En el país de los cedros, León XIV pide a los jóvenes "ser la savia de esperanza que el país espera"
Emotivo encuentro el de esta tarde –ya noche cerrada en el Líbano– entre el Papa y los jóvenes, a quienes dedicó palabras cargadas de esperanza en ellos, después de haber escuchado de su propia boca los testimonios de algunos de ellos que, en una tierra martirizada, "hablan de valentía en el sufrimiento, de esperanza en la desilusión, de paz interior en medio de la guerra"
"Con la fuerza que reciben de Cristo –prosiguió en su discurso–, ¡construyan un mundo que sea mejor que el que han encontrado! Ustedes, jóvenes, son más directos en tejer relaciones con los demás, incluso diferentes por su entorno cultural o religioso. La verdadera renovación, que un corazón joven desea, comienza con gestos cotidianos"
Emotivo encuentro el de esta tarde –ya noche cerrada en el Líbano– entre el Papa y los jóvenes, a quienes dedicó palabras cargadas de esperanza en ellos, después de haber escuchado de su propia boca los testimonios de algunos de ellos que, en una tierra martirizada, "hablan de valentía en el sufrimiento, de esperanza en la desilusión, de paz interior en medio de la guerra", relatos personales que, añadió León XIV, son "son profecías de un futuro nuevo, que debe anunciarse mediante la reconciliación y la ayuda recíproca".
"La verdadera renovación, que un corazón joven desea, comienza con gestos cotidianos: recibiendo al que está cerca y al que viene de lejos, tendiendo la mano al amigo y al refugiado, a través del difícil pero necesario perdón al enemigo", les dijo también León XIV a los más de 15.000 jóvenes presentes en la plaza frente al Patriarcado de Antioquía Maronita, en esta ocasión sin lluvia, saludando de un modo particular "a los jóvenes provenientes de Siria e Irak, y a los libaneses que han vuelto a su patria desde varios países".
Tras haber escuchado –y sentido– las palabras de Anthony y Maria, Elie y Joelle, que "nos abren la mente y el corazón", el Papa, que ya esta mañana, en el Santuario de Nuestra Señora del Líbano, había pedido que se dejase lugar –también en la Iglesia– a los jóvenes, les dijo que "quizá lamenten haber heredado un mundo desgarrado por guerras y desfigurado por injusticias sociales. Y, sin embargo, en ustedes reside una esperanza, un don, que a nosotros adultos parece escapársenos".
"Ustedes tienen tiempo –enfatizó el Papa–. Tienen más tiempo para soñar, organizar y realizar el bien. ¡Ustedes son el presente y en sus manos ya se está construyendo el futuro! Y tienen el entusiasmo para cambiar el curso de la historia. La verdadera resistencia al mal no es el mal, sino el amor, capaz de curar las propias heridas mientras sana las de los demás".
Aludiendo al cedro, el árbol nacional del Líbano, y a sus raíces, que crecen tan largas como las ramas, afirmó el papa Prevost que "el gran bien que hoy vemos en la sociedad libanesa es el resultado del trabajo humilde, oculto y honesto de tantos hacedores del bien, de tantas raíces buenas que no quieren hacer crecer sólo una rama del cedro libanés, sino todo el árbol, en toda su belleza".
"Recurran a las raíces buenas del compromiso de quienes sirven a la sociedad y no se sirven de ella para interés propio. Con un compromiso generoso por la justicia, proyecten juntos un futuro de paz y desarrollo. ¡Sean la savia de esperanza que el país espera!", les animó León XIV.
"Con la fuerza que reciben de Cristo –prosiguió en su discurso–, ¡construyan un mundo que sea mejor que el que han encontrado! Ustedes, jóvenes, son más directos en tejer relaciones con los demás, incluso diferentes por su entorno cultural o religioso. La verdadera renovación, que un corazón joven desea, comienza con gestos cotidianos: recibiendo al que está cerca y al que viene de lejos, tendiendo la mano al amigo y al refugiado, a través del difícil pero necesario perdón al enemigo".
