Celibato, soledad y entereza humana

Si mañana el celibato dejara de ser obligatorio: ¿Significaría eso dar “carta blanca” a vivir relaciones sin compromiso? Y eso, ¿resolvería las dobles vidas? O, ¿desaparecería la desintegración afectiva?

Clericalismo y celibato obligatorio, la estructura deshumanizante de la iglesia.
Clericalismo y celibato obligatorio, la estructura deshumanizante de la iglesia.
María Noel Firpo, psicóloga - Instagram @psicomarianoel
16 dic 2025 - 15:42

Cada cierto tiempo el debate vuelve con fuerza, celibato ¿sí o no? Pero tengo la sensación que, muchas veces, la pregunta se queda en la superficie. Porque si la respuesta fuera simplemente “no”, ¿qué estaríamos diciendo en realidad? ¿Que casarse resuelve la soledad? ¿Que tener una pareja garantiza una vida afectiva integrada? ¿Que el problema es no poder tener relaciones sexuales? Creo que sinceramente es algo mucho más hondo, y por supuesto, hablo desde lo psicológico, no soy teóloga.

La soledad humana —la de verdad— atraviesa estados civiles, vocaciones y estilos de vida. Hay sacerdotes profundamente solos, sí. Pero también hay matrimonios solos, parejas solas, familias solas. O sea, que la soledad no depende solo de con quién duermes, sino de cómo estás viviendo tu propio deseo, tu afectividad y tu verdad, tu “ser en relación” con los demás y con Dios.

El texto que me inspiró para pensar y escribir esto,  dice algo incómodo pero real: “el celibato, presentado oficialmente como carisma, es para muchos una exigencia impuesta, vivida a veces sin recursos afectivos suficientes, sin espacios de palabra, sin acompañamiento real” (Religión Digital, “El drama silenciado del celibato sacerdotal”).  Y entonces ocurre algo peligroso: cuando no hay integración, aparece la escisión. En todo ser humano.

Con frecuencia se presenta el celibato como un don, pero se olvida que ningún don puede vivirse en el vacío, o en el aislamiento. Cuando se desconecta del acompañamiento afectivo y comunitario, se recurre fácilmente a un espiritualismo desencarnado que acaba transmitiendo —de forma explícita o velada— una idea peligrosa: “si caes es porque te falta fe”. En ese punto, el problema ya no es el celibato en sí, sino una antropología frágil, incapaz de acoger y elaborar el deseo humano sin culpabilizarlo ni negarlo.

Pero volvamos a la pregunta inicial. Si mañana el celibato dejara de ser obligatorio: ¿Significaría eso dar “carta blanca” a vivir relaciones sin compromiso? Y eso, ¿resolvería las dobles vidas? O, ¿desaparecería la desintegración afectiva?

La soledad humana —la de verdad— atraviesa estados civiles, vocaciones y estilos de vida. Hay sacerdotes profundamente solos, sí. Pero también hay matrimonios solos, parejas solas, familias solas. O sea, que la soledad no depende solo de con quién duermes, sino de cómo estás viviendo tu propio deseo, tu afectividad y tu verdad, tu “ser en relación” con los demás y con Dios

Sabemos que no. Las dobles vidas no son exclusivas de quienes no están casados. Existen entre matrimonios, entre parejas estables, en contextos laborales, comunitarios y eclesiales.   Por eso, quizá la cuestión de fondo no sea “celibato sí o celibato no”, sino otra mucho más exigente: ¿Estamos formando —y acompañando— a personas que puedan desarrollar una entereza interior? ¿Los acompañantes somos ejemplo de ello? Personas capaces de reconocer su fragilidad, de poner límites sin anestesiar la afectividad, de vivir la soledad sin llenarla compulsivamente, porque no todo se arregla con “voluntarismo”, sino con acompañamiento real y espacios donde aprender a vincularse íntegramente.

Tal vez necesitamos menos debates binarios y más preguntas ¿incómodas? Menos soluciones rápidas y más procesos largos. Menos idealizaciones —del celibato y también del matrimonio— y más verdad.

Pero hay una capa todavía más incómoda en esto, que casi nunca se nombra en voz alta. ¿Qué pasaría cuando la compañía que se desea no encaja con lo que la iglesia propone como legítimo? Porque no toda “soledad sacerdotal” se resolvería con un matrimonio heterosexual. Hay deseos de vínculo que no encuentran cauce reconocido: relaciones prematrimoniales, infidelidades, vínculos afectivos paralelos y también relaciones homosexuales.

Entonces la pregunta se vuelve aún más honda. Si se elimina el celibato obligatorio: ¿qué tipo de relaciones se estarían habilitando realmente? Digo esto porque creo que pensar que el problema es solo “normativo”, es muy ingenuo. Sería desconocer las dinámicas de relación del ser humano.  El tema en juego aquí es antropológico. Teresa de Jesús, ya en el siglo XVI, decía “¿qué tales habemos de ser?” (C4,1). No ¿qué tenemos que hacer? Porque hacer se pueden hacer muchas cosas, pero si no formamos y transformamos nuestro ser, nuestro “ser en relación” con los demás, da igual lo que hagamos y las normas que pongamos.

Creo que al final no es,  qué “norma” cambiar, porque “hecha la ley, hecha la trampa” si la persona quiere,  sino qué ser humano estamos presuponiendo. Mientras sigamos creyendo que el cambio externo —casarse, no casarse, permitir o prohibir— resolverá lo que en realidad es una falta de integración interior, seguiremos moviendo las piezas sin tocar el tablero.

No se trata de justificarlo todo ni de bendecir cualquier vínculo. Se trata de generar un pensamiento más adulto sobre la condición humana: uno que no idealice, no niegue y no infantilice. Tampoco de endurecer normas para contener lo que no sabemos acompañar. Porque nadie —tampoco un sacerdote— está hecho para sostener solo una vida exigente sin vínculos que humanicen, confronten y cuiden.

Quizás ha llegado el momento de aceptar que el debate sobre el celibato no nos incomoda tanto por la norma en sí, sino porque nos obliga a mirar de frente algo más exigente: ¿qué tipo de personas estamos formando y sosteniendo como sociedad y como Iglesia? Tal vez el cristianismo no ofrezca primero una norma, sino una buena noticia: que es posible vivir el deseo y la fragilidad sin quedar atrapados en la mentira, porque existe una forma de vincularse que sana, unifica y devuelve dignidad al ser humano. La pregunta es si estamos dispuestos a dejarnos convertir por ella. El modo en que nos atrevamos -o no- a sostener esa pregunta, dirá mucho de nuestra madurez humana, relacional y, por supuesto, espiritual.

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