Un Ignacio en plan "cómic" juvenil y superprodución efectista



A medio camino entre el medioevo y el renacimiento, la figura de Ignacio de Loyola (Azpeitia 1491-Roma 1556), el gentilhombre que, de caballero al servicio del duque de Nájera llegó a convertirse en fundador de la Compañía de Jesús, excede los límites del interés exclusivamente religioso. Desde Lenin a los actuales brókeres, pasando por el semiólogo Roland Barthes, ha sido objeto de sesudos estudios, interesados sobre todo en su revolucionario método de los Ejercicios Espirituales y su sentido práctico y psicológico del liderazgo.
Sin embargo y pese a que la primera etapa de su vida, la de “soldado desgarrado y vano”, como él mismo se autocalificaba, tiene aspectos muy cinematográficos, sólo hay en la Historia del Cine un precedente a la película que hoy nos ocupa: El capitán Loyola, film en blanco y negro de 1948, dirigido por José Díaz Morales con guion de José María Pemán, Francisco Bonmatí de Codecido, y Carlos M. De Heredia, que pasó sin pena ni gloria por nuestras pantallas.
La biografía de este santo vasco -que luchó a favor del rey de Castilla-, líder de la Contrarreforma, tiene tres etapas muy caracterizadas: su infancia y juventud en Loyola, Arévalo y Navarra en busca de la gloria según el modelo ideal del caballero andante de la época; la conversión tras la herida de Pamplona que le conduce a su vida de peregrino en búsqueda de la claridad interior; y, en tercer lugar, la de universitario en París, fundador de los jesuitas y sus carismáticos años de gobierno y santa vida en Roma.
Lo más curioso del film que nos ocupa es que se trata de una película de producción, guion y dirección filipinos, con poco más de un millón de dólares de presupuesto, actores españoles, y solo 17 días de rodaje en nuestro país en las localizaciones evocadoras de su época. Para mayor desafío se trata del primer largomentraje del realizador filipino Paolo Dy, con la ayuda de la escritora y actriz, Cathy Azanza, que se han atrevido con la primera etapa de la vida de Ignacio: su infancia, aventuras de caballero orgulloso y enamoradizo, y los años de su conversión espiritual. Un salto cultural importante para un equipo de producción oriental, aunque ha contado desde luego con asesores jesuitas en los aspectos históricos y teológicos.
El relato arranca del gentilhombre dado a las armas, la vanagloria y las mujeres, algunas de ellas prostitutas. Con saltos atrás a su infancia en la casa solariega de Loyola y la relación con su hermano, la historia avanza hacia el enamoramiento de la infanta doña Catalina de Austria, la “señora de sus pensamientos” y la batalla contra los franceses en Pamplona, donde es herido, no solo en su pierna, sino sobre todo en su vanidad de aguerrido y galante caballero. Tras la lectura de obras espirituales, por la carencia de libros de caballerías, que le facilita su cuñada Magdalena, sufre una transformación espiritual y aprende a distinguir el diferente regusto que le dejan en el alma los lances de caballero y las acciones de los santos cuyas vidas le impresionan en su obligada postración. Decide dejarlo todo y peregrinar a Montserrat donde vela las armas ante el altar de la Virgen, y despojado de sus ricas vestiduras, reconduce su pasión a la pobreza y penitencia y emprende la meditación y lucha interior hasta la “ilustración” (iluminación interior) que experimenta en el río Cardoner de Manresa. El film recoge y magnifica el proceso inquisitorial sobre su vida y su obra en Salamanca y concluye con su marcha a París para estudiar en la Sorbona.
La originalidad del film radica en su estética, a medio camino de un gran cómic efectista, de factura barroca, y un lenguaje actual cercano en momentos al cine de terror y en otros a la ficción fantástica de un Señor de los anillos. Sin duda el joven filipino Paolo Dy en vez de realizar un film pausado, lineal, contemplativo o místico –en la escuela de Dreyer, Bergman o Rosellini-, ha querido sobre todo dirigirse a un espectador joven en un laudable esfuerzo de acceder a su lenguaje preferido. Con ello la película se libera, es cierto, de algunos de los tópicos del cine hagiográfico actual que tiende a lo melifluo y al recurso de introducir el deus ex maquina o la imagen traslúcida de luces e irisadas apariciones para evocar la presencia de lo trascendente.
