Los cardenales han elegido a un papa que es un "poliedro viviente" León XIV , el papa 'panamericano'

"Nos encontramos ante un «puente viviente», ante una figura que, por su biografía, además de por su pensamiento, une las «dos Américas», precisamente en un momento en el que la política de los muros y las deportaciones querría, por el contrario, alejarlas"
"Al final, fue elegido el «menos estadounidense» entre los estadounidenses y el «más latinoamericano» entre los no latinoamericanos"
"Hace solo unas semanas, poco antes de morir, se produjo el último nombramiento, que pasó desapercibido para la mayoría, pero que fue «captado» por quien debía captarlo: el «ascenso» de cardenal del orden de presbíteros a cardenal del orden de obispos"
"No es casualidad que, antes del cónclave, se filtraran falsas acusaciones contra Prevost, de «falta de vigilancia», cuando, en realidad, fue uno de los obispos que más contribuyó a la investigación y sanción de estos delitos. Una campaña de prensa que pronto se reveló carente de todo fundamento"
"Hace solo unas semanas, poco antes de morir, se produjo el último nombramiento, que pasó desapercibido para la mayoría, pero que fue «captado» por quien debía captarlo: el «ascenso» de cardenal del orden de presbíteros a cardenal del orden de obispos"
"No es casualidad que, antes del cónclave, se filtraran falsas acusaciones contra Prevost, de «falta de vigilancia», cuando, en realidad, fue uno de los obispos que más contribuyó a la investigación y sanción de estos delitos. Una campaña de prensa que pronto se reveló carente de todo fundamento"
| Bruno Desidera / Settimana News
(Settimana News).- Tras el primer papa latinoamericano, llega el primer papa norteamericano. Se podría decir, sin embargo, que es un papa «panamericano».
El estadounidense Francis Robert Prevost, de 69 años, agustino, prefecto para los obispos en el Vaticano en el momento de la muerte del papa Francisco, fue elegido papa en la cuarta votación y tomó el nombre de León XIV.

Si el papa Francisco había utilizado en varias ocasiones la imagen del «poliedro» para describir a la Iglesia, los cardenales han elegido a un papa que es un «poliedro viviente»: nacido en el corazón de Estados Unidos, en Chicago, de padre francés de origen italiano y madre española, tras estudiar en su país y madurar su vocación, ingresó en la orden agustina, estudió en Roma y continuó su experiencia religiosa y pastoral en Perú. Luego, la guía de su orden, como prior general, con la mirada puesta en todo el mundo; una experiencia adicional en Perú, como obispo de Chiclayo, en el norte del país; finalmente, el delicado cargo en el Vaticano, también en este caso de dimensión «mundial», al haber sido llamado para «ocuparse» de los obispos.
Una vez más, el papa Francisco ha exhortado muchas veces a «tender puentes», no a construir muros. Y nos encontramos ante un «puente viviente», ante una figura que, por su biografía, además de por su pensamiento, une las «dos Américas», precisamente en un momento en el que la política de los muros y las deportaciones querría, por el contrario, alejarlas.

"Al final, fue elegido el «menos estadounidense» entre los estadounidenses y el «más latinoamericano» entre los no latinoamericanos"
El menos estadounidense de los estadounidenses, el más latinoamericano de los no latinoamericanos
Antes del cónclave, como escribí en estas páginas, parecía difícil que, después de Francisco, volviera a ser un papa latinoamericano. Pero tampoco era fácil pensar en un papa estadounidense, tan solo unos meses después de la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Un hombre inclinado a utilizar la religión como instrumentum regni, y que no había dudado en hacer sentir, de alguna manera, su «presión» sobre los cardenales llamados a elegir al nuevo papa. En un contexto que algunos habían definido como «neoimperial», incluso «carolingio».

