Ven Padre de los pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu luz Ven Espíritu Santo que tu Pueblo no vive sin tí

Ven Espíritu Santo que tu Pueblo no vive sin tí
Ven Espíritu Santo que tu Pueblo no vive sin tí

El Espíritu Santo recompone la semejanza a la Trinidad: uno y muchos. Nos hace pueblo y poliedro, unidad en la diferencia...nos incorpora a un Pueblo, una Historia y un Destino. Pentecostés es hacerse Pueblo de Dios

 El cristianismo es cercanía de la Encarnación de Jesús..., que hace de nosotros una familia, no una aséptica sociedad artificial reducida a mercado, donde uno está sólo y es únicamente un código de barras de consumidor y competidor sin vínculos humanos.

el Pueblo de Dios de la calle, ha terminado priorizando las procesiones, los sacramentales, las bendiciones, el agua bendita, el ramo de olivo, el Jesús del Madero y las Macarenas que conmueven más que en muchos templos. Nos sumergen en una pertenencia comunitaria al Misterio misericordioso de Dios 

llega el Papa Francisco y nos dice que ¡hay que dejarse enseñar por ese Pueblo! y ha encaminado este aprendizaje en la SINODALIDAD, que escandaliza a la estructura clericalista y autorreferencial, los grandes males eclesiales.

El pueblo es la materialidad de lo cotidiano, imprescindible vehículo sacramental asumido por Cristo para construir el Reino y su Justicia. No percibirlo es hacer del cristianismo un proyecto artificial, una nueva idolatría de la razón ilustrada...Sin Nazareth no hay salvación.

Pentecostés nos recuerda que la salvación no es evasión espiritual sino sacramento, el Espíritu del Dios que nos hace carne de un Pueblo que camina en la Historia curando heridas, hacia los cielos y tierras nuevas.

Un cuerpo sin alma ya no es cuerpo, es un montón de materia orgánica en descomposición. ¿Qué sería la Iglesia sin el alma del Espíritu Santo? Tan solo un grupo en permanente descomposición, nostálgico de un gran maestro del pasado, que dejó buenas enseñanzas como tantos otros buenos hombres.

El Espíritu del Señor anima y vivifica ese cuerpo que son los creyentes y nos da capacidad para ver lo que está en la carne de la historia: la Presencia misericordiosa y transformadora del Resucitado.

El cristianismo no es afirmar la existencia de un dios deísta desentendido del mundo, fruto de la razón ilustrada con sus moralinas burguesas, que le ha prohibido al Dios de Abraham entrar en la historia y ser protagonista de un Pueblo de hermanos.

El cristianismo, en cambio, es la cercanía amorosa de la Encarnación de Jesús, muerto y resucitado, escándalo para las construcciones religiosas y necedad para los racionalismos inmanentistas. Él hace de nosotros una familia, no una aséptica sociedad reducida a mercado, donde uno está sólo y es un código de barras de consumidor y competidor sin vínculos humanos.

El Espíritu Santo es el dulce huésped del alma que cura nuestras heridas para no salir al mundo como resentidos policías de la moral, fariseos maquillados de buenitos. Nos conmueve para ser atentos samaritanos de los descartados del camino de la vida, esos Cristos crucificados de incógnito que testificarán en el Juicio del último día. Un fuego que arropa, que abre los ojos para vivir como propias las heridas del mundo, preservándonos del fuego eterno de los epulones.  

El Espíritu de Dios reconcilia lo particular con lo universal, la persona y los grupos de personas con la sociedad y las sociedades. Renueva la semejanza a la Trinidad: uno y muchos. Nos hace pueblo y poliedro, unidad en la diferencia. Hasta Hegel, el filósofo del dios racionalista, intuía que “la paz es la reconciliación de lo particular con lo universal”, pero esa paz no es posible en la ilustración sin Misterio.

Antes estábamos solos y perdidos. El Espíritu de Dios nos incorpora a un Pueblo, una Historia y un Destino. Pentecostés es hacerse Pueblo de Dios, "donde nunca se está del todo solo, donde cualquier umbral es la morada".

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El Espíritu de Dios obra sacramentalmente en su Pueblo

El espíritu obra sacramentalmente, se expresa con los 7 sacramentos, pero que es mucho más que esos  momentos privilegiados por el Concilio de Trento. Reducir lo sacramental del cristianismo a esos siete momentos como algo cerrado y mágico, es un sacramentalismo que empobrece la economía salvífica.

El catolicismo es sacramental porque el ser humano lo es, necesita ver, tocar, oler, gustar, oír sensiblemente para aprehender las realidades espirituales. Por eso Trento percibió en su momento la importancia de no reducir la fe cristiana a un espiritualismo sin carne, inhumano y bellas ideas sin realidad. Insistió en que Dios se hace carne en la historia y en la vida personal y social de un Pueblo.