Pero también les pidió no perder de vista una cuestión fundamental: "En un mundo de distracciones y vanidades, tengan cada día un tiempo para cerrar los ojos y mirar sólo a Dios. Él, aunque a veces parezca silencioso o ausente, se revela a quien lo busca en el silencio. Mientras se esfuerzan en hacer el bien, les pido que sean contemplativos como san Chárbel: rezando, leyendo la Sagrada Escritura, participando en la Santa Misa, deteniéndose en adoración".
Finalizado el discurso, se celebró el rito de la "Promesa de Paz y Acción de los Jóvenes", la oración de acción de gracias, la bendición, la ofrenda de los jóvenes al Santo Padre y el canto final. Una ofrenda plena de significado, con dos grandes manos, que simbolizaban a las de la enfermera que cuidó de tantos niños, víctimas de la espeluznante explosión que, en agosto de 2020, destruyó el puerto de Beirut, que costó la vida a más de un centenar de personas y dejó sin hogar a otras 300.000.
Junto a esas manos, los uniformes de bomberos y personal de protección civil, que trabajaron sin descanso en aquellos días de horror, así como trozos de madera y hierro de los edificios destruidos, pero también un pasaporte, símbolo de los miles de jóvenes que se ven obligados a emigrar de su país para buscar un futuro, unos jóvenes que, como dijo en su saludo el cardenal Béchara Boutros Raï, patriarca de Antioquía y del Líbano de la Iglesia Católica Maronita, "lo aman y en sus palabras buscan la luz que disipa las tinieblas".
Tras este acto, en su segundo día en el Líbano, se dirigió a la Nunciatura Apostólica, donde se reunió en privado con los líderes de las comunidades religiosas musulmana y drusa.
El discurso del Papa
Queridos jóvenes del Líbano, “assalamu lakum!” [¡la paz esté con ustedes!]. Este saludo de Jesús resucitado (cf. Jn 20,19) sostiene la alegría de nuestro encuentro. El entusiasmo que sentimos en el corazón expresa la amorosa cercanía de Dios, que nos reúne como hermanos y hermanas para compartir la fe en Él y la comunión entre nosotros. Agradezco a todos ustedes por la calidez con la que me han recibido, así como a Su Beatitud por las cordiales palabras de bienvenida. En modo particular saludo a los jóvenes provenientes de Siria e Irak, y a los libaneses que han vuelto a su patria desde varios países. Estamos reunidos aquí para escucharnos mutuamente, yo el primero, pidiendo al Señor que inspire nuestras decisiones futuras. En este sentido, los testimonios que Anthony y Maria, Elie y Joelle han compartido con nosotros realmente nos abren la mente y el corazón.
Sus relatos hablan de valentía en el sufrimiento, de esperanza en la desilusión, de paz interior en medio de la guerra. Son como estrellas luminosas en una noche oscura, en la cual ya vislumbramos el resplandor del alba. En todos estos contrastes, muchos de los aquí presentes pueden reconocer sus propias experiencias, tanto en el bien como en el mal. La historia del Líbano está tejida de páginas gloriosas, pero también marcada por heridas profundas que tardan en cicatrizar. Estas heridas tienen causas que sobrepasan las fronteras nacionales y se entrelazan con dinámicas sociales y políticas muy complejas. Queridos jóvenes, quizá lamenten haber heredado un mundo desgarrado por guerras y desfigurado por injusticias sociales. Y, sin embargo, en ustedes reside una esperanza, un don, que a nosotros adultos parece escapársenos. Ustedes tienen tiempo. Tienen más tiempo para soñar, organizar y realizar el bien. ¡Ustedes son el presente y en sus manos ya se está construyendo el futuro! Y tienen el entusiasmo para cambiar el curso de la historia. La verdadera resistencia al mal no es el mal, sino el amor, capaz de curar las propias heridas mientras sana las de los demás.
La dedicación de Anthony y María por quienes estaban en necesidad, la perseverancia de Elie y la generosidad de Joelle son profecías de un futuro nuevo, que debe anunciarse mediante la reconciliación y la ayuda recíproca. Así se cumple la palabra de Jesús: “Bienaventurados los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia” y “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (cf. Mt 5,4.9). Queridos jóvenes, ¡vivan a la luz del Evangelio y serán bienaventurados a los ojos del Señor!