Al final, fue elegido el «menos estadounidense» entre los estadounidenses y el «más latinoamericano» entre los no latinoamericanos. De este modo, también se disipó otra preocupación que había planteado antes del cónclave: que, con el fin del pontificado de Francisco, el rico camino recorrido por la Iglesia en América Latina, el más decidido y quizás el más original en la interpretación del Concilio Vaticano II, acabara en un «vía muerta».
Por el contrario, a la luz también de la biografía del Papa, parece plausible que ese patrimonio permanezca en el centro de la vida de la Iglesia mundial, de manera diferente y complementaria. Dentro, precisamente, de un poliedro que reconduce las diferencias a la unidad.
¿"Elegido" por Francisco?
Cabe pensar que esta continuidad ideal se formó y se nutrió precisamente en la relación personal entre Francisco y su sucesor. Bergoglio y Prevost ya se conocían cuando el primero era arzobispo de Buenos Aires y el segundo prior de los agustinos.
Al día siguiente de convertirse en papa, Francisco se reunió con el padre Robert en la sacristía de la iglesia de Santa Ana. Desde ese día, no se han perdido de vista, y todos los «ascensos» posteriores de Prevost son elecciones precisas de Francisco: administrador apostólico de Chiclayo, en Perú, en 2014, obispo de la misma diócesis al año siguiente, prefecto para los obispos en 2023, cardenal pocos meses después.
Hace solo unas semanas, poco antes de morir, se produjo el último nombramiento, que pasó desapercibido para la mayoría, pero que fue «captado» por quien debía captarlo: el «ascenso» de cardenal del orden de presbíteros a cardenal del orden de obispos, con el título de obispo de la diócesis suburbana de Albano.

Veinte años en la tierra "de todos los linajes"
Mientras todos tratan, en muchos aspectos inútilmente, de adivinar qué decisiones tomará el Papa, qué línea seguirá, a qué personas elegirá, conviene más bien comprenderqué sacerdote y qué obispo ha sido.
Y llegamos, inevitablemente, a Perú, país del que Robert Francis Prevost es ciudadano. La larga experiencia en la tierra «de todos los linajes» —por citar la famosa definición del escritor y antropólogo José María Arguedas—, de unos veinte años, en dos momentos clave de su vida, como joven sacerdote y como obispo, ha sido decisiva en su trayectoria humana, sacerdotal y pastoral.
Según la biografía oficial, tuvo su primera experiencia en Perú, en Chulucanas, en la región de Piura, entre 1985 y 1986, cuando aún no había terminado sus estudios. Luego, en 1988, llegó a la misión de Trujillo, como director del proyecto de formación común de los aspirantes agustinos de los vicariatos de Chulucanas, Iquitos y Apurímac.
Durante once años ocupó los cargos de prior de la comunidad (1988-1992), director de formación (1988-1998) y profesor de los profesos (1992-1998) y, en la archidiócesis de Trujillo, de vicario judicial (1989-1998) y profesor de Derecho canónico, Patristica y Moral en el Seminario Mayor «San Carlos y San Marcelo».
Al mismo tiempo, se le confió la pastoral de Nuestra Señora Madre de la Iglesia, erigida posteriormente como parroquia con el título de Santa Rita (1988-1999), en la periferia pobre de la ciudad, y fue administrador parroquial de Nuestra Señora de Monserrat desde 1992 hasta 1999.
Regresa a Perú en 2014. El papa Francisco lo nombra, el 3 de noviembre de 2014, administrador apostólico de la diócesis peruana de Chiclayo y, al mismo tiempo, obispo titular de Sufar. El 26 de septiembre de 2015 es nombrado obispo de Chiclayo. En 2020, es administrador apostólico de Callao, mientras que, entretanto, ha sido nombrado segundo vicepresidente de la Conferencia Episcopal Peruana.

