Navidad: el escándalo del Dios pobre frente a un mundo en guerra
Hoy, como entonces, no hay lugar en la posada. Familias enteras han sido expulsadas de sus hogares. También aquí, también ahora. En Badalona, estos días, familias vulnerables han sido arrojadas a la calle, privadas de techo y de dignidad, mientras el calendario litúrgico anuncia el nacimiento del Dios-con-nosotros. El pesebre ya no está solo en Belén: está en Gaza, en los campos de refugiados, en las aceras de nuestras ciudades.
Hablar de Navidad es hablar de un escándalo. No de una escena tierna ni de un relato edulcorado, sino del escándalo de un Dios que se despoja de su rango divino, que renuncia a toda apariencia de poder y asume la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos, simple hombre. En Jesús de Nazaret, sacramento y revelación del Padre, Dios elige el camino de la kénosis, del vaciamiento radical, para llevar a cabo, obediente hasta la muerte y muerte de cruz, la misión salvadora encomendada para bien de los hombres.
Este despojamiento no es simbólico ni retórico. Dios, en Jesús, se pone al servicio del ser humano. No busca nada para sí, no reclama honores, no exige privilegios. Jesús no pretende otra cosa que servir. Para ello renuncia a toda excelencia, a títulos de majestad y soberanía. Su entrada en la historia escenifica esta voluntad de servicio desde el primer instante: nace en pobreza, marcado por la marginación social, porque no había lugar para ellos en la posada.
El Evangelio es tan sencillo como incómodo. Los primeros destinatarios de la buena noticia no son los poderosos, sino los pastores, la clase más despreciada por su ignorancia y su rudeza. A ellos se les anuncia una gran alegría, no la llegada de un dios juez ni de un dios que infunda temor, sino un Salvador. “No tengáis miedo” (Lc 2,10). Tranquilizaos. Dios no viene a aplastar, viene a levantar. En este gesto inaugural queda clara la opción preferencial de Dios por los pobres.
Si sabemos leer más allá de la superficie del relato, la Navidad revela que Dios apuesta por los que no cuentan, por los invisibles, por los descartados. Emanuel, anunciado por Isaías, es verdaderamente Dios con nosotros, con los hombres y mujeres concretos, en todo igual a nosotros, menos en el pecado, solidario con nuestra suerte y con nuestra causa. El servicio al hombre constituye la médula más radical de la epifanía de Dios en Jesús. Como dirá más tarde el propio Evangelio: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida” (Mc 10,45).
Y, sin embargo, nos cuesta entrar en esta lógica del despojamiento. Nos cuesta encarnarnos en la “masa espesa” de la humanidad real y mucho más aún arriesgarnos a optar preferentemente por los pobres, por quienes no cuentan en los foros de este mundo. Preferimos una Navidad cómoda, espiritualizada, que no cuestione nuestras seguridades ni nuestros privilegios.
Esta dificultad se hace especialmente evidente en la actualidad que estamos viviendo. Celebramos la Navidad en medio de guerras, de conflictos armados que no nacen de la defensa de la vida, sino del afán de dominio y de apropiación de la riqueza de los países pobres. Muchos Estados entran en guerra no por justicia, sino por petróleo, minerales, agua o poder geopolítico. La sangre de los pobres sigue sosteniendo el bienestar de unos pocos.
En este contexto, Gaza se convierte en un grito que atraviesa la Navidad. Niños muriendo bajo las bombas, hospitales bombardeados, médicos sin medios, familias enteras enterradas bajo los escombros. ¿Cómo hablar del Niño de Belén sin mirar a los niños de Gaza? ¿Cómo cantar “paz en la tierra” mientras se destruyen escuelas, hospitales y hogares? El Evangelio no permite esta esquizofrenia moral: “Lo que hicísteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). Y también lo que no hicísteis, lo que consentísteis, lo que justificásteis.
Jesús nace pobre en un mundo violento, y su sola presencia desenmascara el pecado estructural que convierte la vida humana en daño colateral. “Bienaventurados los pobres” (Lc 6,20), proclama. Y añade una advertencia que no admite neutralidad: “¡Ay de vosotros los ricos!” (Lc 6,24). La Navidad no es neutral. Toma partido, y lo hace siempre por las víctimas.
Hoy, como entonces, no hay lugar en la posada. Familias enteras han sido expulsadas de sus hogares. También aquí, también ahora. En Badalona, estos días, familias vulnerables han sido arrojadas a la calle, privadas de techo y de dignidad, mientras el calendario litúrgico anuncia el nacimiento del Dios-con-nosotros. El pesebre ya no está solo en Belén: está en Gaza, en los campos de refugiados, en las aceras de nuestras ciudades.
Ignacio Ellacuría lo expresó con palabras que siguen interpelando con fuerza profética: “Hay que bajar de la cruz al pueblo crucificado”. No es una consigna piadosa, sino una exigencia evangélica e histórica. Hoy ese pueblo crucificado tiene rostro concreto: los niños de Gaza, las familias expulsadas de sus casas, los pueblos empobrecidos por guerras decididas desde lejos.
Vivimos bajo el dominio del dios dinero, un ídolo que exige sacrificios humanos. Todo se subordina a la rentabilidad: la vivienda, la sanidad, la política, incluso la paz. Jesús, en cambio, tomó opción preferencial por los pobres y denunció cualquier sistema que excluya. El Evangelio es tajante: “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). No hay compatibilidad posible.
Esta Navidad está llena de contradicciones: luces que ocultan sombras, discursos de paz mientras se fabrican armas, villancicos que suenan sobre el estruendo de las bombas. El nacimiento de Jesús no legitima este mundo; lo cuestiona. Nos sitúa ante una elección ineludible: o el camino del servicio y del despojo, o la lógica del poder, del egoísmo y de la guerra.
Dios, en Jesús de Nazaret, se nos manifiesta gratuito, absolutamente gratuito. No invade territorios, no arrasa ciudades, no mata niños. Anuncia una buena nueva: liberación para todos, especialmente para los pobres. Celebrar la Navidad hoy exige una fe encarnada, capaz de denunciar la injusticia y de ponerse del lado de las víctimas.
Ignacio Ellacuría lo expresó con palabras que siguen interpelando con fuerza profética: “Hay que bajar de la cruz al pueblo crucificado”. No es una consigna piadosa, sino una exigencia evangélica e histórica. Hoy ese pueblo crucificado tiene rostro concreto: los niños de Gaza, las familias expulsadas de sus casas, los pueblos empobrecidos por guerras decididas desde lejos.
Jon Sobrino lo ha formulado con la misma radicalidad evangélica: “Fuera de los pobres no hay salvación”. No porque los pobres sean mejores, sino porque ahí ha querido estar Dios. Porque ahí sigue naciendo Cristo. Porque ignorar a los pobres es ignorar a Dios.
El Niño que nace en Belén ya ha sido crucificado una vez en la historia, pero sigue siendo ignorado y maltratado en los cuerpos heridos de los pobres, en los niños asesinados, en las familias expulsadas de sus hogares. Celebrar la Navidad no es volver ingenuamente al pesebre, sino reconocer que el mismo Jesús nacido pobre es el Cristo hoy crucificado, y escuchar de nuevo su palabra: “No tengáis miedo”, Dios está con los pobres, sosteniéndolos en su dolor, esperando que la vida venza sobre la muerte también en ellos.