Cruces, ritos y poder: cuando la Iglesia confunde la fe con la escenografía
Una cruz puede brillar en un santuario. Pero solo una vida entregada, humilde y valiente puede iluminar una Iglesia en crisis. Todo lo demás —ritos, regalos, gestos solemnes— ya no basta.
El regalo de una cruz de plata a la Virgen del Rosario, ofrecido por el obispo emérito de Cádiz y Ceuta, podría parecer, a primera vista, un gesto piadoso más, inscrito en la tradición devocional de la diócesis. Pero en el contexto actual, marcado por heridas abiertas, abusos de poder no resueltos y una profunda crisis de credibilidad eclesial, ese gesto adquiere otro significado. No es anecdótico. Es sintomático.
Porque el problema no es la cruz, ni la Virgen, ni siquiera la intención subjetiva de quien la entrega. El problema es lo que revela: una forma de entender la religión como sustituto del compromiso personal, como escenografía que pretende ocupar el lugar de la conversión, del testimonio y de la responsabilidad.
Conviene decirlo sin rodeos: la religión es un hecho histórico, un cúmulo de religiones particulares cargadas de ritos, mitos, símbolos y narraciones que han ido configurándose según contextos socioculturales concretos. Por eso, una persona puede vivir una fe auténtica sin pertenecer a ninguna religión institucional organizada, y también puede formar parte de una institución religiosa sin que su vida refleje esa fe.
Las religiones —también el cristianismo institucional— se han transformado a lo largo del tiempo, y hoy muchas de sus formas externas responden a una visión del mundo antigua, arcaica y en buena medida superada. Pretender que esos mismos signos sigan teniendo hoy el mismo peso simbólico y moral es no comprender el tiempo presente ni escuchar con honestidad a la sociedad.
No debe extrañarnos, por tanto, que la fe y la religiosidad se estén individualizando, personalizando, desplazándose del ámbito institucional al espacio de la conciencia. La fe, como toda experiencia humana profunda, está sujeta a un proceso, porque está encarnada en un sujeto concreto: una biografía, una historia, un yo y su circunstancia, como recordaba Ortega y Gasset. No hay fe sin vida, sin coherencia, sin verdad existencial.
En este contexto, cuando la Iglesia vuelve una y otra vez a los escenarios de siempre, parapetada tras muros de ortodoxia, ritualismo y signos de poder, puede que reafirme a los creyentes más temerosos y conformistas, pero pierde peso, relevancia y credibilidad en la sociedad. Y lo hace de manera constante y progresiva.
El gesto de regalar una cruz valiosa, en este clima, no acerca a nadie al Evangelio. Al contrario: refuerza la percepción de una Iglesia que sigue hablando el lenguaje del símbolo cuando la gente reclama verdad, que ofrece objetos cuando se esperan gestos humanos, que se refugia en el rito cuando lo que falta es ejemplo.
El Evangelio es tajante. Dios no quiere sacrificios. No quiere ofrendas externas que no vayan acompañadas de una vida justa. “Misericordia quiero, y no sacrificios” no es una frase devocional, sino una crítica radical a la religión vacía. Los profetas lo dijeron antes y con mayor dureza aún: Dios rechaza los cultos solemnes cuando hay injusticia, abuso de poder y silencio ante el sufrimiento.
La mejor ofrenda no es una cruz de plata, sino una vida vivida con coherencia: la capacidad de reconocer errores, pedir perdón, reparar el daño y renunciar a privilegios. El cristianismo nació como testimonio, no como sistema de insignias; como forma de vida, no como aparato de poder.
Y aquí el caso concreto vuelve a imponerse. Durante años, en la diócesis de Cádiz y Ceuta, se denunciaron abusos de poder. El caso de Rafael Palomino es uno de los más conocidos y dolorosos, convertido en símbolo de decisiones arbitrarias, presiones y dinámicas de autoridad que dejaron personas heridas. No se actuó. Se enviaron cartas, se pidieron explicaciones, se solicitó el relevo. La institución guardó silencio.
Como en tantas otras ocasiones, la Iglesia no reaccionó por convicción evangélica, sino cuando el escándalo se hizo público y el silencio dejó de ser sostenible. Ese es el patrón. Y ese patrón es el que vacía de sentido los gestos simbólicos posteriores.
Tal y como están las cosas, la Iglesia debe renunciar de una vez por todas a sus signos e insignias de poder. Porque cada vez que se aferra a ellos, pierde crédito y confianza. La Iglesia se hace más pequeña, no porque haya menos fe, sino porque crecen los espacios vacíos allí donde la institución no está a la altura del Evangelio.
La institución que reclama obediencia, dicta normas morales y se protege a sí misma va menguando y perdiendo autoridad. No porque la sociedad sea peor, sino porque la coherencia es hoy la única fuente legítima de autoridad moral.
Una cruz puede brillar en un santuario. Pero solo una vida entregada, humilde y valiente puede iluminar una Iglesia en crisis. Todo lo demás —ritos, regalos, gestos solemnes— ya no basta.
