J. Sobrino y V. Araya, El Dios de los pobres.

Había pensado preparar un trabajo sobre la conciencia histórica de Jesús y su divinidad. Pero, al empezar a redactarlo, ayer noche, descubrí que las cosas principales ya se habían dicho y, además, en religiondigital, donde aparecieron dos trabajos densos, pertinente, certeros. Uno de J. Vitoria sobre el Caso Jon Sobrino, otro abuso eclesiástico de poder; otro de J. Martínez, La fe de Jesús: Jon Sobrino. Por otra parte, el colectivo Tabira (y Atrio) publicaron la ademàs la Carta de Jon Sobrino a Kolvenbach sobre la notificatio. También a mí me habían mandado esa carta en privado, pero no quiso publicarla, por pensar que quizá entraba en la intimidad de los actores de esta trama. Por eso en querido publicar una nota antigua y ahora muy actual sobre una tesis doctoral de V. Araya sobre J. Sobrino, publicada el año 1983 y titulada precisamente El Dios de los pobres.

Un día vino V. Araya a Salamanca... Tesis doctoral

La carta de Sobrino al general de los jesuitas resulta impresionante. Quien quiera saber algo sobre el tema que la lea. Sería muy bueno que hubiera una respuesta semejante de la Congregación para la Doctrina de la fe, precisando los temas que Sobrino propone. Sólo así podríamos saber lo que es “al caso”. Ahora no quiero entrar en el tema. Me centraré en el tema de la tesis sobre El Dios de los Pobres
Un día, en otoño de 1978, llegó a Salamanca Victorio Araya, de Costa Rica, con la intención de escribir y defender una tesis. Pertenecía a una iglesia protestante (metodista) y había recibido una beca para realizar una investigación de tipo ecuménico. Vino como estudiante y a lo largo de dos duros años de trabajo nos hicimos amigos, hasta que defendió la tesis. Después le he visto dos veces en Costa Rica, donde me ha honrado con su amistad y me ha hospedado en la Universidad Bíblica Latinoamericana.
Victorio había estudiado sobre temas de eclesiología antigua (San Justino), pero quería conocer de primero mano la teología católica actual. Después de evaluar la posibilidad de escoger otros autores, escogimos dos que él conocía mejor, autores que en ese momento representaban (y siguen representando, tras casi treinta años) la mejor teología de América Latina: G. Gutiérrez y J. Sobrino. Él los escogió, los conocía mejor que yo mismo. Sólo le puse como condición que los estudiara en su raíz teológica, en la visión de Dios que está en el fondo de los dos, en plano filosófico y social, eclesial y espiritual.
Una tesis doctoral sobre Dios en J. Sobrino
No sé si fue la primera tesis sobre J. Sobrino, pero fue de las primeras. Victorio la defendió el año 1981, en la Universidad Pontificia de Salamanca, en la Facultad de Teología de la Iglesia Española, ante el tribunal más riguroso de aquel tiempo, que aprobó no sólo el estudio académico del autor, sino la visión de fondo de los dos teólogos “de la liberación”, si es que vale esa palabra. Antes que teólogos de la liberación, Gutiérrez y Sorino eran “teólogos-teólogos”, creyentes y pensadores que habían intentado penetrar en la entraña del Dios cristiano, desde la experiencia del Nuevo Testamento y desde la situación actual. Como suele ser normal en estos casos, Victorio revisó algunas de afirmaciones y formas de la tesis y la publicó dos años más tarde en su universidad de Costa Rica. Se titula: V. Araya, El Dios de los pobres. El misterio de Dios en la teología de la liberación, DEI, San José de Costra Rica 1983.
Fue y sigue siendo una tesis ejemplar, en la que se estudia de un modo “fresco”, directo, sin miedos de condenas, las raíces de la “teología” de Gutiérrez y Sobrino. Aquí me centraré, como es lógico, en la visión de J. Sobrino, que Araya estudió y analizó, desde su raíz protestante, con fino espíritu ecuménico. Su tesis básica (cercana a la de algunos de los mayores teólogos de la tradición católica, como el cardenal Cusano) es que sólo el Dios siempre más grande se puede hace el Dios siempre más pequeño, el que se encarna en los pobres.
Araya destacaba de esa forma la implicación social y eclesial de ese Dios, bíblico y calcedonense (si es que vale esa palabra), que siendo “el más grande” (y precisamente por serlo) puede encarnarse en lo más pequeño (revelándose en los pobres). Sobrino no había escrito aún sus grandes obras de cristología, ni era el teólogo famoso que llegaría a ser más tarde… Nadie imaginaba (y menos un protestante que defendía su tesis en la Alma Mater Salmantina) que podría ser un día condenado por la jerarquía de la iglesia católica. Nadie lo imaginaba y, sin embargo, todas las tesis posteriores de Sobrino está ya en ciernes en aquellos trabajos primeros que Araya fue estudiando y comentando de un modo ejemplar.

