PERIODISTAS LIBRES

Una nueva lección-otra más- dada entre el cielo y la tierra, sin protocolos litúrgicos, de tú a tú, cara a cara y lo más cercanamente posible, con amabilidad, teología, comprensión y misericordia, es la que recientemente  nos propuso el papa Francisco en su reciente viaje pastoral durante el trayecto aéreo desde Hungría a Roma.

La fórmula fue, como siempre, la “rueda de prensa” con los periodistas. Nada de prédicas por una `parte y, por otra, de “Amén” o de lo que “usted mande”, dado que para eso fue, y sigue siendo, “Sumo Pontífice”. El tema central fue, en este caso, la coincidencia de la fecha con el “Día Mundial de la Libertad de Prensa”.

De entre sus palabras, siempre “franciscanas”, espontáneas, naturales e improvisadas, se destacan estas:

“Necesitamos periodistas libres, que nos ayuden a no olvidar  muchas situaciones  de sufrimiento que se viven  en la actualidad, a consecuencia del deteriorado estado de salud que proporcionan las dictaduras de la clase que sean, pudiendo y debiendo verse todas las personas a sí mismas, tal y como son, con sus virtudes y con sus defectos…”

Pensar y proyectar los comentarios que impregnan y reportan estas palabras, solo o fundamentalmente a áreas situaciones o personas “extra Ecclesiam” (“fuera de la institución eclesiástica”) constituiría una frustrante, injusta, insolente y empecatada interpretación,  impropia de cristianos, “todos sacerdotes” por el hecho de ser y sentirse bautizados.

 Y es que la Iglesia-Iglesia fue y sigue hasta el momento presente una de las instituciones más necesitadas de que en todos sus estratos “divinos y humanos”, a la liberta de expresión le sean abiertas todas las puertas de par en par y además con generosidad de indulgencias. La Iglesia no puede disponer en exclusiva, y alardeando de ello, de mantener opacidades, silencios y sigilos y menos “en el nombre de Dios” y “en beneficio  de la salvación en esta vida y en la otra”.

La Iglesia, mayormente la jerarquizada, ensambenitó a la presa como “impía y blasfema” y tal connotación la diseña y designa “por los siglos de los siglos”. El “Amén” y el incienso son patrimonio jerárquico y cualquier estropicio o deterioro en la conducta será anatematizado, sin ahorrarse medios materiales o sobrenaturales. A la censura se la canonizó de por vida con los “Nihil Obstat”, “Imprimatur” e ingreso en el “Índice de libros prohibidos “, con quemas de sus contenidos y, en frecuentes ocasiones, de los autores y editores.

¿Informadores religiosos?

Para la mayoría de ellos,  mi más cordial y sentida expresión de pésames y condolencias,  desde el convencimiento  de tener ellos que pechar con tareas –“ministerios”, en los que la libertad no es favorecedora de Iglesia,  según el Evangelio, si no de la ideada e institucionalizada a imagen y semejanza  de los intereses propios y de quienes los promocionaron para tales y “santos” menesteres que habrían de llevar consigo  la inamovible verdad de los términos “tomar posesión”,  “sentar cátedra” y hacer pleno uso del “Nos por la gracia de Dios “, con el regalo infantil de desfilar por las pasarelas de las televisiones .

Como “vivir en palacios” es una de las causas que alejan a los avecindados en ellos, de los problemas del pueblo, no habrá de desdeñar advertir a sus moradores, por parte de los informadores,  por su vocación-profesión, de que estén al corriente de cuanto ha acontecido y acontezca relacionado,  por ejemplo, con la pederastia. Los -sus- informadores, debieran haber sido los primeros y más documentados conocedores, sin haber tenido necesidad de que otros colegas a-religiosos tuvieran que hacerlo, pechado con responsabilidad de tanta gravedad para la Iglesia, la sociedad y las víctimas y sus familiares.

Salvo raras y honrosas excepciones, los informadores religiosos ni son ni ejercen de “informadores” ni de “religiosos”, en flagrante y dramática desventaja para sus señores obispos, para ellos mismos y, por supuesto, para el pueblo de Dios, al que deben servirle de verdad por imperativo de su profesión-vocación, siempre y en todo y no cuando a sus jerarcas les convenga más o menos personalmente, y no a la Iglesia que amamanta el santo Evangelio.

Exigir libertad de expresión a países e instituciones civiles, mientras que a los ejecutores de ella dentro de la Iglesia se les obliga a uncirse de por vida  al carro del “Amén”, con amenazas de anatematización  de retiro y obligado abandono de empleo y sueldo “en el nombre de Dios”, es incongruencia impropia de “hombres revestidos de ornamentos sagrados”.

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