Lo que importa – 15 Jesús, modelo de humanidad

“Dolorismo” abusivo

1
Muchos creen (los dogmas obligan a ello) que Jesús es Dios, consubstancial al Padre, por lo que en él perviven dos personalidades, la divina y la humana; que, tras una misteriosa o mágica “transubstanciación”, adquiere la forma de pan y se recluye en los sagrarios de los templos, reclamando acompañamiento y adoración, o se pasea por las calles de muchas ciudades y pueblos españoles, en la fiesta del Corpus, para que lo saludemos y aclamemos. Sin duda, todos ellos creen, además, que Jesús vive ya en los cielos con su “carne” resucitada y conciben la redención o salvación como una transacción comercial entre el Dios empíreo de los judíos y los malvados terrícolas, cuya moneda de cambio ha sido su sacrificio cruento de muerte en cruz como tributo pagado por el pecado de tal manera que es su muerte la que mata, borra o limpia el pecado del mundo. A quienes así piensan nada tengo que objetar, pero, francamente, no creo que vaya por ahí, en absoluto, la misión sanadora y salvadora que Jesús ha confiado a la Iglesia, en la que honesta y humildemente creo.

2

Al centrar toda la trayectoria cristiana en la cruel muerte de Jesús, nada tiene de extraño que el cristianismo haya convertido el sufrimiento humano en algo incluso apetecible al valorarlo como signo de que, en la medida en que la vida escabrosa de uno va pareciéndose en sufrimientos cada vez más a la de Jesús, se están siguiendo sus pasos. Es fácil deducir de todo ello que, según esa creencia, lo que redime es el sufrimiento y que castigar y flagelar el cuerpo es virtud salvadora. La historia de la Iglesia está plagada de hechos, doctrinas, liturgias y manuales de espiritualidad que nos invitaban a usar cilicios y látigos para castigar nuestras carnes hasta hacerlas sangrar. La obviedad nos evita tener que cebarnos en ello, aunque conviene apuntar que el “dolorismo” (culto del dolor como algo valioso de por sí) traza un tipo de vida humana construida sobre un sufrimiento que termina crucificándonos, como expresión disparatada del “contravalor” que lo produce. Nunca deberíamos acercarnos a la cruz, por muy saludable que resulte, sin tamizarla a través de la resurrección. En el cristianismo, mientras la penitencia y el llanto son transitorios y circunstanciales, la risa y la felicidad son duraderas y consubstanciales.

9

En este blog ya hemos insistido más de una vez en que todos los sufrimientos de esta vida son secuela de “relaciones disvaliosas con los seres”, de tal manera que, cuantos menos contravalores cultivemos (valga el claro oxímoron), menos sufriremos. Donde hay sufrimiento hay contravalores. Y ya sabemos que los contravalores son las relaciones venenosas, vitandas, que entablamos con los seres, relaciones que menguan nuestra envergadura humana y deterioran nuestra forma de vida.  De ahí que sea un dislate, una auténtica aberración, anhelar y cultivar el sufrimiento como forma de aproximación a Jesús, nuestro modelo de vida humana, quien pasó por este atribulado mundo nuestro sanando dolencias. La conducta de quien así procede, por muy cristiana que se confiese y por muy mística que pretenda ser, no deja de ser masoquista.  Aunque en algunas ocasiones el sufrimiento sirva para avivar la conciencia sobre nuestra propia futilidad e incluso nos lleve a relacionarnos con Dios en demanda de auxilio, la religión no debe fomentarlo de ninguna manera y, menos, transformarlo en ofrenda santa, pues se trata de un contravalor vitando en todas sus formas. Cuanto menos suframos en esta vida, tanto mejor. Por lo demás, no debemos olvidar que el sufrimiento causa severos traumas, enciende la ira y, a veces, explota en blasfemias y arrastra al suicidio.

3

Quien ama y busca el sufrimiento es masoquista. También lo sería el Dios en quien creemos si lo fomentara y lo acogiera como grata ofrenda. Nada tienen de positivo el hambre, la desnudez, la enfermedad y los dolores de muelas, de oídos o de huesos. Nuestra actitud ante el dolor no es transustanciarlo en vivencia penitencial o mística, sino, insisto, evitarlo, erradicarlo. Cuanto menos hambre, enfermedad y desnudez haya en el mundo, mucho mejor. Cuanta menos cancha ofrezcamos a lo de “sangre, sudor y lágrimas”, mucho mejor. Y, más en particular, cuanta menos guerra haya en el mundo, mejor para todos, incluso para los no implicados en ella, pues es obvio que, mientras la paz construye la humanidad, la guerra la destruye. Si el afán por destruir al enemigo tiene, como efecto secundario indirectamente positivo, azuzar el ingenio y fomentar la investigación para conseguir artilugios más mortíferos, erradicar el hambre del mundo y mejorar las condiciones de vida para el presente y el futuro no solo debería agudizar nuestro ingenio, sino también quitarnos el sueño y agitarnos hasta conseguir tan loables objetivos.