Los dos polos del mensaje de Jesús: Dios y los pobres

Yo le he conocido menos, había tratado mucho más con I. Ellacuría, a través del seminario sobre Zubiri. Después de aquella tesis no le he leído de un modo sistemático, aunque siempre me he sentido en sintonía con sus visiones básicas, que estaban ya en su semilla en sus trabajos sobre Dios (anteriores a sus grandes cristologías). Por eso, quiero saludarle aquí y despedirle en este post con una referencia mía sobre el Dios de los pobres en Jesucristo. En recuerdo suyo he escrito hace un par de meses las páginas que siguen, centradas en los dos polos del mensaje de Jesús (Dios y los pobres). A él se las quiero ofrecer, antes de que salgan publicadas en un libro que se titulará Hijo de Hombre. Historia de Jesús Galileo (Tirant lo Blanch, Valencia 2007).
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1. Abba Padre. La primera aportación del mensaje de Jesús es su propia experiencia de Dios a quien él ha descubierto como fuente de amor, no de juicio, en medio de las duras condiciones de la vida en Galilea. Éste es un Dios paradójico, que ofrece e instaura el Reino y que, sin embargo, no actúa como Rey, sino como Padre, desde los más pequeños, haciéndose pequeño en ellos. Ciertamente, es el mismo Dios de Israel, pero Jesús ha destacado en él rasgos y notas que los israelitas de su tiempo, en general, no solían destacar de esa manera. Ellos tendían a decir “Abinu-Malkenu” (Nuestro Padre, nuestro Rey). Jesús dirá básicamente “Abba” (papá, mi papaíto), condensando así la novedad de su movimiento: Jesús anuncia y prepara la llegada de un Reino que no tiene rey, sino Padre.
Abba es una palabra aramea que significa «papá». Con ella se dirigen los niños a sus padres, pero también las personas mayores, cuando quieren tratarles de un modo cariñoso. Jesús la ha utilizado en su oración, al referirse al Padre Dios. Es una expresión importante, chocante, y por eso Mc 14, 36 la cita en arameo y la tradición posterior la ha seguido empleando también en arameo, como nota distintiva de la plegaria cristiana (cf. Rom 8, 14; Gal 4, 6). De todas formas, en la mayoría de los casos, los evangelios la han traducido al griego y así dicen: Patêr. Entre los lugares donde Jesús llama a Dios «Padre» pueden citarse los siguientes: Mc 11, 25; 13, 32; Mt 6, 9.32; 7, 11.21; 10, 20; 11, 25; 12, 50; 18, 10; Lc 6, 39; 23, 46 etc. Algunos de ellos, especialmente en Mateo, son creaciones de la iglesia primitiva. Pero en su fondo late una profunda experiencia de Jesús, como destacaremos a continuación.
La singularidad de esa manera de relacionarse con Dios reside, precisamente, en su falta de singularidad. Esa palabra expresa la absoluta inmediatez, la total cercanía del hombre respecto a su ser más querido, al que concibe como fuente amorosa y misteriosa de vida. No es una palabra secreta, cuyo sentido deba precisarse con cuidado (como el Yahvé de Ex 3, 14). No es una expresión sabia, de eruditas discusiones, que sólo se comprende tras un largo proceso de aprendizaje escolar, sino la más sencilla, la que el niño aprende y sabe al principio de su vida, al referirse de manera cariñosa y agradecida al padre (un padre materno), que es dador de vida.
