Lo que importa - 16 Salam Aleikum - Shalom aleijem

Shalom, España

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En estos momentos tan oscuros, por los que, además de los rusos y ucranianos, están atravesando los palestinos e israelíes, que más bien parecen negros con la negrura de las "tinieblas exteriores", millones de seres humanos gritan en todo el mundo hasta desgañitarse: “¡paz para todos!”. No es preciso cebarse en describir las calamidades de todo tipo que causa una guerra, sobre todo cuando de por medio hay tantos niños que son salvajemente destripados, para avivar los sentimientos de paz que fundamentan nuestra misma condición humana y que afloran, como es natural, en los momentos de mayor sufrimiento y escarnio. Basta con ver algunas imágenes de las muchas que publican los medios, dejar volar un poco la imaginación y abrir las compuertas del corazón.

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Tengo muy buenos amigos palestinos y también judíos y, mirando hacia mis adentros, puedo asegurar incluso que no solo amo de corazón a ambos pueblos, sino también, los admiro, razón por la que su drama particular me afecta profundamente. Es más, pues, de indagar en los pliegues de mi propio ADN, al haber nacido en la Castilla profunda, tal vez podría encontrar  en él resonancias judías y musulmanas, de lo que se deduce que es posible que por mis venas corra incluso sangre de ambos pueblos. Hubo un tiempo afortunado en que en España convivían armónicamente las tres culturas monoteístas, dimanadas de la Biblia por la supuesta voluntad de un único Dios, nombrado de formas diferentes. ¡Tiempos de gloria y trascendencia para la humanidad entera! ¡Tiempos cuya virtualidad es preciso reivindicar en nuestros días para recuperar su fuerza productiva y sus sentimientos identificativos! Los retos actuales de la humanidad no consisten en dilucidar quién detenta el poder para endiosarse e imponer sus caprichos, sino en cómo lograr que Tierra sea un hogar en el que todos, aunque seamos muchos, podamos llevar una vida dignamente humana.

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El cristianismo que hoy profeso se ha desprendido, afortunadamente, de todo ribete bélico hasta reconocer que no hay guerra justa, por muy oportuno y procedente que sea defenderse, ya que la iniciativa propia ha de circunscribirse a la norma universal inalterable de “perdonar setenta veces siete”, es decir, a no escatimar el perdón, tan propio de nuestra misma condición humana, en todo momento y circunstancia. De este modo, a los actos vandálicos de un grupo terrorista (palestinos he conocido que justificaban la barbarie de Hamas como último recurso frente al despojo llevado a efecto por Israel), aunque deberán ser severamente corregidos y castigados, no se les puede aplicar la atrabiliaria ley del “talión”, máxime cuando lo que se pretende no es cobrar un ojo o un diente en pago por otro, sino expeditamente cegar y arrancar la dentadura.

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Es un dolor pasearse por Tierra Santa tratando de percibir el olor y el sabor de la presencia en ella de Jesús y encontrarla tejida de fronteras difícilmente franqueables, y controlada por metralletas que, en vez de inspirar protección, connotan inseguridad y miedo. ¡Tierra de Dios en la que, desde muy antiguo, parecen desatarse todos los infiernos! ¡Tierra en la que, mientras la paz brota anhelante de todas las bocas, la muerte vengativa se planea en covachas y corazones, para campear después a sus anchas por doquier! ¡Tierra fecunda de amor, cruzada por caudalosos ríos de odio! ¡Tierra excepcionalmente frondosa, pero lamentablemente árida por los estragos que en ella causa la mano del hombre! ¡Tierra sembrada de paz y de cruces! ¡Tierra bendita por la esperanza y maldita por el conflictivo devenir diario! ¡Tierra, en fin, de dolorosos contrastes, que no puede seguir así ni un solo día más!

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Para que de la boca de los palestinos y los israelíes brote permanentemente un saludo sincero de paz, que es lo que realmente está ocurriendo, es necesario de todo punto que sus manos no empuñen armas. Mirando más allá de la cultura, de la religión y de la historia, nos topamos con pueblos hermanos, hermanados, a su vez, con todos los demás pueblos de la tierra. Si la guerra es un contravalor radical, vitando en todos los ámbitos, circunstancias y tiempos, más lo es en el seno de la familia que forman palestinos e israelíes, tan próxima como mal avenida. Exiliados palestinos he conocido que hoy se contentarían con que Israel les devolviera sus propias tierras o, en caso de tener que ser expropiadas, se hiciera de forma justa. Bastaría con que los que, de una y otra parte, mantienen la tensión para seguir viviendo en la cresta de la ola, depusieran su actitud depredadora para dedicarse a servir en serio a los ciudadanos de su propio país.

