Lo que importa – 7 Comunidad

¿Río revuelto?

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En la mente de un octogenario se van desdibujando con el tiempo los contornos de una realidad sumamente compleja para que refulja la simplicidad como bella estampa de la vida. La magia de tan grato milagro reside en ir borrando lo accesorio y superficial para destacar los trazos más sólidos y profundos de nuestra auténtica personalidad, de la envergadura de lo humano. Nada tiene de extraño que, en esa perspectiva, el individuo, prácticamente finiquitado por el largo tiempo vivido, se diluya como un azucarillo en el café en favor de la “comunidad humana”, el magma de saberes y sentimientos en el que nació, maduró y logró dar algún fruto.

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La conciencia de ser o formar “comunidad” es posiblemente lo más hermoso que a uno puede quedarle como remanente o residuo de un recorrido azaroso, siempre problemático y laborioso. En mi caso particular, me complace saber que a esa conciencia individual están contribuyendo en nuestros días tanto las serias preocupaciones actuales de la sociedad en su conjunto por un medioambiente amenazado, cuya preservación resulta vital para todos, como la zozobra y la impotencia que acabamos de sufrir frente a una pandemia a cuya voracidad mortuoria no había manera de ponerle freno. Nunca hemos sido tan conscientes como ahora de que en este alambicado mundo nuestro somos muy frágiles y de que o hay salvación para todos o no la hay para nadie.

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De ahí que la guerra de Ucrania, pongo por caso, por mucho desarrollo económico que sustente y aunque sean muchos los intereses torvos que la alimentan, esté siendo valorada por la inmensa mayoría de la humanidad como un contravalor que destruye la sociedad. Obsérvese, sin embargo, que en el seno de este contravalor se explaya la valentía de muchos de los que se ven obligados a hacerla y, sobre todo, la resignación y el coraje de todas sus víctimas, la hagan o la padezcan. Un contrapunto de tal despropósito es claramente la cooperación internacional en todo lo relativo al comercio y a la cultura que contribuye poderosamente a la mejora de la vida de todos los habitantes del planeta. En este contexto, se nos impone una conclusión irrefutable: es mucho mejor que los seres humanos vivan amándose que odiándose, por muy de colores que se nos pinten los supuestos beneficios del odio. Aunque nos demos la espalda y nos alejemos los unos de los otros, los seres humanos nunca dejaremos de ser hormigas del único hormiguero que es la tierra que habitamos.

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Desde el  cariz que deben tener nuestros comportamientos, fácil de percibir a la altura de mi edad, uno no puede más que lamentar que unos seres humanos consideren a los otros como esclavos a explotar y, peor aún, como enemigos a los que es preciso combatir e incluso eliminar. Lamento tanto más lastimero cuanto más claro es que los otros solo deberían ser valorados como amigos y contribuyentes indispensables al propio bienestar y al de todos los demás. Es obvio que, sin su cooperación, no es que no podamos vivir, es que ni siquiera podríamos existir. De ahí que hacer el bien en vez de causar daño, resolver problemas en vez de crearlos, sea la máxima moral a la que no puede sustraerse ningún reglamento ni civil ni religioso.

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A este respecto, habiendo entrado de muy niño a formar parte de una “comunidad de consagrados” y tras haber permanecido en ella largos años, mi frustración más abisal, pacientemente sufrida y agriamente denunciada, provenía de que en ella no se promoviera ni cultivara ningún “espíritu de comunidad”, ningún proceder de colmena o de hormiguero. No es fácil vivir en comunidad si no se aprende primero a renunciar y a compartir. Me ha decepcionado sobremanera ver a muchos “hermanos” frailes afanarse compulsivamente por sus estudios, su apostolado, sus libros o su obra, su personalidad o su autoridad. Uno tenía la firme impresión de que cada cual trataba de labrarse un porvenir confortable, sin que le importara lo más mínimo cuanto concernía a la vida y las miserias de quienes convivían con él, sus supuestos hermanos. ¡Gran decepción la de "en casa del herrero, cuchillo de palo"! Comunidades meramente nominales, si no sepulcros blanqueados, regidas por reglas de comportamiento que se someten, por imperativo legal, al imperio formal de los votos de obediencia, castidad y pobreza.

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Si de los “consagrados” pasamos a cómo se comportan a este respecto la mayoría de los cristianos, los llamados laicos o seglares, obviando que son los auténticos consagrados, uno se da de bruces con que están sometidos a requisitos legales meramente formales, tales como, por ejemplo, la obligación de “oír misa” los domingos y fiestas de guardar. Mientras que la celebración de la eucaristía debe ser un acto denso de vivencia comunitaria que invita a partir y compartir sin límites, “oír misa” no es más que una mera formalidad litúrgica sin ulteriores compromisos. Los seguidores de este blog saben muy bien que en la celebración de la Cena del Señor todos, cual granos de trigo y uva, nos convertimos en pan de vida y en vino de salvación. Cena especial y atípica en la que los comensales son también comida. Y así como en ella se come el cuerpo y se bebe la sangre de Jesucristo, también se come el cuerpo y se bebe la sangre de todos los demás hermanos. Que cada cual saque sus propias conclusiones, sin recelar, claro está, de sesgos caníbales, pues nos movemos en torno a un sacramento, es decir, en torno a elementos de “significación”.

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Ciertamente, cuenta el individuo de tal manera que cada uno debe verse como epicentro de cuanto acontece a su alrededor, pues no en vano es eje de su propia historia. Pero es evidente que, sin dejar de ser quien es, cada uno forma parte indisoluble de una comunidad de la que recibe el ser y en la que desarrolla su vida. La ineludible cuestión que debemos plantearnos para calibrar debidamente nuestras acciones es si con ellas contribuimos a construir o destruir la comunidad de la que formamos parte.  La historia está sembrada de ríos de sangre derramada por genocidas y asesinos. Necesitaríamos todo un océano para contener las lágrimas derramadas a causa del dolor que unos seres humanos infligen a otros. El mundo entero parece una pocilga a rebosar de excrementos humanos. Un profundo sentimiento de asco e impotencia nos lleva a veces a percibir y sentir que la frágil comunidad humana actual está muy enferma.

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En mi juventud lamenté la falta de formación en los conventos para convertirse en auténticos “fray” (“fratres” = hermanos), cosa que me parecía indispensable para formar auténticas comunidades de las de partirse y compartirse. Y en mi senectud sigo lamentando que en el mundo en que vivo, tan avanzado en tantos órdenes de la vida, no progrese debidamente la conciencia de “comunidad universal”. Y todavía lamento más, si cabe, que las pocas pequeñas comunidades que afortunadamente existen y que son la esperanza de un futuro mejor para nuestra atribulada humanidad, no nacen ni crecen en el seno de una Iglesia que predica que todos somos hijos de Dios y, para mayor ignominia, tampoco en el seno de consagrados que se profesan hermanos.

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Pero espero morir, cuanto más tarde mejor si la salud es buena y la mente permanece despejada, manteniendo firme la convicción de que la fe cristiana, que garantiza la redención de todos, no tiene otro camino que el de ser eucaristía, el de partir y compartir cuanto se tiene (saber, dinero, tiempo, vida), es decir, el de formar parte indisoluble de una comunidad en cuyo seno se desarrolla todo nuestro periplo vital. Formamos parte de un río, pero no de aguas revueltas y bravas para gozo y beneficio de los más avispados depredadores, sino de aguas tranquilas. Y debemos hacerlo como fuente que vierte en él todo su caudal.

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