Lo que importa – 5 ¿Lugares santos?

Templos vivientes

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Es obvio que las religiones están, por lo general, vinculadas a algunos lugares debido a acontecimientos que allí han ocurrido o a consagraciones o bendiciones que se han hecho de los mismos por muy variados motivos. Bástenos mencionar, por ejemplo, los fuertes lazos de todo el cristianismo con Palestina, sobre todo con Jerusalén, y más en concreto, el catolicismo con la ciudad de Roma. o el anclaje de la devoción mariana a lugares como Nazaret, Lurdes y Fátima. Lo mismo ocurre en otras religiones, como la nuclearización del judaísmo en torno a Jerusalén o del islamismo, a la Meca. Recorriendo los caminos de nuestros pueblos nos topamos con otros muchos lugares en torno a los cuales pivota la religiosidad de los ciudadanos creyentes que viven en ellos.  Donde yo vivo, por ejemplo, la Santina de Covadonga.

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Pero dos poderosos e insoslayables contrastes nos salen al paso. El primero, completamente racional, se deriva de que, refiriéndose la religión a la relación vital que los hombres mantienen con un Dios que está en todas partes, cualquier lugar del mundo, incluso los más degradados por su inhospitalidad natural o por haberse convertido en escenarios del horror, puede ser tenido por sagrado y considerado apropiado para un encuentro gozoso, en fervorosa oración, con el Dios en quien se cree. ¿Se puede rezar mejor en Jerusalén que en una masificada cárcel sudamericana? Muchos dirán que sí, pero yo he observado cómo algunos incluso “blasfemaban” en la Vía Dolorosa de Jerusalén si valoramos como blasfemia llevar el odio a flor de piel, y el cine documental nos da testimonio de las densas oraciones, sentidas hasta las lágrimas, que surgen de los corazones de muchos presos y desesperados de la vida.

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La clave esencial para el necesario discernimiento en estas cuestiones nos la da el hecho de haber convertido la fe en una especie de elenco de verdades que se recitan en plan papagayo, en vez de construir sobre ella una forma de vida que genere “bienaventurados”. Nada tiene de extraño que, al convertir la fe en “creencia” en vez de en “vida”, muchos contemporáneos estén dando la espalda a la Iglesia porque no quieren que su vida dependa de mitos o de cuentos infantiles ni que se atiborre de “opio del pueblo”. No es de extrañar que algunos, desencantados y hasta escandalizados, buscando profundidad y solidez, construyan su vida sobre un humanismo consistente, en permanente mejora o progreso, al menos como aspiración indeclinable. Lo más curioso del caso es que la fe cristiana, bien entendida, busca precisamente lo mismo: cómo lograr que los seres humanos se amen en vez de odiarse; cómo convertir la propia vida en parte de la solución de los problemas humanos en vez de aumentarlos; cómo generar paz en su derredor en vez de guerra; cómo conseguir que el hambriento coma y el enfermo se cure o, dicho con otras palabras, que las “bienaventuranzas” predicadas por Jesús no sean una simple declaración de principios, sino inspiración y fuerza de vida, palabras de vida eterna. El precioso idioma español contiene una ingente cantidad de verbos “activos”, tales como producir, construir y servir, que encarrilan muy bien esa predicación.

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Realmente, ningún lugar es santo de por sí y todos lo son en razón de quien los habita y de la vida que los creyentes hacen confluir en ellos. Si admitimos sin dificultad que Dios está en todas partes, todo el universo es su morada y, por tanto, todo es santo, al mismo tiempo que también lo es cualquier lugar donde un creyente ora. Lo mismo se puede adorar a Dios y hablar con él en Samaría que en Jerusalén, en la cima de un monte que al lado de un río, en un lugar consagrado que en la morada misma de Satanás, el Infierno, en el supuesto, claro está, de que aquel existiera y este, negatividad absoluta, pudiera tener acomodo en la magna creación divina. Cuando voy por la calle, no necesito entrar en una iglesia para hablar con Dios, llevándolo como lo llevo en el corazón; es más, si en el templo puedo encontrarlo en forma de pan de vida, en la calle me cruzo realmente con él en persona cada vez que lo hago con un hombre o una mujer, con un anciano o un niño, con alguien bien trajeado o con un pordiosero. Esa es seguramente la razón por la que a todos ellos, sin excepción, les dirijo a veces una mirada cómplice de ternura y amor, deseándoles que tengan un buen día y todo les vaya bien en la vida. Sería realmente un “pobre hombre” si, en vez de hacer eso, los esquivara como infestados, o, creyéndome superior a ellos, los tratara despectivamente, y no digamos si, considerándolos como potenciales o reales enemigos, deseara su desaparición.

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No está de moda confesarse públicamente creyente o cristiano porque socialmente imperan manías de modernidad y progreso, vacuas de substancia. Tan rotunda afirmación se debe, sin duda, a que nada hay tan moderno y progresivo en nuestra sociedad como vivir en paz siendo solidarios, es decir, como convivir y compartir, que es la esencia de toda comunidad genuinamente cristiana. Me he servido de las mismas palabras con las que algunos se llenan la boca, proclamándose ufanamente de izquierdas, porque se consideran a sí mismos como los auténticos campeones del bienestar social al tiempo que nos gritan la cantinela de un ateísmo militante. A quien se proclame solidario de esa manera es preciso recordarle que la solidaridad auténtica no solo es una virtud, sino también una gracia, razón por la que se convierte en legítima bandera de los auténticos creyentes.  Situándonos en las antípodas ideológicas, no cabe que uno que se proclame de derechas tenga que renegar del progresismo debido a que la liberalidad que propugna ha de ser forzosamente “productiva” para la mejora individual y colectiva. “Mejorar” es el imperativo categórico no solo de toda política que sea realmente servicio, sino también de toda fe que se precie, pues Dios nos ha creado y dejado a medio hacer para hacernos partícipes de la consumación de su obra.

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En definitiva, los lugares considerados sagrados igual que los rituales cultuales e incluso la recepción de los sacramentos son solo algunas de las herramientas de que disponemos para alimentar una forma de vida al estilo de la vivida y promovida por Jesús de Nazaret. Por más que el valor de las herramientas nunca sea desdeñable, su alcance no sobrepasa la condición de útiles para una producción que, en nuestro caso, se cifra en humanizar la forma de vida que llevamos, es decir, en que los hambrientos también coman, en que los enfermos puedan curarse, en que los desamparados tengan compañía, en que los violentos se amansen y en que toda criatura glorifique a su Señor. Demos relieve a lo que realmente lo tiene y dejemos en la penumbra todo lo demás. Los cristianos encontramos el auténtico rostro de nuestro Dios en Jesús de Nazaret y en todo otro ser humano, por muy deteriorado que esté. El mandamiento del amor no admite excepciones. El Dios de nuestra fe es misterioso e insondable, “trinitario” han dicho los filósofos escolásticos ejerciendo de teólogos, especulación conceptual que hoy celebramos como fiesta litúrgica, pero podemos ver fácilmente su rostro apacible y bonancible en cada ser humano, especialmente en los más pobres y sufrientes. Puestos a ello, también en el rostro atormentado del Judas que traicionó a Jesús y en el de los impasibles genocidas que han exterminado pueblos enteros.

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