La fe del pueblo en un país "fracturado"
Es difícil imaginar un «aprendizaje» latinoamericano más fascinante y complejo. En un país, quizás más que en ningún otro, diverso y estratificado desde el punto de vista histórico, geográfico, religioso, cultural, social, étnico y lingüístico.
Perú, unos 80 años antes de la llegada de los europeos, era el Tahuantinsuyo, es decir, un conjunto de regiones y civilizaciones unificadas por una de ellas, los incas, en forma de «imperio»; luego, Lima, epicentro de la conquista española, acabó sustituyendo a Cuzco como capital y ha mantenido una vivacidad cultural, literaria y académica sin igual en el subcontinente.
La profunda fe popular, que une a los descendientes de los españoles, los «criollos», una mayoría de mestizos y las numerosas poblaciones nativas, nace, sin embargo, tanto del «trauma» de una conquista violenta, aunque no exenta de alianzas y acuerdos, que, a través de un formidable vuelco, no en los supuestos evangelizadores, sino en los pueblos que iban a ser evangelizados, tuvo sus primeros mártires y crucificados.
La fe de los peruanos es una fe arraigada, popular, rica en santos (el papa Francisco llamó al Perú «tierra ensantada», «tierra impregnada de santidad»), «apoyada» en la figura de Jesús, que en el país es sobre todo el «Señor de los milagros», el icono que cada año, en el mes de octubre, es llevado en procesión por millones de fieles. Una fe que, si se vive con coherencia y valentía (no siempre es así, ni ha sido así, por desgracia), representa probablemente el único elemento de unidad, quizá de esperanza, en este país que, desde hace tiempo, ha perdido el rumbo y permanece atrapado en el fango de la corrupción generalizada, hasta tal punto que todos los presidentes de los últimos treinta años, con una sola excepción, han conocido los tribunales y, casi siempre, las cárceles de su país—, de la violencia y de la explotación arbitraria de sus increíbles recursos naturales y mineros. Un país fracturado, todavía dividido en castas, con un porcentaje de pobres que supera el 30 % de la población y va en aumento.
Un país en el que existe un «centro», Lima, precisamente, en cuya enorme área metropolitana se concentra un tercio de la población del Perú, y una gran periferia, ya sea a lo largo de la costa del Pacífico, en los valles y altiplanos de los Andes o en la enorme extensión de la selva amazónica.
Imagínense la confusión, casi el «escándalo», cuando el papa Francisco, en 2018, llega al país procedente de Chile y decide visitar, como primera etapa, no la capital, sino la pequeña ciudad de Puerto Maldonado, en medio de la Amazonía, obligando a las autoridades a un «desplazamiento» imprevisto a una tierra herida y olvidada.

En contacto con experiencias de evangelización "liberadora"
En este complejo y fascinante país aterriza, por primera vez como joven sacerdote, a mediados de los años ochenta, el «gringo» Robert Prevost. Su carisma agustino, basado, entre otras cosas, en la primacía de la unidad y la armonía de los amores, afronta desde la periferia las fracturas, las heridas y las injusticias a las que he aludido.
Además de estas, en Perú, el joven Prevost encuentra también prácticas pastorales y populares verdaderamente evangélicas, portadoras de una «liberación» que quiere ser integral y encarnada en la historia.
Encuentra un pensamiento teológico, elaborado por el padre Gustavo Gutiérrez, hostigado en Occidente por ser sospechoso de simpatías marxistas y revolucionarias, cuando en realidad es el fruto maduro de una fe vista con los ojos de los últimos, desde «el reverso de la historia», como escribe el propio Gutiérrez.
A distancia de décadas, se puede decir que, en Perú, el intento teológico de Gutiérrez se desarrolla y surge de experiencias de base en diferentes ámbitos, y ha acompañado estas mismas experiencias, contribuyendo a su desarrollo pastoral concreto. Su sistematización teórica no es una especulación de gabinete, ni una «escuela teológica», sino más bien un esfuerzo de reflexión seria y fiel al Evangelio y al magisterio social al servicio de la pastoral, similar al que realizaron en Argentina el grupo de sacerdotes «villeros» acompañados por Lucio Gera y Juan Carlos Scannone, con la «teología del pueblo», a la que el papa Bergoglio se ha sentido deudor.
La actividad pastoral del padre Prevost en Chulucanas coincidió con el compromiso en el proyecto pastoral agustino de inserción en la vida campesina de la provincia de Piura, cerca de Chiclayo, en coherencia con la «nueva imagen de la diócesis», sobre la que se trabajaba y se reflexionaba en aquella época.
Se trata de una de las fuentes fecundas de experiencia a las que pudo recurrir el papa León XIV. En cierto modo, se podría hablar de una anticipación de ese estilo sinodal que ha surgido en estos años y que se ha propuesto a toda la Iglesia.

El padre Robert Prevost, aunque solo conoció directamente al padre Gutiérrez en la última etapa de su vida, llegó a un Perú ya rico en espiritualidad y en su planteamiento cultural y cristiano, pero también profundamente marcado por una realidad eclesial que se desarrollaba como respuesta al Concilio y se inspiraba en las Conferencias Generales de Medellín y Puebla, en la dirección de una «evangelización liberadora».
El religioso agustino queda «conquistado» por esta tierra, por su fe popular, por sus pobres y por la actitud pastoral de las diferentes diócesis y de las congregaciones religiosas misioneras, muy presentes en el país, empezando precisamente por los agustinos.
Todos los testimonios de estos días son unánimes al destacar su atención a las personas, muchas fotos lo retratan a caballo, mientras llega a aldeas andinas perdidas. Todo ello combinado con un estilo apacible, pero decidido ante las injusticias, siempre atento, precisamente, a crear unidad, a «tender puentes».
Por el contrario, en su vida no arraiga otra forma, cerrada e identitaria, de vivir el cristianismo, que, precisamente a partir de los años noventa, conoce en Perú una escalada, simbolizada por el nombramiento de numerosos obispos conservadores, en su mayoría cercanos al Opus Dei, y por el afianzamiento del Sodalicio de Vida Cristiana, cuya disolución fue una de las últimas decisiones oficiales del papa Francisco.

