Primer sobresalto de la Curia vaticana con León XIV: hay ecos de un bandoneón argentino
Tras su primer discurso navideño a la Curia vaticana, a estas alturas no pocos estarán pensando que, debajo de la música envolvente del Papa yanqui, había un soniquete familiar, ecos de un bandoneón de un viejo tango de un Papa argentino
Había mucha expectación por escuchar esta mañana, en la Sala de las Bendiciones, el primer discurso de León XIV a la Curia vaticana para felicitarles las fiestas navideñas. A estas alturas, no pocos estarán pensando que, debajo de la música envolvente del Papa yanqui, había un soniquete familiar, ecos de un bandoneón de un viejo tango de un Papa argentino.
Durante el pontificado del papa Francisco, las celebraciones navideñas solían tener un preludio un tanto amargo para los miembros de la Curia vaticana en esa sala alargada que, en esos días, les parecía de las ‘maldiciones’. Bergoglio los sometía a un a veces implacable repaso en el que parecía agarrarlos por las sotanas y sacudirlos de arriba abajo para que se desprendiesen de las adherencias del carrerismo, la envidia, la maledicencia e incluso el alzheimer espiritual, como también denominó la mundanidad en la que no pocos se refocilaban.
No fueron uno ni dos discursos en esta línea los que les dirigió el Papa, que vio cómo con cada una de estas ‘felicitaciones’ crecía en paralelo la desafección hacia él. Contaba con ella. Era uno de los males que quería desterrar del Vaticano: la murmuración, “que destruye la vida social, hace enfermar el corazón de la gente y no lleva a ningún sitio. El pueblo lo dice muy bien: 'son discursos vacíos'”, les espetó en toda la cara en una ocasión.
Hoy todos esperaban algo distinto. Y realmente lo fue. Pero sólo en la superficie. Algo se debieron de temer cuando, a las primeras de cambio, el papa Prevost reivinció la figura y memoria de su predecesor. Algo que no debe extrañar cuando se trae al recuerdo a un fallecido reciente.
La cosa empezó a cambiar –eso sí, en medio de un tono monocorde que hace que las palabras, incluso las que llevan espoleta, suenen igual– al reivindicar también la hoja de ruta del pontificado del argentino, la Evangelii gaudium, que al parecer ha mandado también releer a los cardenales que participarán en el próximo consistorio extraordinario de los días 7 y 8 de enero.
Basándose en ella, les pidió “volver a colocar en el centro la misericordia de Dios, a dar un mayor impulso a la evangelización, a ser una Iglesia alegre y gozosa, acogedora con todos, atenta a los más pobres”, y que la Curia romana participe (o vuelva a intentarlo) de esa conversión misionera. La misma letra.
Junto a ello, otra obsesión antigua: la comunión. Sí, claro, también en la Curia. Y, ahí, el bandoneón se hizo por momentos más perceptible, con ecos extraños de esa mezcla criolla, un poco a lo Nueva Orleans, que corre por los ancestros del de Chicago. Habló de amargura, de desilusión, de “dinámicas vinculadas al ejercicio del poder, al afán de sobresalir, al cuidado de los propios intereses”. Desechó, eso sí, la palabra ‘carrerismo’, pero la advertencia, la admonición, recorrió la Sala de las Bendiciones, donde, seguro, las mullidas alfombras opacaron las sillas que se removían.
“¿Es posible ser amigos en la Curia Romana, tener relaciones de amigable fraternidad?”. Tampoco era retórica la pregunta que formuló al aire. El papa León XIV tiene muy presente la respuesta que a esa pregunta recibió el arzobispo Prevost desde que llegó al Vaticano para presidir el Dicasterio de los Obispos. Zancadillas y desconfianza. A eso, responde pidiendo más comunión. Y unidad. Su obsesión. Pero que sigue sin tener asegurada. Y después de este discurso, quizás un poco más lejos que ayer.