Hazte socio/a
Entrevista
Salvador Illa, presidente de la Generalitat

Hacia otro modelo de papado y de Iglesia

¿Realmente fue intención de Jesús constituir una monarquía absoluta en la cúpula del movimiento que puso en marcha?

Comunidad

Tras la elección de Robert Prevost como sucesor de Jorge Bergoglio, muchos se han empeñado en convencernos de que León XIV es un fiel continuador de Francisco. Ha habido quienes incluso se han atrevido a recomendarle lo que debería hacer para seguir los pasos del papa argentino.

Existen dudas y temores de que vaya a introducir cambios sustanciales, y una manera de conjurar esos temores ha consistido en repetir que todo sigue igual y que el nuevo papa, si bien con un perfil diferente, continuará por el mismo camino. Es una ensoñación pretender que sea como su antecesor y, más todavía, pensar que por insistir constantemente en ello, el papa se dará por enterado y terminará por adoptar la misma línea de Francisco.

Pero bueno, dejando a un lado estas disquisiciones que no conducen a ninguna parte, lo cierto es que, transcurridos siete meses desde su elección, nadie sabe a ciencia cierta qué orientación quiere dar a su misión León XIV. La teóloga colombiana Consuelo Vélez ya ha anticipado por dónde podría discurrir este pontificado: «Tengo la esperanza de que León XIV no vaya para atrás, pero no tengo mucha esperanza de que vaya para adelante».

Papa de la primavera

Estos comienzos, indefinidos y ambivalentes, dan pie para volver a preguntarse por la institución del papado y de la Iglesia hoy.

Que en pleno siglo XXI, toda la actividad de la Iglesia -la población que se declara católica en el mundo es de 1.400 millones de personas- esté pendiente, y sea dependiente, de las palabras, de los gestos, y de las decisiones de una sola persona, resulta difícil de entender.

Pedro ejerció un liderazgo indiscutible en los primeros tiempos del cristianismo, pero eso no impidió que tuviera fuertes controversias con sus compañeros. De un primum inter pares se ha ido evolucionando a un culto a la personalidad del papa hasta convertirlo en Jefe de Estado. ¿Realmente fue intención de Jesús constituir una monarquía absoluta en la cúpula del movimiento que puso en marcha? Un monarca al que, por otra parte, se le reconoce como Vicario de Cristo en la Tierra, cuando realmente es Vicario de Pedro, no de Cristo.

El papa es quien tiene la última palabra en todo. Es elegido entre un selecto grupo de varones nombrado para tal fin, sin que exista ninguna probabilidad de que entre los electores haya hombres laicos y mujeres (religiosas o laicas), menos que sea elegido un varón laico y, mucho menos, una mujer (laica o religiosa).

A su nombramiento se le atribuye, nada menos, que la intervención del Espíritu Santo. Una interpretación un tanto mágica, por medio de la cual la Iglesia institucional pretende justificar sus decisiones como provenientes de Dios. Y no es que el Espíritu no se haga presente en la comunidad y en cada persona, “sensando y haciéndo entender”, como diría Ignacio de Loiola, sino que el corporativismo clerical trata de hacernos creer que todo lo que ellos dicen y hacen lo quiere Dios. La elección de un papa ha sido históricamente −y, en gran parte, lo sigue siendo− un acto de poder, plagado de intrigas y presiones internas y externas. En él hay poco espacio para el Espíritu, aunque a veces se les cuele en contra de su voluntad.

Cardenales entrando al cónclave | EFE

Por el hecho de ser elegido papa, una persona no se convierte en omnisciente, y nada autoriza a situarlo por encima del sensus fidelium, del consenso de la comunidad creyente universal, como la teología romana se ha empeñado constantemente en afirmarlo. Es justo al contrario. El papa está al servicio de esa comunidad, habla en nombre de ella, su palabra es respetada y tenida en cuenta, pero no debe emitir pronunciamientos importantes ni zanjar cuestiones relevantes al margen de la ekklesia (la doctrina de la infabilidad pontificia, tal y como es presentada y practicada, resulta insostenible). Hay una democracia eclesial, la que proviene del Aliento del Espíritu a la comunidad, hacia la que Roma siente una profunda aversión.