Su patria, el Líbano, florecerá hermosa y vigorosa como el cedro, símbolo de la unidad y fecundidad del pueblo. Sabemos bien que la fuerza del cedro está en las raíces, que normalmente tienen la misma extensión que las ramas. El número y la fuerza de las ramas corresponde al número y la fuerza de las raíces. Así también, el gran bien que hoy vemos en la sociedad libanesa es el resultado del trabajo humilde, oculto y honesto de tantos hacedores del bien, de tantas raíces buenas que no quieren hacer crecer sólo una rama del cedro libanés, sino todo el árbol, en toda su belleza. Recurran a las raíces buenas del compromiso de quienes sirven a la sociedad y no se sirven de ella para interés propio. Con un compromiso generoso por la justicia, proyecten juntos un futuro de paz y desarrollo. ¡Sean la savia de esperanza que el país espera!
A propósito, sus preguntas permiten trazar un camino ciertamente exigente, pero por eso mismo apasionante.
Me han preguntado dónde encontrar el punto firme para perseverar en el compromiso por la paz. Queridos amigos, ese punto firme no puede ser una idea, un contrato o un principio moral. El verdadero principio de vida nueva es la esperanza que viene de lo alto: ¡es Cristo! Él murió y resucitó para la salvación de todos. Él, el que vive, es el fundamento de nuestra confianza; Él es el testigo de la misericordia que redime al mundo de todo mal. Como recuerda san Agustín, haciendo eco al apóstol Pablo: «de Él tenemos paz […] y nuestra paz es Él en persona» (Comentario al Evangelio de Juan, LXXVII, 3). La paz no es auténtica si es sólo fruto de intereses particulares; es verdaderamente sincera cuando yo hago al otro lo que quisiera que el otro hiciera conmigo (cf. Mt 7,12). Con profundo discernimiento, san Juan Pablo II decía que «no hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón» (Mensaje para la XXXV Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2002). Y es así. Del perdón proviene la justicia, que es fundamento de la paz.
Su segunda pregunta puede encontrar respuesta en esta misma dinámica. Es verdad. Vivimos tiempos en los que las relaciones personales parecen frágiles y se consumen como si fueran objetos. Incluso entre los más jóvenes, a veces, a la confianza en el prójimo se contrapone el interés individual; a la dedicación hacia el otro se prefiere el propio beneficio. Estas actitudes vuelven superficiales incluso palabras bellísimas como “amistad” y “amor”, que a menudo se confunden con un sentido de satisfacción egoísta. Si en el centro de una relación de amistad o de amor está nuestro yo, esa relación no puede ser fecunda. Del mismo modo, no se ama de verdad si se ama con fecha de caducidad, mientras dura un sentimiento. Un amor con vencimiento es un amor mediocre. Al contrario, la amistad es verdadera cuando dice “tú” antes que “yo”. Esta mirada respetuosa y acogedora hacia el otro nos permite construir un “nosotros” más grande, abierto a toda la sociedad, a toda la humanidad. Y el amor es auténtico y puede durar para siempre sólo cuando refleja el esplendor eterno de Dios, que es amor (cf. 1 Jn 4,8). Las relaciones sólidas y fecundas se construyen juntos, sobre la confianza recíproca, sobre ese “para siempre” que palpita en toda vocación a la vida familiar y a la consagración religiosa.
Queridos amigos, ¿qué es lo que expresa la presencia de Dios en el mundo más que cualquier otra cosa? El amor, la caridad. La caridad habla un lenguaje universal porque habla al corazón de cada uno. No es un ideal, sino una historia revelada en la vida de Jesús y de los santos, que son nuestros compañeros en las pruebas de la vida. Miren en particular a tantos jóvenes que, como ustedes, no se dejaron desanimar por las injusticias y por los contraejemplos recibidos, incluso en la Iglesia, sino que intentaron trazar caminos nuevos en busca del Reino de Dios y de su justicia. Con la fuerza que reciben de Cristo, ¡construyan un mundo que sea mejor que el que han encontrado! Ustedes, jóvenes, son más directos en tejer relaciones con los demás, incluso diferentes por su entorno cultural o religioso. La verdadera renovación, que un corazón joven desea, comienza con gestos cotidianos: recibiendo al que está cerca y al que viene de lejos, tendiendo la mano al amigo y al refugiado, a través del difícil pero necesario perdón al enemigo.
