En La Vanguardia del domingo 17 ¿Sed santos?

La inevitable rutina cotidiana de la cristiandad acabó por quitar brillo y atractivo a muchos de los rasgos más seductores del cristianismo. Pero el necesario cambio de lenguaje no funcionará si no se hace desde la más profunda identificación con los secretos del lenguaje antiguo.

Pocas expresiones menos motivadoras, y casi diría menos simpáticas hoy que la de este título. Suena a voluntarismo, a empeño moralista y hasta a cierto empaque de superioridad.

Sin embargo, nada más lejos de su verdadero significado: santo es, para la Biblia, el mejor nombre de Dios, expresión de su Trascendencia subrayada además al repetirlo tres veces (el número de la totalidad). La santidad es como un sinónimo de la Gloria de Dios.

“¿Quién hay como Tú Señor?”, dice el Éxodo (11,15) cuando quiere expresar la santidad divina. Y cuando en el Padrenuestro decimos (en traducción bastante torpe): “santificado sea Tu Nombre”, estamos queriendo decir que sea respetada y glorificada Tu Verdad: pues el nombre no es para los hebreos una etiqueta mudable, sino expresión de la verdadera realidad de las cosas.

Ser santos quiere decir en realidad algo así como ser divinos. Y cuando la Biblia define: “Dios es amor” (1 Jn 4,20), la expresión ser santos converge con el famoso mandamiento de Jesús que, según Mateo, clausura todo el sermón de la montaña: “sed buenos del todo (misericordiosos aclara Lucas) como vuestro Padre Celestial”.

Hay una encantadora  (y poco frecuente) expresión castellana de cariño, que tiene una estructura parecida a la citada definición bíblica de Dios: “eres un amor”.

La persona que dice eso no está expresando una atracción personal o erótica, ni una gran admiración ni amor de pareja: expresa simplemente gratitud. Y una gratitud sorprendida: una sensación de haber recibido mucho, pero inmerecidamente y sin posibilidad de pagarlo por mucho que quiera. Expresa así su encanto por cómo el interlocutor se ha portado con ella.

Y si hemos dicho que lo de “ser santos” quería decir en realidad algo así como “ser divinos”, ahora podemos precisar aún más ese significado: cuando se nos dice que seamos santos, se nos está queriendo decir “que seamos un amor” para todos, en el sentido explicado. No que se nos vaya a poner en una lista de esos santos “oficiales”, a los que (algo supersticiosamente) utilizamos mucho más como intercesores de quienes aprovecharnos, que como verdaderos provocadores para nuestras vidas. Y a los que últimamente hemos “santificado” a veces más por intereses de política grupal que de auténtica humanidad.

La inevitable rutina cotidiana de la cristiandad acabó por quitar brillo y atractivo a muchos de los rasgos más seductores del cristianismo. Pero el necesario cambio de lenguaje no funcionará si no se hace desde la más profunda identificación con los secretos del lenguaje antiguo. Sin esa honda experiencia, el cambio de lenguajes se parecerá a lo que ha ocurrido con algunos melocotones: los de ahora son enormes, vistosos y atractivos; pero casi no saben a nada. Los de mi infancia eran más feos pero mucho más gustosos. Tanto que hace algunos años titulé así un pequeño escrito: “Elogio del melocotón de secano”…

La bondad plena y autentica es una de las dimensiones más atractivas de nuestra condición humana. Aunque la percibamos como imposible y como utópica, el mero atisbo de ella resulta mucho más interpelador y más atractivo que muchas santidades “oficiales”.

Ojalá después de esta aclaración no sorprenda el que se nos endilgue un consejo que parece tan poco atractivo: seamos santos. A lo mejor, hasta la vida resulta así más bonita (y más barata). Porque si Dios es amor y el hombre es imagen de Dios, solo se nos está diciendo: “seamos plenamente humanos”.

Y como algo de eso lo llevamos ya en el fondo, aunque muy desfigurado, quiero terminar añadiendo que el camino para ser así, tampoco tiene por qué definirse como “negarse a sí mismo”: a lo mejor basta con la profunda escucha de sí mismo. De eso hablaremos otro domingo a propósito de Etty Hillesum. De momento pensemos qué bonito sería si tanto Abascal, como Feijóo, Puigdemont, Sánchez y demás familia pensaran un poquito más en eso de ser santos que en demostrar que ellos “tenían razón”. Ya decía Juan de Yepes (a quien celebramos el pasado jueves) que “al atardecer (de la vida) te examinarán del amor”.

Volver arriba