty, Paul Feyerabend) es a menudo un signo de que, en aras de la paz, “no se toma en serio” al interlocutor (Strasser). Por el contrario, el filósofo austríaco Peter Strasser aboga por un eurocentrismo ilustrado, que, sin embargo, renuncia al eurocentrismo en el sentido de una fijación local y geopolítica: “Éticamente, se trata de toda la humanidad”.
Para que esto no conduzca a las mismas aporías que el eurocentrismo de Vitoria, es decir, que seamos ciegos a los valores universalizables de los demás, deberíamos abogar, junto con el historiador y sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein y también en el sentido de Las Casas, por un “universalismo verdaderamente global y universal” en lugar del “universalismo europeo”. Según este último, solo la civilización europea, con sus raíces en Atenas, Jerusalén y Roma, habría dado lugar a la “modernidad”, que por definición se consideraba la encarnación de los verdaderos valores universales y de la verdadera “civilización”, mientras que en las otras culturas avanzadas siempre existía algo “incompatible con la marcha general hacia la modernidad y el verdadero universalismo”.
En nombre de consignas como “derechos humanos”, “democracia liberal” o “choque de civilizaciones”, muchos defienden hoy en día, en realidad, la imposición del universalismo europeo, es decir, los intereses “de las clases dominantes del sistema mundial moderno”, pero no la creación de un universalismo global del bien basado en la búsqueda común e igualitaria de valores verdaderamente universales. Para Wallerstein, la lucha por esos valores es “la gran empresa moral de la humanidad”. Y la teología y la Iglesia deben participar en ella, no solo con contribuciones parénéticas u homiléticas entre “buenismo” y “tribalismo”, sino con aportaciones argumentativas a la altura del debate ético actual.
Pero defender los derechos migratorios significa también pensar en el “derecho a no tener que emigrar” como un derecho fundamental. ¿Qué hacen los países occidentales o la Iglesia católica para defender este derecho en casos como estos?: Régimenes totalitarios que obligan de una forma u otra a emigrar a una parte importante de la población; países con un crecimiento demográfico irresponsable que por eso mismo abocan a gran parte de la población a buscarse la vida en otros lugares; países con violencia estructural en forma de guerra o mal gobierno que no son capaces ni pretenden garantizar una vida digna para sus ciudadanos y cuentan con que se marchen al mundo occidental los que no estén a gusto. Garantizar el derecho a no tener que emigrar supone implicarse en mejorar las condiciones de vida en los países de origen de los flujos migratorios, pues en ello, en ayudar al bienestar de los demás, nos va nuestro propio bienestar.
Y aunque se consiga garantizar ese derecho quedan los demás derechos migratorios como derechos fundamentales que convendría regular con una adaptación moderna del pensamiento de Francisco de Vitoria (poniendo límites razonables a la inmigración) para crear una “ética de la migración entre el buenismo y el tribalismo”, pues estos dos extremos son un peligro real para nuestros países y sociedades.
*Mariano Delgado es catedrático emérito de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de Friburgo (Suiza), donde fue Decano dos veces. Entre 2021-2025 fue Decano de la Classe VII (Religiones) en la Academia Europea de las Ciencias y las Artes (Salzburgo).