Lo que importa – 14 Soltando lastre

Fe  sin sobrecargas

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Estoy convencido de que toda fe nace en un magma de inseguridades y carencia de respuestas a determinados temas que el hombre se plantea razonablemente. Tal vez la fe no sea más que un escape o una huida hacia adelante, pero no tengo la más mínima duda de que es sublimación de cuanto somos y hacemos. No se trata de agarrarse a ella como a un clavo ardiendo para no caer en el abismo más abisal imaginable, el de la nada, sino de proyectar en un acto de total entrega y amor toda la envergadura humana, de explotar todas las virtualidades de un hombre cuya condición lo hace acreedor a una hornacina.

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El tema tratado en el último post, publicado hace quince días, el de la imposibilidad “metafísica” de que exista el infierno, conduce inevitablemente a preguntarse “y ahora, ¿qué?”. Si el pecado no es tal porque nadie puede dar la espalda al bien supremo que es Dios y si no hay un infierno como posible destino para los “hombres malos”, ¿no se vacía la fe y se demuelen incluso los cimientos de la Iglesia? ¿Acaso las armas de Yahvé no son los diez mandamientos, la base jurídica del implacable juicio final a que someterá a todo ser humano, y la roca sobre la que el Dios humano cristiano, Jesús de Nazaret, edifica la Iglesia no es su propia cruenta muerte redentora? Así se nos ha hecho creer y, en consonancia, se nos ha obligado a padecer el atroz miedo de un castigo eterno, vislumbrado en lontananza, pues nadie tiene una garantía absoluta de que la muerte “lo pille en gracia de Dios”, razón por la que siempre cabe que su “foto fija eterna” aparezca encabezada por la odiosa palabra de “condenado”.

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Y, sin embargo, los diez mandamientos, lejos de ser una ley que premia y castiga, no son, en última instancia, más que el camino que conduce a una meta gloriosa, justo hacia la que apunta el sentido común. Su fuerza reguladora se centra en un amor sin cortapisas a Dios, tamizado por el hombre. Su epicentro no puede ser otro que el hombre mismo hasta el punto de que el amor a Dios, fin último, carecería de contenido sin el amor del hombre.  De hecho, el Dios misterioso e inalcanzable de la fe se nos hace presente en cada ser humano. Y, si de la vida y muerte de Jesús hablamos, digamos que su contenido es el mismo, el de la “entrega total” a los seres humanos. Así lo demuestra el hecho de que Jesús pasara por este mundo “haciendo el bien”, expresión que se llena de esplendor cuando se la entiende como cultivo de los valores de cada una de las dimensiones humanas

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Si el lector me permite una divagación, me reafirmaré precisamente en que, en hablando de Dios, de fe y de Iglesia, el ser humano es la clave no solo porque Jesús mismo proclamó que él estaba en el enfermo, en el hambriento y el en desnudo, a los que estamos obligados a curar, alimentar y vestir no solo por ser su habitáculo, sino también porque el hombre es el más bruñido espejo para contemplar la imagen divina. Si a algo conducen la fe y la Iglesia es a abrillantar el soporte que somos de la imagen de Dios, haciendo fructificar las poderosas virtualidades de una condición o forma de ser que nos lleva incluso a perder la propia vida en beneficio de otras.

Sí, ya sé que somos malos hasta el extremo de matar sin pestañear y que, llegado el caso, podemos incluso apretar un botón nuclear para barrer toda vida de la faz de la tierra. Todo ello es cierto y, desgraciadamente, a veces sucede. Pero tales desatinos no pueden ocurrir a menos de que previamente se nuble la vista, se desencaje el cerebro, se pierda el norte y reine una confusión abisal. Hay capas tectónicas en las profundidades de nuestra mente que pueden chocar y tragarse la vida; hay cataclismos espirituales que, cuando se desencadenan, se llevan por delante vidas y haciendas. Las cosas son realmente así y tal vez no puedan ser de otra manera, pero es obvio que tanto en los terremotos como en los vendavales el hombre tiene mucha tarea por delante en todo lo referido a la prevención y a la subsanación de secuelas, y no digamos en cuanto a las hecatombes que provoca él mismo.