4

La imitación de la vida de Jesús ha de orientarse exclusivamente a hacer lo que él hizo, es decir, a hacer siempre el bien. No es preciso recordar aquí su peregrinar por Galilea, Samaria yJudea, cuando a su paso los ciegos recobraban la vista, los leprosos se curaban, los endemoniados se liberaban de sus cadenas psicológicas, los hambrientos se saciaban y en cuantos lo oían renacía la esperanza de las bondades consistentes de un auténtico reino de Dios en ciernes. La denuncia que esa forma de proceder supuso para los poderosos depredadores de su tiempo, políticos y religiosos, le granjeó una atroz muerte de cruz, ciertamente muy dolorosa, aunque seguramente no más que la de otros muchos seres humanos, sea por enfermedades horripilantes o por torturas saturadas de odio. Jesús nos dio la preciosa lección de poner en las manos de su Padre el terrible sufrimiento de la cruel muerte que le infligió la sociedad de su tiempo, pero la “trascendencia” especial de su vida, la que hace que hoy siga vivo entre nosotros, le viene de haber convertido su vida y su muerte en “fábrica de bien”, en ser “modelo de comportamiento humano”. Si digo que "Jesús es Dios", seguramente estoy expresando algo excelso y de mucha trascendencia para los comportamientos humanos, pero, a la postre, no sé lo que digo porque no sé realmente qué significa eso de "ser Dios". Pero si en él veo el modelo supremo de humanidad, entonces lo coloco en las más hermosa de las hornacinas que puedan pensarse al confesar que su vida me interpela hasta lo más profundo de mi ser y me invita a imitarlo.

5

Son muchos los cristianos que, cifrando su fe en una especie de relación personal e íntima con Jesús de Nazaret, enardecen sus pechos al pensar en él o visitarlo en los sagrarios. Viven y sienten una relación de tú a tú, como si Jesús estuviera frente a ellos en persona, como si realmente convivieran con él. Quizá el grado más acusado de esa forma de pensar sea el de las mujeres consagradas, las religiosas, las “esposas de Jesús”, que creen compartir con él un “matrimonio místico”, un sucedáneo de matrimonio, a fin de cuentas. Nada debo objetar a semejante forma de pensar y de concebir la espiritualidad a condición de que todo ello no sirva más que para ahormar la propia conducta a los consejos evangélicos, es decir, de que la vida consagrada imite la del Jesús a quien realmente se ama con todo el corazón. ¿Le serviría de algo a un "consagrado" pasar seis horas cada día en la iglesia si piensa que es un elegido que está por encima de los demás seres humanos y, no digamos, si en su corazón guarda rencor hacia alguno del os hermanos que conviven con él hasta el punto de despreciarlo y no saludarlo? Lo sabemos muy bien por el Evangelio: primero el perdón; luego, la ofrenda.

6

Sin embargo, no debemos perder de vista que Jesús murió hace ya más de dos mil años y que, por tanto, mal que pese a muchos, lo que realmente pervive de Jesús en los cristianos es su ejemplo de vida, el servicio que se materializa en socorrer a los seres humanos, especialmente a los pobres, con todos los cuales él se identificó claramente, pues, si bien dijo “esto es mi cuerpo” teniendo el pan en sus manos, también nos aseguró que, socorriéndolos, a mí me socorréis, es decir, “yo soy estos”, razón por la que resulta más fuerte y trascendental su presencia “real” en los seres humanos. Lo he dicho mil veces y lo seguiré repitiendo: no es preciso quebrarse la cabeza hurgando en la historia hasta dar con los perfiles reales del Jesús que vivió hace ya más de dos mil años. El ejemplo de su vida y su mensaje no nos han dejado huérfanos ni solos frente al enorme marrón, hablando vulgarmente, de ensamblar los intereses contrapuestos que zarandean la sociedad en que nos toca vivir, unos tan encomiables y otros tan conflictivos y mortíferos. El reto cristiano, lejos de empaparnos de dogmas y de prácticas cultuales periclitadas, nos invita a salir a la calle para echar una mano a cuantos necesitados se crucen en nuestro camino y a hacer que la vida de cuantos conviven con nosotros sea más llevadera.

7

¡Qué fácil resulta ver las cosas como son cuando se tiene la cabeza bien amueblada y bien asentada sobre los hombros! Cada día es de por sí un gran reto, una estimulante oportunidad. Nadie podrá arrebatarnos jamás la libertad de llenarlo como nos plazca. El cristianismo irrumpe en nuestras vidas para iluminarlas con la figura modélica de Jesús, la de quien llamó “padre” a Dios y pasó por el mundo haciendo el bien. De ahí que sean usurpadoras las ideas que nos lo presentan como un incordio, obligado a cargar con una pesada cruz, como hacen quienes, tras darse ostentosos golpes de pecho, te aplastan con pesadas cargas morales y, además, te amenazan con las penas eternas del Infierno. El cristianismo no es una invitación a cargar con una pesada cruz y a ponerse de perfil frente a la alegría y los placeres de la vida, sino a explayar la envergadura humana de nuestra condición, es decir, a llenar de contenidos la oquedad de nuestras impresionantes dimensiones vitales humanas: salud, riqueza, conocimiento, bondad, honradez, belleza, fraternidad y devoción.

8

¿Cuándo dejaremos los cristianos de hablar de castigos, de severos juicios sumarísimos y de condenas infernales, para comenzar a hablar en serio de Jesús, modelo de humanidad y predicador, como ningún otro, del amor incondicional que nos debemos unos a otros?  No es solo cuestión de sentimientos, sino también, y, sobre todo, de conductas. El “ven y sígueme”, la orden con que Jesús invitaba a sus discípulos, no ha enmudecido a lo largo de los tiempos, ni tampoco lo hace en el nuestro. En el horizonte humano, el ansia de mejora que afortunadamente nunca nos abandona, Jesús se nos muestra como el ejemplo inmarcesible del mejor hombre que realmente podemos ir construyendo entre todos. A nada conduce decir “Jesús es Dios y lo amo con todo el corazón” si esa confesión no nos lleva a imitar su vida y a mejorar substancialmente la nuestra.

Volver arriba