Miremos los muchos ejemplos maravillosos que nos han dejado los santos. Pensemos en Pier Giorgio Frassati y Carlo Acutis, dos jóvenes que han sido canonizados en este año santo del Jubileo. Miremos a los numerosos santos libaneses. ¡Qué belleza singular se manifiesta en la vida de santa Rafqa, que con fuerza y mansedumbre resistió por años el dolor de la enfermedad! ¡Cuántos gestos de compasión realizó el beato Yakub El-Haddad, ayudando a las personas más abandonadas y olvidadas por todos!
¡Qué luz tan potente proviene de la penumbra en la cual decidió retirarse san Chárbel, convertido en uno de los símbolos del Líbano en el mundo! Sus ojos se representan siempre cerrados, como para custodiar un misterio infinitamente más grande. A través de los ojos de san Chárbel, cerrados para ver mejor a Dios, nosotros seguimos percibiendo con mayor claridad la luz de Dios. Es bellísimo el canto que se le dedica: “Oh, tú que duermes y tus ojos son luz para los nuestros, sobre tus párpados ha florecido un grano de incienso”. Queridos jóvenes, que también en los ojos de ustedes brille la luz divina y florezca el incienso de la oración. En un mundo de distracciones y vanidades, tengan cada día un tiempo para cerrar los ojos y mirar sólo a Dios. Él, aunque a veces parezca silencioso o ausente, se revela a quien lo busca en el silencio. Mientras se esfuerzan en hacer el bien, les pido que sean contemplativos como san Chárbel: rezando, leyendo la Sagrada Escritura, participando en la Santa Misa, deteniéndose en adoración. El Papa Benedicto XVI decía a los cristianos de Medio Oriente: «Os invito a cultivar de forma continua la amistad verdadera con Jesús por medio del poder de la oración» (Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 63).
Queridos amigos, entre todos los santos resplandece la Toda Santa, María, Madre de Dios y Madre nuestra. Muchos jóvenes llevan siempre consigo un rosario, en el bolsillo, en la muñeca o al cuello. ¡Qué hermoso es mirar a Jesús con los ojos del corazón de María! También desde aquí, donde estamos en este momento, ¡qué dulce es levantar la mirada hacia Nuestra Señora del Líbano con esperanza y confianza!
Queridos jóvenes, permítanme finalmente entregarles la oración, simple y bellísima, atribuida a san Francisco de Asís:
“Oh, Señor, hazme un instrumento de tu paz. Donde haya odio, que lleve yo el amor. Donde haya ofensa, que lleve yo el perdón. Donde haya discordia, que lleve yo la unión. Donde haya duda, que lleve yo la fe. Donde haya error, que lleve yo la verdad. Donde haya desesperación, que lleve yo la alegría. Donde haya tinieblas, que lleve yo la luz”.
Que esta oración mantenga viva en ustedes la alegría del Evangelio, el entusiasmo cristiano. “Entusiasmo” significa “tener a Dios en el alma”. Cuando el Señor habita en nosotros, la esperanza que Él nos da se vuelve fecunda para el mundo. Verán, la esperanza es una virtud pobre, porque se presenta con las manos vacías; son manos libres para abrir las puertas que parecen cerradas por el cansancio, el dolor y la desilusión.
El Señor estará siempre con ustedes, y estén seguros del apoyo de toda la Iglesia en los desafíos decisivos de su vida y de la historia de su amado país. Los confío a la protección de la Madre de Dios y Señora nuestra, que desde la cima de esta montaña contempla este nuevo florecer. Jóvenes libaneses, ¡crezcan vigorosos como los cedros y hagan florecer al mundo con esperanza!