Con cada papa, el catolicismo tiene que reacomodarse, en ocasiones violenta y forzadamente, para adaptarse a las nuevas directrices de una persona que es un creyente como los demás. Con sus luces y sombras, con sus contradicciones y aciertos, con sus techos de cristal (derivados de una biografía y una formación que lo condicionan). Sin embargo, para sus panegiristas, que suelen ser legión, el papa todo lo hace bien. Desde su elección, que siempre es la mejor y más conveniente de entre todas las posibles en un cónclave, hasta la última decisión que tome sobre cualquier asunto. Todo su hacer y decir se justifica con explicaciones carentes del más elemental espíritu crítico.

Este estado de cosas obedece a la inercia arrastrada desde épocas pasadas, en las que la potestas se impuso a la auctoritas, y se equiparaba a la palabra de Dios. El culmen de este delirio lo protagonizó Gregorio VII que, en el siglo XI, en su Dictatus papae, entre otras perlas deslizó esta: «Que su sentencia [la del papa] no sea rechazada por nadie y sólo él pueda rechazar la de todos». No obstante, Jesús aseguró que cuando dos o más, fueran quienes fueran, se reunieran en su nombre, él estaría en medio de ellos.

Con cuánta razón se ha cuestionado a tantos teólogos que han dedicado su trabajos a justificar las posiciones del poder eclesiástico en lugar de profundizar en la riqueza del evangelio, aunque eso no gustara al magisterio. Hans Küng afirmó que uno de los grandes errores de la Iglesia institucional ha consistido en anteponer la dogmática a la hermenéutica.

Juan Pablo II

Juan Pablo II trasladó el anticomunismo de la Iglesia polaca a toda la Iglesia universal y, desde él, combatió sin tregua a la teología de la liberación (unas posiciones en las que se vio incondicionalmente apoyado y alentado por el máximo responsable de la ortodoxia católica en aquel momento, el conservador cardenal Ratzinger). León XIV es oriundo de Estados Unidos, uno de las epicentros más agresivos y tóxicos del neoliberalismo, donde, en general, la religiosidad se vive de una manera muy particular. Para muestra, ahí están los apoyos de altos clérigos y laicos católicos a Donald Trump, las imágenes de este presidente con una biblia en la mano después de haber lanzado a las fuerzas de seguridad contra los inmigrantes, o la inscripción en los billetes del dólar de la frase “In God we trust” (son el imperio, y han decidido que no hay ninguna objeción en servir simultáneamente a Dios y al dinero: ¡America first!).

Robert Prevost tiene a su favor que vivió durante mucho tiempo en Perú, pero no se sabe hasta qué punto llegó a interiorizar, a hacer propios, otros modos de vivir la fe, como los de la teología de la liberación, del peruano Gustavo Gutiérrez, o la pedagogía del oprimido, del brasileño, y también cristiano, Paolo Freire. Hay una diferencia sustancial entre asistencialismo y liberación. La primera confirma al sistema capitalista, porque tapa sus carencias, supliendo lo que debería hacer y no hace; la segunda lo deconstruye, porque pone en evidencia sus falsedades y mentiras.

Hasta ahora, la mayoría de las intervenciones de León XIV se han mantenido en el plano de los principios, con exhortaciones genéricas acompañadas de una espiritualidad de corte tradicional -autorización de la misa tridentina, en contra de las restricciones impuestas por Francisco- y piadosa. Al escucharlas, queda la sensación de que se dirige principalmente a la dimensión individual del ser humano, sin apenas menciones a la dimensión social ni a las injusticias estructurales del sistema, a las que no identifica explícitamente ni cuestiona.

En la audiencia general semanal del pasado 24 de septiembre, el papa pidió a los católicos rezar el rosario todos los días del mes de octubre por la paz en el mundo. Con demasiada frecuencia, los cristianos pedimos a Dios que resuelva aquello que nos corresponde resolver a nosotros. Hay que orar, pero también hay que hacer. Todo lo que suponga eludir la acción y la denuncia profética es entender el cristianismo como una fuga mundi. Y en la espiritualidad cristiana hay una tendencia muy acusada a evitar el compromiso con la realidad política y social, debido a que secularmente el clero así lo ha fomentado e inducido. El Reino del que tanto hablaba Jesús no tenía nada que ver con el sistema vigente en la sociedad de su tiempo, ni tiene nada que ver con el existente en la nuestra. Cuando Jesús dijo que su Reino no era de este mundo, no se refería a abstracciones ni a un Reino del más allá. No, no. Se refería a otra manera de organizar las relaciones interpersonales y las relaciones entre los pueblos, aquí, en la tierra, de conformidad con la voluntad del Padre.