Desde el punto de vista histórico opta, como no podía ser menos en una adaptación al cine, por una interpretación libre de los hechos. Escamotea la importante etapa de la formación con el contador de los Reyes Católicos Juan Velázquez, en Arévalo, sintetizándola en pocas alusiones del diálogo; traduce el amor platónico por doña Catalina, la hija cautiva de Juana la Loca, en una inspirada danza (se inventa una amorosa carta de la infanta animándole en su camino, que el peregrino recibe en su prisión de Salamanca), y magnifica tres elementos: las escenas de guerra y violencia, el proceso de la Inquisición (intolerable por antihistórico, el homenaje multitudinario del pueblo salmantino con velas encendidas) y desarrolla de forma original y creativa su lucha y búsqueda interior. También es aportación del guion filipino la valiente escena de la conversión de la prostituta, aunque sí responde a una obsesión del santo, quien posteriormente en Roma se ocupó especialmente de esta mujeres “descarriadas”.
Esta traducción en imágenes de lo espiritual es quizás el mayor valor del film. Aunque desde el barroquismo y efectismo al que hemos aludido, el film Ignacio de Loyola contribuye a la plasmación de lo transcendente con una puesta en escena no convencional. Escenifica la lucha interior con un desdoblamiento del propio Íñigo, donde el demonio es él mismo, para visualizar la pugna entre los dos “yoes”, como en la meditación de sus Ejercicios de “Las dos banderas” y el “Rey temporal” hasta alcanzar su sabiduría en su aportación más original, la discreción de espíritus. Tremendista, en línea con la morbosidad de La Pasión de Cristo de Mel Gibson, la flagelación. Bien resulto el momento de la paz, alegría e iluminación, mediante su inmersión en el río y el encuentro con el Dios de la luz a través de un niño real en la orilla. Nada de apariciones de personajes del más allá, a los que tan dado es el falso y decadente cine piadoso.
Otra sorpresa es la interpretación del equipo de actores españoles. Destaca Andreas Muñoz en el papel de Íñigo. Este joven madrileño actor de cine y televisión desde los 9 años, en 2012 se trasladó al Reino Unido, donde se consolidó como actor shakespeariano con la Royal Shakespeare Company y así llamó la atención del director filipino Paolo Dy, que consigue que Muñoz encarne con dignidad el joven Ignacio de las dos etapas de caballero y converso. Los demás le secundan eficazmente, con una cualidad: carecen por completo del tonillo tan frecuente de nuestros actores en el cine español. Quizás porque la película ha sido realizada en su totalidad en lengua inglesa.
En resumen, ¿se trata de la película definitiva sobre Ignacio de Loyola? En modo alguno. Aunque loable en su esfuerzo de renovar el lenguaje de este tipo de films para hacerlo más asequible a la sensibilidad juvenil, la película es excesivamente efectista tanto en sus impactos visuales como sonoros, lo que contrasta por otra parte con secuencias innecesariamente alargadas y tediosas, que rompen el ritmo del film, y una simplificación rayana en la planificación de cómic, cuando no, en la estética tremendista del vigente cine fantástico y de terror. Se puede decir que inciden con mayor hondura en el espíritu ignaciano, aunque no hablen sobre la persona de Ignacio, por su calidad, films como La misión y El silencio, de Joffre y Scorssese respectivamente. Si bien desde luego ninguno de ellos puede ser comparable con una opera prima rodada con más ilusión que recursos y una notable factura internacional. De fondo, mucha buena voluntad y aciertos parciales en lo que supone emprender el reto de biografiar esta figura histórica del siglo XVI español desde la lejana Filipinas con cierto rigor histórico, esfuerzo creativo e indudable respeto al personaje en la primera y decisiva etapa de su vida.
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