Dios humaniza desde la compasión con lo que está "perdido"
La Salvación viene desde abajo
Dios humaniza desde la compasión con lo que está "perdido"
En un mundo de odio tentado por dos fugas igualmente alienantes —el materialismo absoluto que idolatra la posesión y el espiritualismo etéreo que desprecia la carne— la Navidad irrumpe silenciosamente en las periferias del mundo para instalarse en lo cotidiano. No celebra la fuga del mundo (fuga mundi), sino la inmersión radical en él. Jesús es el inmigrante de la divinidad que viene a comenzar una Vida Nueva en la Patria de los desposeídos. El Verbo, la Palabra definitiva de Dios, “se hizo carne” (Jn 1,14), una palabra concreta, vulnerable, sujeta al tiempo, al dolor y la alegría común de la gente.
En Navidad Dios comienza la salvación “desde abajo”. Es su “Plan”. Resistido por las estructuras humanas religiosas o no, que siempre quieren evangelizar o cambiar el mundo “desde arriba”, y desde allí dar disciplinas, órdenes, corregir, condenar, etc., sin interesarse de verdad por la vida real de los de abajo. Por eso la gente desconfía de los funcionarios de las instituciones religiosas o civiles; sabe que no les interesamos realmente; no están en la puerta de al lado.
Navidad no es el gesto de un Dios distante que bendice desde la altura los poderes establecidos, sino el compromiso irrevocable con lo humano, a partir de lo descartado. La “opción preferencial por los pobres” es interpretación del Misterio de Dios y del hombre (Gustavo Gutiérrez).
Por eso, Navidad es la antítesis de toda religión que, como “pata religiosa de los sistemas opresivos” (Comblin), ofrece extorsivamente consuelo ultraterreno a cambio de sumisión histórica. Es la fiesta de un Dios que acompaña todos los días a los “perdedores” del sistema-mundo, para subvertir desde dentro la lógica de la soberbia, la vanidad y la exclusión.
El núcleo de la Encarnación es la kénosis: Cristo, “aunque era de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo” (Flp 2,6-7). Este despojamiento divino reconstituye una nueva humanidad. Revierte la dinámica adánica del Génesis, de “ser como dioses” (Gn 3,5), la soberbia para oprimir a los otros y manipular a Dios mediante religiones amañadas.
La kénosis navideña es la humildad de Dios para humanizar al hombre. Mientras el proyecto adánico (y sus réplicas históricas: imperios, colonialismos, capitalismos salvajes, ideologías sangrientas) busca ascender, acumular y dominar, el proyecto de Belén consiste en descender, entregar y servir.
La historia de Navidad es la de la fuerza hecha debilidad, la del poder hecho servicio. Esto subvierte toda ideología de competencia y ganancia a cualquier costo. El Papa Francisco, en Fratelli Tutti, vincula esta soberbia con la crisis civilizatoria actual: “La marcha de la humanidad… se ha desviado hacia la autorreferencialidad de ser como dioses” (FT 29). El pesebre, con su Dios impotente, es la respuesta viviente: la verdadera plenitud no está en la autodeificación, sino en la comunión amorosa con los humildes de la tierra.
El Reino de este niño no es un abalorio religioso de los imperios de este mundo, ni un consuelo espiritual que legitime sus injusticias. Es su transformación radical desde dentro, una revolución de misericordia. No se edifica con los triunfadores del sistema, sino con los heridos que el mismo sistema produce y con los samaritanos que, conmovidos, deciden bajarse y participar.
Por eso los Herodes de ayer y de hoy —los poderes políticos, económicos y religiosos basados en la opresión— le temen instintivamente. Saben que su lógica hedonista y excluyente tiene pies de barro (Dan.2,41). Pero como saben que también hay que tener una pata religiosa, acuden a iglesias y clericalismos que silencian la doctrina social a cambio de estar al lado del poder. Pasa con los populismos retrógrados en esta época en que algunos auguran “la vuelta de la religión”, aunque no especifican si es lo mejor o lo peor de ella.