Esos pequeños y nada exóticos signos como el agua, el pan, las palabras del sacerdote, el óleo que impregna de permanencia, el cirio, el color, etc. son tomados litúrgicamente como vehículos sensibles y eficaces de la nueva Vida en Cristo. Sin esa materialidad de lo cotidiano no hay Encarnación, sólo ideas gnósticas o activismo pelagiano. No basta la Palabra si no se reconoce su Encarnación que habita entre nosotros (Angelus). El pueblo es una realidad sociológica, cultural y sensible que es asumida por Jesús para ser signo eficaz de Gracia. Porque lo que no se asume, no se redime (S. Ireneo). Por eso Lumen Gentium toma la figura de pueblo para hablar de la Iglesia, de la cual dice que es como un Sacramento (LG 1).

Pero la institución eclesial ha formalizado demasiado los sacramentos hasta hacerlos aburridos, forzados, para especialistas en liturgia. Por eso el Pueblo de Dios de la calle, ha terminado priorizando las procesiones, los sacramentales, las bendiciones, el agua bendita, el ramo de olivo, las medallitas, el Jesús del Madero y las Macarenas que conmueven más que en muchos templos. Nos sumergen en una pertenencia comunitaria al Misterio misericordioso de Dios  (cf. V. Codina, La religión del Pueblo) Quien busque en estas expresiones las ortodoxias y purezas doctrinales y litúrgicas, se equivoca de lugar, allí sólo están los sencillos -llenos de taras- pero guiados por el Espíritu. Aquellos por los que Jesús alaba al Padre en contraposición con los sabios de este mundo (Mt 11, 25).

No es tanto la gente que se ha alejado de la Iglesia, sino que ésta se ha olvidado dónde está el pueblo, lo mira con desprecio, sutilmente lo subestima por “ignorante” de la teología que estudia gnósticamente y que ni siquiera le enseña por presuponer que es demasiado bruto para entender algo. ¿Qué tipo de cultura del Encuentro se puede vivir así?

Pero providencialmente llega el Papa Francisco y por si fuera poco, nos dice que ¡hay que dejarse enseñar por ese Pueblo! y ha encaminado este aprendizaje en la SINODALIDAD, que escandaliza a la estructura clericalista y autorreferencial, los grandes males eclesiales denunciados por él.

La Sinodalidad contrarresta esa obsesión clericalista por imponer poder institucional y la superioridad sacral de sus clérigos, obtenida como trámite por no casarse y mantenerse "angelicales" por sobre la “inferioridad” de laicos y sacerdotes casados. La obligatoriedad del celibato, que se vive erróneamente como “sinónimo” o “fuente” del sacramento del orden, es una deuda con la sacramentalidad del catolicismo que valora la carne y lo sensible cotidianum como camino hacia Dios. Una rémora del maniqueísmo espiritualista que reprime y termina desatando, como olla a presión, los demonios de múltiples abusos y pederastias.

Este alejamiento del Pueblo es también un alejamiento de la historia y los signos de los tiempos. Siempre recuerdo, como un símbolo de esta desconexión, cuando Lenín asaltó el palacio de invierno, un hito en la leyenda comunista. En ese mismo momento, los obispos estaban reunidos muy cerca... ¡discutiendo rúbricas litúrgicas!. Evadidos de lo que estaba pasando e incapaces de ser protagonistas del conflicto de su pueblo para evitar el mar de sangre que se venía.

La institución eclesial muchas veces no escucha al Espíritu de Dios que sopla en la Historia y en el Pueblo, y solo interviene cuando ya es tarde y para condenar. Lo peor es cuando procura tener a sus fieles  piadosos y sometidos a ese espiritualismo sin carne, sin interés por lo que pasa en el mundo, sin sensibilidad operativa con los que están tirados al borde del camino, los pobres que son el Sacramento de nuestra salvación…o de nuestra condenación. (Mt.25)

El pueblo es la materialidad de lo cotidiano, imprescindible vehículo asumido por Cristo para construir el Reino y su Justicia. No percibirlo es hacer del cristianismo un proyecto artificial, una nueva idolatría de la razón ilustrada, que cree que por hacer mas leyes y poner más exigencias…que nunca terminan cumpliéndose, construirá una “sociedad perfecta” a espaldas del Misterio del Amor cotidiano de Dios que se ha hecho carne, historia, cultura cotidiana y pueblo. Sin Nazareth no hay salvación.

Pentecostés nos recuerda que la salvación no es evasión espiritual sino sacramento, el Espíritu del Dios que nos hace carne de un Pueblo que camina en la Historia curando heridas, hacia los cielos y tierras nuevas. Por eso pedimos: “Ven Padre de los Pobres, ven a darnos tus Dones, ven a darnos tu Luz”

Poliedroyperiferia@gmail.com

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