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En definitiva, digamos que la Iglesia no es un tesoro que se nos ha confiado y que debemos guardar dignamente, sino una salvación que se construye día a día. Lejos de ser un capricho que cada cual se monta como le plazca, ofrece unas coordenadas muy precisas para situarse y marca unas líneas rojas claramente perceptibles para separar la gracia y el pecado, el valor y el contravalor. Sus coordenadas son, obviamente, el amor que todo lo hace bien y las bienaventuranzas evangélicas, bálsamo que alivia y cura; sus líneas rojas, cuantos contravalores deterioran las dimensiones vitales. Todo lo demás, absolutamente todo, desde la Biblia a los dogmas, pasando por las liturgias, el clericalismo y la jerarquización canónica, es aleatorio, secundario, circunstancial. Si a la iglesia de nuestro tiempo le está yendo mal se debe a que se ha revestido con demasiados pesados sayos y a que sigue alimentándose en exceso de lo aleatorio en detrimento de lo principal, de contravalores en vez de valores. Si centrara toda su fuerza en predicar y promover el amor, seguramente nadie se sentiría hoy legitimado para rechazarla despectivamente y, mucho menos, para perseguirla tan cruelmente. Que tales desatinos y barbaridades sucedan no solo en el mundo que está obligada a cristianizar, sino también en su propio seno, es prueba fehaciente de que se mete en camisas de once varas, debate temas espurios y se corrompe fomentando intereses bastardos.

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Aun así, tras arrojar por la borda su pesado lastre y centrarse por completo en su misión evangélica, el camino de la Iglesia nunca estará sembrado de rosas, pues habrá siempre quien se sirva de la cruz que predica para crucificar a los cristos que, denunciando injusticias, tratan de pasar por este mundo haciendo el bien. Siempre habrá quien vea en el misionero, tan desprendido y sacrificado, un espía o un lacayo al servicio del enemigo, y, desde luego, serán muchos los que, viendo interpelada su forma de vivir, siembren ese camino de cruces en el vano intento de justificar sus egoísmos y preservar sus privilegios. ¿Cómo proceder frente a tanta adversidad y rechazos frontales? Desde luego, sería un error amenazar a los díscolos con la excomunión y, muchos menos, con el infierno. En última instancia, la excomunión a nada conduce y del infierno ya se sabe que es un simple cuento de terror para amedrentar a incautos. ¿Entonces? Lo razonable y justo sería predicar la verdad limpia de polvo y paja, la que te asegura que ser buena persona y hacer el bien es sumamente rentable y que, póngase uno como se ponga, el que la hace la paga. Mientras el misionero, que lo da todo, es feliz en su renuncia, quien se atrinchera en su egoísmo y se dedica a apañar billetes que otros ganan no es más que un pobre hombre por mucho que acapare.  Mientras aquel ensancha sus pulmones respirando aire puro y se siente útil a la sociedad, este se ahoga en una soledad saturada de nihilidad. Nuestra gran arma de evangelización es Jesús, el hombre que pasó por la vida haciendo el bien y predicando la irrefutable verdad del amor como estructura y resorte de una vida humana digna y esperanzada.

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PD. En las actuales circunstancias de regiones como Ucrania y Gaza, que atraviesan un prolongado período de destrucción y muerte violenta y donde son millones los ojos que lloran su dolor e impotencia, invito encarecidamente a los seguidores de este blog a unirse hoy al clamor mundial de tantos creyentes y hombres de buena voluntad, pidiendo que el cielo nos ayude a entender de una vez que es mucho mejor vivir amándose que odiándose. Si los amigos de mis amigos son mis amigos, declaro abiertamente que tengo muy buenos amigos judíos y palestinos, amigos con los que sufro el alocado afán de autodestrucción de sus respectivos pueblos.

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