Libro de Díez-Alegría

En este planeta roto, presa de la irracionalidad y la violencia de la extrema derecha, los cristianos deberíamos mantener gestos insumisos y actitudes proféticas, porque los señores del mundo y sus entramados de poder rechazan todo diálogo que no se entienda como una aceptación incondicional de sus exigencias. Ser como los manifestantes contra la presencia del equipo de Israel en la Vuelta ciclista: alzarnos y transgredir pacíficamente las normas injustas, porque más allá de la legalidad está la eticidad (en muchas de sus manifestaciones, la legalidad no es otra cosa que la forma que toma la voluntad de los poderosos). Jesús no dudó en defender a sus discípulos cuando arrancaron espigas de trigo para saciar su hambre, a pesar de que aquel día era sábado. No está hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre, les espetó a unos puritanos que tuvieron que escuchar cómo desmontaba sus construcciones rituales. Unos puritanos exactamente iguales a los que hoy en día prefieren la injusticia al desorden.

José María Díez-Alegría, en su libro Rebajas teológicas de otoño, dedicó un capítulo a lo que él denominó “La gran traición”. En él afirma que «El cristianismo histórico es lo contrario de lo que fue Jesús». Y, en este sentido, recordó las palabras del teólogo luterano alemán Ernst Käsemann en su escrito “La llamada de la libertad”: «Hoy hay que partir necesariamente del hecho de que las iglesias han sido generalmente a lo largo de mil quinientos años un apoyo de las clases acomodadas y rectoras. En cuanto tal, han participado en la injusticia, la opresión, el robo y el asesinato llevados a cabo por los poderosos, y no rara vez recibieron incluso su tanto por ciento de recompensa».

Somos cocreadores junto a Dios de un proyecto que nos desborda, pero que resulta enormemente seductor. Y si bien es cierto que la dimensión espiritual es determinante, porque es nuestro motor, la que nos hace conscientes de nuestro ser, de nuestro para qué vital, no hay que olvidar, como recordó el mismo Díez-Alegría, que «no es la plegaria la que sustenta la presencia de Dios, sino la presencia de Dios la que da sentido a la plegaria, porque la presencia de Dios no es un “sentimiento”, sino un “existencial”, es decir, una “situación” transcendental de la concreta existencia». Y desde esa situación trascendental de la concreta existencia resulta imperativo actuar, comprometernos en la transformación de una realidad a la que Dios nos invita y da cabida.

Con ocasión de su viaje a Turquía y Líbano, el papa ha manifestado que “La Santa Sede apoya públicamente la solución de los dos Estados para Palestina e Israel”. Con independencia de que las organizaciones palestinas ya han dejado atrás esa solución, la materialización de semejante acuerdo consagraría la política de los hechos consumados buscada por Israel.

Francisco

Hoy puede afirmarse, con una certeza absoluta, que la dirigencia mundial −con Estados Unidos (Donald Trump) y Europa (Ursula von der Leyen) al frente− no es que haya querido solucionar el conflicto palestino-israelí y no haya acertado, sino que ha elegido contribuir criminalmente a un genocidio, porque los intereses geopolíticos y las expectativas de riqueza que existen detrás de ese exterminio programado eran prioritarios. Esta realidad la ha puesto de manifiesto la relatora de la ONU para Palestina, Francesca Albanese, que acaba de afirmar que «el genocidio en curso en Gaza es un crimen colectivo», llevado a cabo por Israel con «la complicidad de Estados terceros influyentes».