Obispo atento a las personas y a la colegialidad
Cuando, en 2014, el obispo Robert Prevost regresa al país sudamericano, a Chiclayo, también en el norte, es un hombre maduro. Y se integra tan bien en la diócesis y en la Iglesia peruana que no parece un extranjero. Sus rasgos son los ya conocidos: estilo sencillo, atención a la unidad y la comunión, cercanía a las personas, especialmente a los pobres.
Estamos al comienzo del pontificado de Francisco y, en su diócesis, es pionero de la colegialidad y la sinodalidad. Pide a un laico, amigo suyo desde hace mucho tiempo, César Piscoya, que anime la pastoral diocesana, y apuesta por una formación seria y cualificada del laicado.
Pocas semanas antes de abandonar Perú, llamado al Vaticano, un terrible ciclón azota el norte del país, y especialmente Chiclayo. No duda en bajar al barro, con botas, para ayudar en primera persona.
Antes, en 2020, Chiclayo había sido la ciudad del Perú más afectada por la COVID-19 después de Lima, con numerosas víctimas. En aquellos días, lo entrevisté y, con serenidad y claridad, explicó bien el impacto de la pandemia en los pobres y las graves deficiencias del sistema sanitario local. «Ha habido casos de pacientes llevados al hospital de urgencia que han muerto en el taxi mientras esperaban ser admitidos. Y hay falta de personal sanitario en los centros médicos», denunciaba. Y, también en esa coyuntura, la diócesis, junto con Cáritas, estuvo en primera línea.
La lacra de los abusos y la supresión del Sodalicio
No es un obispo que alza la voz, que se pone en el centro de la atención, pero sus cualidades lo hacen destacar incluso dentro de una Conferencia Episcopal que, sin duda, no carece de personalidades fuertes, a veces incluso opuestas. Es elegido vicepresidente segundo de los obispos peruanos. También aquí trabaja por la unidad y la comunión.

El desafío que sacude a los obispos es el de la lacra de los abusos, y sobre sus mesas se cierne la cuestión del Sodalicio de Vida Cristiana. El arzobispo de Lima, Carlos Castillo, aborda la cuestión con valentía y transparencia. Sobre la mesa está la supresión del Instituto, que, sin embargo, sigue contando con fuerza económica, vínculos y protecciones, tanto en la Iglesia como en la política.
El arzobispo de Piura, José Antonio Eguren, miembro del Sodalicio, demanda al periodista Pedro Salinas, quien, junto con su colega Paola Ugaz, ha denunciado, con libros y reportajes, los abusos del fundador Luis Figari y otros dirigentes. No todos los obispos están de acuerdo en proceder con la supresión, pero, poco a poco, se avanza.

Puntos de no retorno son la misión oficial a Lima del obispo Scicluna y de monseñor Bertomeu, en nombre del dicasterio para la Doctrina de la Fe, y la dimisión impuesta al arzobispo Eguren.
Sin duda, el obispo Prevost, presidente de la Comisión de Escucha contra los abusos de la Conferencia Episcopal Peruana, junto con el arzobispo Castillo, hoy cardenal, y el cardenal Pedro Barreto, se ha posicionado decididamente a favor de la disolución del Sodalicio, que finalmente se ha producido en los últimos días del pontificado del papa Francisco. Con el beneplácito, esta vez del Vaticano, en su papel de prefecto de los obispos, del cardenal Prevost.
No es casualidad que, antes del cónclave, se filtraran falsas acusaciones contra Prevost, de «falta de vigilancia», cuando, en realidad, fue uno de los obispos que más contribuyó a la investigación y sanción de estos delitos. Una campaña de prensa que pronto se reveló carente de todo fundamento.

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