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Llegados a este punto, mi simpatía y afecto por ambos pueblos no me impide denunciar una gran responsabilidad de uno y otro. Por lo que se refiere a Israel, no es de recibo que, a la altura de nuestro siglo XXI, siga manteniendo una excesiva endogamia que, partiendo de la idea de “pueblo elegido”, le lleva a minusvalorar despectivamente a otros pueblos, aunque sean “hermanos”. Eso le acarrea incomprensión y odio hasta, llegado el momento, desencadenar holocaustos, y, como diremos a continuación, suscitar en los otros el deseo de exterminarlos. Hora es ya de que los judíos abran su cultura y sus tradiciones para compartir con los demás pueblos, unidos en franca hermandad, no solo el potencial de un pueblo excepcional, sino incluso los tesoros de su Dios único.

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En cuanto al pueblo palestino, digamos que he conocido a doctos y muy sensatos palestinos en quienes ha hecho mella y presa la profunda convicción de que, antes o después, aunque el después requiera una paciencia histórica de siglos, terminarán expulsando a Israel de aquellas tierras. Es esa una forma de pensar peligrosa que devalúa por completo un presente, que es lo único que realmente tenemos, en aras de un más que hipotético y problemático futuro, henchido en todo caso de venganza. Los deseos de extermino, vengan de quien vengan y tengan el objetivo que tengan, son solo caminos de perdición que conducen a despeñaderos. Ni la fe de Israel puede sustentarse en un futuro Mesías liberador ni la esperanza palestina puede cifrarse en que un día cambiarán tanto las cosas que podrán, si no hacer desaparecer de la faz de la tierra al pueblo de Israel, si expulsarlo de las tierras que hoy ocupa.

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Hora es ya de desterrar ambas esperanzas, la de un Mesías segregador y la de un exterminio liberador, para darse un fuerte abrazo de hermandad. Hora es ya de construir, con reparto justo y equilibrado, dos Estados soberanos que puedan vivir en paz, el uno al lado del otro, en una tierra que, a fin de cuentas, es sagrada y santa no solo para ellos, sino también para toda la humanidad. Desde la nimiedad de este blog, tras invocar el amor sincero y hondo que profeso a ambos pueblos, proclamo la necesidad de que cesen de inmediato las armas, las que empuñan los terroristas de Hamas y las que exhiben con orgullo los detentadores de mucho más que el ojo por ojo y diente por diente del "talión" israelí.

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Todos necesitamos que los sinceros deseos de paz que llenan la boca de tantos palestinos e israelíes se vuelvan arados para trabajar la tierra, favoreciendo una agricultura que, regada por un perdón incondicional, se nutra de los sentimientos de concordia y de amor de todos los habitantes de Tierra Santa. De suyo, las palabras de paz y hermandad tienen mucha más fuerza que las armas. Es esa una clamorosa verdad que todos debemos reconocer y acatar con el deseo de que sean ellas las que realmente acallen para siempre el ruido de las armas y “exterminen” únicamente los mutuos deseos de venganzas. Si de mí dependiera, secuestraría a los miembros del gobierno de ambos pueblos y los confinaría, a pan y agua, hasta que salieran abrazados, cantando un himno de acción de gracias a los cielos por hallarse en una hermosa tierra que les pertenece a todos ellos por igual, tierra lamentablemente mancillada y prostituida durante decenios y siglos.

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Jerusalén  es una hermosa ciudad, depositaria de la esperanza mundial como centro de una cultura y una religiosidad que alimentan, pero que también pueden envenenar, toda la humanidad. Es, además, reflejo de otra Jerusalén, la “celestial”, de cuya paz y sublimación debe ser testigo, según cree hoy una gran parte de la humanidad. Deberíamos, pues, valorarla como “capital del mundo civilizado” y limpiarla de toda inmundicia humana para entonar en ella, todos juntos, un gozoso “aleluya” inmarcesible. Para mí, como sincero creyente cristiano, ella sigue conservando, todavía muy vivo, el olor y el sabor de Jesús, pacífico y pacificador judío que, derramando su propia sangre, evitó que tuviera que derramarla todo el pueblo. Eso me pareció, al menos, cuando, todavía no hace mucho, pude pasearme, en libertad y sin temor alguno, por sus calles, rezar ante el Muro de las Lamentaciones y arremolinar mi espíritu en el Santo Sepulcro.


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En un día como este, solo me falta decir "shalom, España", pues uno tiene la sensación de que aquí estamos librando una "incruenta guerra atroz" (valga el oxímoron) que, si bien no decapita ni destroza niños, sí que está carcomiendo el cuerpo social como si de sus órganos y tejidos se hubiera apoderado un cáncer maligno. Nuestras armas de victoria (bisturís) no pueden ser otras que un diálogo abierto e incondicional, que propugne la igualdad absoluta entre todos los españoles y se alimente exclusivamente de sentido común. En definitiva, armonía y paz, palabras que construyen los pueblos. ¡Shalom, España! En la foto contigua reproduzco la Plaza Mayor de mi dorada Salamanca como lugar óptimo para encuentros y abrazos de amistad, como recinto capaz de aunar no solo a israelíes y palestinos, sino también a los españoles. 

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