Hazte socio/a
Tema del día
Aquí te adelantamos los temas del primer consistorio de León XIV

Homilía Feminista para el IV Domingo de Adviento

#AdvientoFeminista2025

Romanos 1, 1-7 — Mateo 1, 18-24

María en diálogo sororal | Luz Estela (Lucha) Castro

Queridas hermanas y hermanos en la fe:

Hoy la Palabra nos coloca frente a dos figuras centrales para nuestra espiritualidad: Pablo, en la segunda lectura, y María, en el evangelio. Y desde estas figuras, el Espíritu nos invita a mirar críticamente nuestra tradición, a depurar aquello que ha sido moldeado por estructuras patriarcales, y a recuperar la memoria viva de las mujeres que construyeron la Iglesia desde los inicios.

Una mirada crítica a la segunda lectura: Pablo y el patriarcado que heredamos

La segunda lectura comienza con una afirmación solemne: “Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol” (Rom 1,1).

En la Iglesia lo hemos aceptado siempre con naturalidad: Pablo es apóstol. Y lo es. Lo reconocemos porque asumió con valentía la misión que recibió, porque su encuentro con el Resucitado transformó su vida y porque sus palabras nutrieron a las primeras comunidades.

Pero nos acostumbramos a que la palabra “apóstol” la asociemos solo a hombres , como si jamás hubiera existido una mujer apóstola o como si Dios hubiera cerrado el camino del ministerio a la mitad de su pueblo.

Sin embargo, la misma Carta a los Romanos en ese capítulo 16 que pocas veces se proclama desde el ambón, nos recuerda algo esencial:

Junia: apóstola. Romanos 16,7: “Saluden a Andrónico y a Junia… sobresalientes entre los apóstoles.” Junia no solo fue discípula: fue apóstola. Por siglos se intentó masculinizar su nombre (“Junias”), pero la exégesis moderna ha confirmado sin duda que era una mujer reconocida como apóstola por Pablo.

Febe: diaconisa. Romanos 16,1–2 presenta a Febe, llamada explícitamente diaconisa de la Iglesia de Cencreas, y además portadora de la carta a los Romanos, una misión de enorme autoridad.

Priscila: maestra de maestros. En Hechos 18,26, Priscila (mencionada incluso antes que su esposo Aquila) instruye y corrige a Apolo, uno de los grandes predicadores del cristianismo primitivo.

Y continuando en el camino de recuperar la memoria de las mujeres borradas por el patriarcado eclesial, brilla con luz propia

María Magdalena.

Los evangelios son claros: Juan 20,11–18 nos la muestra como la primera testigo del Resucitado y la primera enviada a anunciar la Pascua: Jesús mismo la constituye mensajera apostólica: “Ve y anuncia…”. Lucas 8,1–3 la presenta como discípula activa y sostén del grupo itinerante.

Durante siglos fue reducida, distorsionada o difamada por predicaciones que la convirtieron injustamente en “pecadora arrepentida”, pero gracias a la exégesis y la hermenéutica feminista —y al reconocimiento institucional— su dignidad ha sido restaurada. El Papa Francisco, en 2016, elevó su memoria al rango de fiesta, igualando así su celebración a la de los apóstoles, y reconociéndola oficialmente como “apóstola de los apóstoles”.

Las mujeres de las primeras comunidades de la Iglesia primitiva son signos de que el discipulado femenino es parte esencial del cristianismo. ¿Cómo puede una Iglesia que proclama que en Cristo “ya no hay hombre ni mujer” (Gálatas 3,28) sostener estructuras que excluyen a más de la mitad de su pueblo en nombre de una tradición que no viene de Jesús, sino de interpretaciones patriarcales? ¿Cómo puede una Iglesia que predica la justicia justificar la desigualdad? ¿Cómo puede una Iglesia que afirma que la vocación es un regalo de la Ruah decidir por adelantado a quién la Ruah puede o no llamar?

Pero la Ruah sigue soplando. Sopla en nuestras comunidades, donde las mujeres predicamos, sanamos y acompañamos. Sopla en la teología feminista que nos devuelve la memoria de nuestras ancestras en la fe. Sopla en esta Iglesia real —no la de los documentos, sino la de las casas, los barrios, las comunidades donde la vocación de las mujeres es evidente, fecunda y necesaria.

María: no la idealizada, sino la real

El evangelio de hoy (Mateo 1,18-24) nos presenta a María en medio de una situación compleja, humana, profundamente vulnerable. A lo largo de los siglos, el imaginario colectivo construyó otra María: una María sin mancha en un sentido que la separa de la realidad humana, una María perfecta, casi inalcanzable, una imagen sexista, a veces más útil para controlar a las mujeres que para expresar el amor de Dios.

Pero la María del evangelio no es de porcelana. Es una mujer de carne y hueso, joven, pobre, situada en una sociedad patriarcal que podía apedrear a una mujer embarazada fuera del matrimonio.

María es grande por su fe, no por su perfección abstracta.

María fue compañera, madre, amiga, mujer de pueblo, creyente que apostó por el Reino en medio de riesgos reales. Ella es grande porque creyó, porque se comprometió, porque sostuvo a su hijo como lo hacen las madres, tías, abuelas y hermanas que sostienen nuestras familias y comunidades.

María educó a Jesús.

Jesús no se hizo solo. No despertó un día diciendo: “Soy el Hijo de Dios.” Aprendió a orar, escuchar, discernir, confiar en Dios, y leer los signos de los tiempos de su madre. María fue la primera en intuir el misterio de la Trinidad cuando acogió la acción del Espíritu (la Ruah) y engendró al Hijo en su interior.

Y por eso decimos, con toda claridad: la grandeza de María no está en su sexo sino en su corazón creyente.

María con amigas y hermanas

María del Magníficat

Y nuestra devoción nace sobre todo del Magníficat (Lc 1,46-55): la mujer que canta la justicia, que derriba a los poderosos, que levanta a los humildes, que anuncia un Dios que es Padre y Madre, defensor de la vida.

Por eso, si Jesús tuvo hermanos o no, es secundario. La grandeza de María no está en su sexo sino en su corazón creyente y en su revolucionaria opción por el Reino.

Este Adviento nos invita a preparar el corazón para el Dios padre y madre que se hace presente en las periferias de la vida, que confía el anuncio más grande de la historia a mujeres sin poder, que se deja reconocer primero por quienes no tenían voz en su sociedad.

Es el Dios con entrañas de madre que escucha el clamor de quienes esperan justicia y que derriba del trono a las y los poderosos para elevar a quienes han sido humilladas.

En el Adviento esperamos a Jesús. Pero no podemos esperarlo desde estructuras que contradicen su mensaje.

Que esté adviento conduzca nuestros pasos a caminar hacia una Iglesia más fiel al Evangelio.

Hoy la Palabra nos llama a recuperar la memoria de las mujeres borradas por la historia oficial, reconocer la urgencia de abrir ministerios, incluyendo el diaconado femenino, porque es bíblico, histórico, necesario, y la palabra nos invita a vivir una devoción adulta a María, no infantilizada ni idealizada, sino comprometida como ella con la justicia, y construir comunidades donde la igualdad no sea teoría sino práctica real.

Que la Ruah, el Espíritu que cubrió con su sombra a María, nos despierte, nos transforme y nos haga nacer a una Iglesia más verdadera.

Amén.

Lucha Castro

También te puede interesar

#Navidad Feminista2025

A Dios le encanta nacer

#AdvientoFeminista2025

Una luz vuelve a nacer

Lo último