Las Iglesia católica no ha sido indiferente a la barbarie, pero le ha faltado coraje y ha hecho muy poco por evitarla, más allá de pronunciar bellas palabras y mantener acciones diplomáticas que, como la mayoría de las gestiones llevadas a cabo a través de estos canales, casi siempre suelen estar encaminadas a alcanzar acuerdos que terminan consagrando los atropellos de los poderosos. En este tipo de negociaciones no se acostumbra a concentrar los esfuerzos en hacer justicia, sino en que se firme la paz de los cementerios.

En un primer momento, Israel ataca, mata y roba y, con posteridad, los “Estados terceros influyentes”, a los que se refiere Francesca Albanese, pretenderán celebrar una conferencia de paz en la que se acuerde consolidar el actual statu quo. Eso sería dejar las cosas como están -un Estado palestino debilitado y muy pequeño-, y constituiría un cheque en blanco a la impunidad. Sin embargo, el Vaticano lo avala. Lo justo sería devolver los territorios robados a Palestina, resarcir a este pueblo por la destrucción generalizada que le ha ocasionado el sionismo desde 1948, e iniciar unas conversaciones de tú a tú entre Palestina e Israel sin el apriorismo de los dos Estados.

Hermano Robert, ¿qué hubiera pasado si te hubieras embarcado en la Flotilla Global Sumud camino de Gaza? Puede parecer descabellado hacer esta pregunta a un papa. Sin embargo, no resulta descabellado imaginar que, de haber vivido entre nosotros, seguramente Jesús se hubiera subido a bordo.

Palestina

Para caminar hacia la utopía del Reino, hay que abandonar el modelo vertical y patriarcal que persiste en la Iglesia y adoptar otros modos de organización más participativos y horizontales. El papado debería evolucionar hacia otras formas de ejercer las funciones de dirección de la comunidad creyente más corresponsables, más sinodales. Ser la voz de una comunidad polifónica que no admitiera componendas con los poderes destructivos del planeta, que aportara dimensiones de sentido a la existencia humana, y que no tuviera miedo a las conquistas de la conciencia humana. La dirigencia de la Iglesia, en todos sus grados, debería abandonar el lujo y la ostentación -vestimentas, palacios, salarios, viajes, niveles de alto bienestar material …- y vivir de una manera más austera: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero este Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza», cuentan Mateo y Lucas que dijo aquel judío marginal y antisistema.

Jesús cuestionó radicalmente la manera de entender a Dios y el modo de estar en la vida por parte del judaísmo de su tiempo. A tal punto, que decidieron matarlo. Por una cuestión de poder, la jerarquía católica nunca ha querido prestar atención al verdadero significado de este enfrentamiento, y ha vuelto a reproducir en su seno el mismo esquema de organización religiosa qué Jesús criticó: los de arriba y los de abajo, la iglesia docente y la iglesia discente, las mujeres, siempre y en todo, supeditadas al varón.

Él fue un laico. Y sus seguidores, hombres y mujeres, también fueron laicos. Sin embargo, el cristianismo, a partir del siglo IV, ha sido colonizado, y está completamente controlado, por el estamento clerical masculino, que se ha convertido en un obstáculo y una rémora para cualquier avance (estos días se ha hecho público el informe de la Comisión del Vaticano sobre el acceso de las mujeres al diaconado en el que, por una amplia mayoría, se excluye esta posibilidad; una conclusión que no por esperada resulta menos hiriente, porque entre los integrantes de la Comisión, compuesta por diez personas, había cinco mujeres).

Leon XIV con los jóvenes

Debería ser al papado, en atención al poder tan absoluto que concentra y a la comunión debida, el que propiciara e impulsara esa gran transformación pendiente en el cuerpo de la Iglesia, abandonando él mismo un protagonismo y una preeminencia que no encajan con las propuestas y actitudes de Jesús.

Lo expuso hace muchos años Pierre Teilhard de Chardin, pero nadie le hizo caso:

«Mientras la Iglesia no resuelva, mediante una cristología renovada (cuyos elementos se hallan todos a nuestro alcance) el conflicto entablado en la actualidad entre el Dios tradicional de la Revelación y el Dios “muevo” de la evolución, se irá acentuando el malestar, no solo fuera, sino en lo más vivo del cuerpo creyente; y, “pari passu” [paralelamente], irá disminuyendo la capacidad cristiana de seducción y conversión».

También te puede interesar

Lo último