En el horizonte de este Reino, resonará siempre, como juicio y esperanza, el “ay de vosotros” (Lc 6,24-26) dirigido a quienes construyen su bienestar sobre el dolor ajeno o son indiferentes y cómplices con él.
El lugar y las circunstancias del nacimiento de Jesús no son anecdóticos, sino programáticos. Nace en la periferia de un imperio (Belén de Judea), en la precariedad de un pesebre, anunciado a pastores marginados social y ritualmente. Dios se asocia a los “perdedores” del sistema-mundo, a los descartados por la economía y la religión oficial. Esta opción desenmascara y deslegitima la constante tentación histórica de un cristianismo nacionalcatólico triunfalista, aquel que usa la cruz como estandarte de conquista y la espada como instrumento de conversión, desde las Cruzadas, Inquisiciones y colonialismos hasta hoy.
Este cristianismo de poder ha traicionado al Dios del pesebre. Sobrino afirma que “el ídolo más letal de la historia ha sido el Dios del poder, el dios que bendice las guerras, las conquistas, los imperios”. Frente a este ídolo, el Niño de Belén es el Dios de la vulnerabilidad solidaria. No viene a someter a los diferentes, sino a hermanarse con ellos.
La Nobel Toni Morrison, en su exploración del dolor de los oprimidos, captó esta esencia: “La función de la libertad es liberar a alguien más”. El Dios que se hace libre en la limitación humana viene precisamente a eso: a liberar. Su reinado es una “civilización de la pobreza compartida” (hecha de justicia y sobriedad) frente a la “civilización de la riqueza” que mata y excluye. (Ignacio Ellacuría, mártir)
La kénosis y la opción por los perdedores convergen en el mensaje más radical de la Navidad: un grito de fraternidad universal que no admite exclusiones. En el pesebre no hay aduanas morales ni requisitos de pureza racial ni certificados de solvencia económica ni pertenencias a sectas espirituales de moda. La gloria de Dios brilla para todos (Lc 2,10), especialmente para aquellos a quienes el mundo considera indignos. Este es el fundamento de una comunidad expansiva y contagiosa: “La fraternidad universal no excluye a nadie” (Francisco, Homilía, 2020).
Esta fraternidad navideña es un antídoto contra el paradigma tecnocrático, los nacionalismos xenófobos, las moralinas excluyentes y las economías que matan. José Saramago, en su crítica a los dogmatismos, recordaba que “Dios es el silencio del universo, y el hombre el grito que da sentido a ese silencio”. El grito de Belén es el grito que da sentido: es el grito de un Dios que, enmudeciendo su omnipotencia, grita con su existencia que nadie puede ser perseguido por ser de otro país, edad, género, creencia, raza o condición.
La Navidad proclama que la dignidad es la carne humana que Dios asumió, toda carne, sin excepción. “Dios se deja arrinconar, empujar fuera del mundo (al Belén) y a la cruz… y solo así está con nosotros y nos ayuda” (Bonhoeffer). El Dios del pesebre está arrinconado con los arrinconados y, desde ahí, ayuda a levantarlos a la dignidad de hijos.
La Navidad no es, por tanto, un recuerdo dulzón, sino un alimento permanente y una tarea histórica. Nos revela un Dios comprometido, cuya gloria es la misericordia encarnada en los establos del mundo. Desautoriza toda espiritualidad de evasión y todo poder religioso ejercido como dominación.
Del pesebre surge una tarea: encarnar la misma kénosis solidaria. Esto significa “bajar” y ensuciarse las manos con la realidad del hermano sufriente (cf. Evangelii Gaudium). Significa desconfiar de toda pretensión de superioridad –moral, intelectual o espiritual– y reproducir la humildad del Niño Dios. Significa construir comunidades de fraternidad tangibles donde, como en Belén, nadie sea excluido y todos sean servidores.
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