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Universidades cristianas en el ocaso de la modernidad

Cuando un paradigma se agota, la hipótesis de otro es una necesidad

La universidad nació del corazón de la Iglesia. Hoy ha olvidado cómo hacer para que medien efectivamente el amor de Dios por la humanidad y por la creación

Decadencia

Las grandes revoluciones científicas —como mostró Kuhn— no consisten en meros ajustes metodológicos. Son cambios de paradigma. El paradigma anterior resiste, porque no entiende el nuevo y porque tampoco quiere entenderlo. En él se juegan intereses, hábitos mentales y formas de poder. Cuando finalmente es desplazado, no lo es sin conflicto ni sin condenas, al menos de orden epistémico e institucional.

Algo semejante ocurre hoy con las universidades cristianas. Es evidente que son creación de una civilización que colapsa y no pueden ya sino revisar por completo su razón de ser histórica.

La universidad nació del corazón de la Iglesia (Ex corde Ecclesiae). Mientras la cultura fue cristiana, la teología fue la reina de las ciencias. En la universidad moderna, en cambio, quedó relegada: se ocupa de un área que a las demás disciplinas les resulta indiferente o, en el mejor de los casos, participa en diálogos interdisciplinarios sin que la realidad de Dios incida en la metodología de los otros saberes. Las ciencias no necesitan de Dios para hacer su trabajo. Tampoco requieren de la escatología cristiana ni de ninguna religión como principio articulador u orientador del conocimiento. El único principio que hoy se aproxima a esa función es el capitalismo ateo, refractario al cristianismo y prácticamente imbatible.

Sin embargo, en la misma medida en que la civilización occidental capitalista de exportación es reconocida como una de las causas principales de la crisis ecológica, social y medioambiental, se vuelve patente que la humanidad no tiene más salida que inventar otra civilización. No sabemos si lo hará. Pero la necesidad está planteada.

El cristianismo dispone de elementos para introducir un cambio de ciento ochenta grados. Dicho en términos teológicos simples: hasta aquí el cristianismo “moderno” ha funcionado como si lo fundamental fuera “amar a Dios”. Hoy se abre la posibilidad de radicar este amor —por cierto irrenunciable— en el amor de Dios por su creación. Amor “a” Dios y amor “de” Dios no se oponen. El amor “a” Dios media el amor “de” Dios. Sin este empero, desemboca en la ilusión contemporánea de autoconstitución de un sujeto que cree merecerse el planeta tanto como a sí mismo.

Lo que el cristianismo moderno ha olvidado es que su colaboración con la modernidad en favor de la humanización y de las liberaciones intrahistóricas tiene un fin trascendente: la realización de la creación. Este olvido ha favorecido una suerte de pelagianismo práctico, el intento de ganarse el amor de Dios por el propio esfuerzo, esfuerzo que fácilmente se solapa con la voracidad por dominar la Tierra. La crisis ecológica es un mentís radical a esta pretensión.

La creación del mundop y de los planetas

En la Antigüedad, eremitas y monjes contestaron su época con estilos de vida no mundanos. Hoy proliferan formas alternativas de cristianismo, incluso contraculturales, perfectamente legítimas. Pero ninguna universidad que se precie puede ser “hippie”. Su tarea es otra. Hoy debe tomarse en serio un fin del mundo, un acabo mundi, y redefinir su misión como amor mundi.

La misión futura de la universidad cristiana será generar un tipo de ciencia y de técnica que hagan posible que nuestra civilización ame la creación con el mismo amor con que Dios la ama. Este es el asunto central. Y si a alguien le parece desmedido, conviene recordar una paradoja incómoda: una universidad cristiana puede, de hecho, ser atea.

Para que el amor humano por el mundo se enraíce en el amor de Dios por su creación, la universidad cristiana no puede limitarse a declaraciones programáticas. Debe apoyarse en experiencias reales. La experiencia de un Dios que ama gratuitamente tendría que convertirse en el principio epistémico de su quehacer. Los cursos de teología que las universidades exigen a sus estudiantes nutren sus almas, son indispensables, preparan el giro, pero, en lo inmediato acompañan en paralelo, y sin la menor conciencia, del desafío universitario más importante. ¿Cómo pudiera la experiencia cristiana convertirse en la fuente de un conocimiento científico y técnico que lleve a la creación y a la humanidad a su máxima realización? Este es el desafío mayor.

Desde hace décadas se investiga la posibilidad de la fusión nuclear como fuente de energía limpia y abundante, aún no lograda de manera viable. Hasta ahora la humanidad ha dependido de formas de energía marcadas por la extracción, la ruptura y el desgaste. Algo semejante ocurre con las universidades cristianas. No sabemos todavía cómo hacer para que medien efectivamente el amor de Dios por la humanidad y por la creación. Pero reconocer este fracaso no debiera desanimar los ensayos. Cuando un paradigma se agota, la hipótesis de otro es una necesidad.

Universidad católica

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