Precisamente en su absoluta cercanía se encuentra su distinción y diferencia. Muchos hombres y mujeres del entorno buscaban las palabras más lejanas y sabias para referirse a Dios, dándole nombres elevados, poderosos, como si Abba, Papá/Mamá, la palabra del niño que llama en confianza a su padre querido, fuera irreverente, demasiado osada (sobre todo en aquellas condiciones de opresión, en las que parecía que no existe Padre alguno que se ocupe de los hombres). Pues bien, Jesús ha tenido esa osadía: se ha atrevido a dirigirse a Dios con la primera y más cercana de todas las palabras, con aquella que los niños confiados y gozosos utilizan para referirse al padre/madre acogedor y bueno de este mundo.
Conocer a Dios resulta, para Jesús, lo más fácil y cercano. No necesita argumentos para comprender su esencia. No tiene que emplear demostraciones, porque Abba/Padre (Madre/Padre) es para él lo más sabido, lo primero que aprenden y dicen los niños. Para hablar así de Dios, los adultos tienen que cambiar y aprender (¡si no os volvéis como niños!: cf. Mt 18, 3), pero, al mismo tiempo, deben olvidar o desaprender muchas cosas que se han ido acumulando en la historia religiosa. Jesús pide que volvamos a la infancia, en gesto de neotenia o recuperación madura de la niñez, en apertura a Dios. Los hombres no están hechos ya y terminados: los sabios judíos, los fuertes romanos, tienen que abandonar sus conquistas legales y/o sociales, para aprender a nacer y nacer nuevamente, haciéndose niños (como ha destacado, partiendo de la experiencia de Jesús, el evangelio de Juan: cf. Jn 3, 1-10).
Para muchos de entonces (y de ahora), la religión es ascender místicamente a la altura supra-humana, o cumplir unas normas sacrales y/o sociales. Pues bien, en contra de eso, como niño que empieza a nacer, como hombre que ha vuelto al principio de la creación (cf. Mc 10, 6), Jesús se atreve a situar su vida y la vida de aquellos que le escuchan en el mismo principio de Dios, a quien descubre y llama ¡Madre/Padre!, para así entender y asumir (recrear), de forma nueva, las relaciones y deberes de los hombres entre sí (cf. Mt 11, 25-27).
Jesús ha dialogado con la realidad de su pueblo, de su entorno social, descubriendo a Dios precisamente en medio del conflicto de su gente. Para ello ha necesitado la más honda inteligencia, la más clara y decidida voluntad, al servicio de los pobres. Pero esta inteligencia y voluntad se manifiestan para él en el amor de un niño, al que se ofrece el don de la vida, un niño al que se pide que crezca y madure, en comunión con todos los restantes hombres y mujeres. Éste es un camino que viene de Dios, desciende del Abba, Padre, que alimenta, sostiene y ofrece un futuro de vida para todos.
El Dios de Jesús es un Padre materno, que sostiene la vida de los hombres que corrían el riesgo de enfrentarse y matarse sobre el mundo. Es el Abba de los enfermos y pobres, de los rechazados y hambrientos, que no tienen en el mundo ningún “padre-señor” que pueda liberarles y acogerles. El Dios de Jesús no es el Señor de la ley social dominante, que se expresa en los “grandes” padres varones del mundo, sacerdotes y rabinos, presbíteros y sanedritas, muy patriarcalistas, sino el padre/madre de todos los hombres, especialmente de aquellos que no tienen quien les proteja en el mundo. Interpretado así, el proyecto de Jesús resulta revolucionario. No es un mensaje de pura intimidad (que nos encierra en Dios, separándonos del mundo), ni un intento de sacralidad social (que avala el orden establecido, ratificando la realidad de aquello que ahora existe), sino una experiencia y exigencia de trasformación radical: el padre/madre Dios es aquel que pone en pie a los derrotados y abatidos de la vida para iniciar con ellos el camino de la justicia.

2. El valor infinito (divino) de los pobres. En un libro clave sobre La esencia del cristianismo (1900), Adolf von Harnack (1851-1930) decía que Jesús había ofrecido dos aportaciones básicas en la historia de la humanidad. (1) Había descubierto la paternidad de Dios, que actúa como amor cercano, más que como ley. (2) Había descubierto y destacado el valor infinito de cada una de las almas humanas, a las que debemos ofrecer respeto y amor fraterno. Ciertamente, Harnack tenía razón, pero su visión ha de ser matizada desde el contexto del mensaje y de la vida de Jesús, pues Jesús no descubrió el valor “infinito” del alma, en sentido general (quizá idealista), sino el valor del prójimo, en cuanto persona concreta, ser necesitado.

1. Los hombres son personas, no simplemente almas. Según Jesús, lo que importa no es el valor infinito del alma separada, sino de la persona, en sentido integral (carnal y social). Así podemos decir y decimos que en el centro de su mensaje se encuentra el descubrimiento y despliegue de la importancia infinita de cada persona y que así lo manifiesta su opción a favor de los pobres. (1) La persona no es sólo un cuerpo separado sin interioridad y autoconciencia (sin alma). Por eso, Jesús va en contra de aquellos que quieren salvar únicamente al hombre externo: «No tengáis miedo a los que pueden matar el cuerpo, pero no el alma (la vida…)» (Mt 10, 28 par). (2) Pero la persona no es tampoco pura interioridad (sólo alma, en sentido idealista), sino vida entera, en sentido individual y social. Por eso, Jesús ha destacado el valor de la “comunión corporal”, vinculada al amor concreto y al servicio a los demás, como aparece en el pan compartido y en la curación de los enfermos, partiendo de los más pobres.
2. Persona son los otros, a quienes se conoce sólo amando. Jesús no ha sido un “pensador intimista”, dedicado solamente al cultivo de un tipo de experiencia mística. Más que el valor infinito de cada individuo separado y más que el amor hacia sí mismo (al alma propia), le ha importado el valor del alma-cuerpo de los otros, especialmente de los pobres y expulsados de Galilea, donde ha iniciado su camino de Reino. Más que el valor infinito del alma en general (en sentido gnóstico o existencialista, moralista o burgués), le ha interesado la justicia que se expresa en el servicio a los demás, para que ellos vivan, en paz interior, con paz externa. Jesús no ha sido un gnóstico (dedicado al encuentro y cultivo de la presencia de Dios en el fondo de su alma), ni un idealista neokantino (de tipo moralista), como Harnack, atento al valor ideal del alma (en línea de moralidad burguesa) y dedicado al cultivo de sí mismo, mientras la masa de los pobres e ignorantes quedaba abandonada. Él ha sido más bien un hombre “para los demás”, alguien que ha sabido vivir y ha vivido dedicando su vida a la vida de los otros.
3. Los otros son, ante todo, los pobres y excluidos, es decir, aquellos que han perdido casa y propiedad, los marginados y hambrientos del entorno conflictivo de Galilea; los otros son aquellos a quienes ha de amarse, haciendo así que sean, en conocimiento creador. Desde ese principio, Jesús ha superado la visión de un sistema religioso donde se supone que cada uno ocupa el lugar que le corresponde dentro del conjunto, de manera que los pobres deben mantenerse pasivos en su pobreza y los ricos sin preocupaciones en su riqueza. A Jesús le han importado todos, a quienes ha querido ofrecer la Vida de Dios, empezando por los más pobres. El Dios de Jesús no es el sistema sagrado, a cuyo servicio vendría a ponerse el Mesías, sino aquel que avala el valor infinito de los pobres y excluidos de la sociedad, haciendo posible no sólo que ellos cambien, sino que puedan cambiar (enriquecer, curar) a los demás. De esa manera, Jesús viene a mostrarse como portador de la esperanza de David, un judío mesiánico, que busca la trasformación de la sociedad, desde los pobres (y básicamente por medio de los pobres, en los que descubre a Dios), no un defensor del orden legal establecido, que suele estar casi siempre al servicio del sistema.

El mensaje de Jesús es básicamente activo. Su visión del “valor infinito del alma, es decir, de la persona de los otros” (de los pobres), no es una teoría, sino que ha de expresarse en forma de movimiento práctico, que se concreta en un gesto de solidaridad histórica, a favor de los expulsados del sistema. Por eso, el signo del Dios infinito (Padre) no es una Iglesia sagrada, centrada en su sacralidad dogmática, sino la vida de los pobres, en quienes se revela Dios. Ellos son el misterio teológico, como descubrió hace casi treinta años V. Araya, estudiando los primeros trabajos de J. Sobrino

Postdata

Han pasado casi treinta años desde que V. Araya llegó a Salamanca con ganas de estudiar al joven J. Sobrino. Treinta años que no han cambiado lo esencial, sino que lo han profundizado, a pesar de que la jerarquía de la Iglesia católica tenga miedo, mucho miedo, y por miedo y nerviosismo, quiera condenar a J. Sobrino. Malo es el miedo, mala la política de “fuerte cerrado” y de defensa contra todos los que quieren abrir caminos.
No sé cómo seguirá esta historia. Me gustaría que se parara… Pero si sigue será para mal de Jerarquía de la iglesia, que ha perdido su función de escuchar y animar y parece que sólo se preocupa de mirar con lupas deformadas algunas doctrinas de otros (como dice la carta de Sobrino a su P. General).
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