El papel de la Academia de Líderes Católicos y de muchas otras iniciativas La formación cristiana, como misión y camino

"Redescubrir la formación en la vida cristiana es una dimensión esencial de la existencia creyente y de la responsabilidad eclesial. Uno de los ámbitos más necesarios de esta formación es el conocimiento serio de la Doctrina Social de la Iglesia"
"Al mismo tiempo, una formación cristiana no puede desarrollarse de forma aislada ni en clave puramente intelectual. Está llamada a arraigarse en la vida sacramental, en la oración personal y litúrgica, en el acompañamiento espiritual y en la experiencia concreta de comunidad"
"Formar cristianos así no es tarea de una sola persona ni de una única institución. Es una misión compartida por toda la Iglesia. En este horizonte se sitúa también el papel de la academia y de muchas otras iniciativas"
"Queremos despertar preguntas auténticas, ofrecer criterios sólidos, acompañar procesos personales y proponer un camino exigente, pero fecundo"
"Formar cristianos así no es tarea de una sola persona ni de una única institución. Es una misión compartida por toda la Iglesia. En este horizonte se sitúa también el papel de la academia y de muchas otras iniciativas"
"Queremos despertar preguntas auténticas, ofrecer criterios sólidos, acompañar procesos personales y proponer un camino exigente, pero fecundo"
| Mario J. Paredes es Presidente del Consejo Directivo de la Academia Internacional de Líderes Católicos
Redescubrir la formación en la vida cristiana no es un asunto menor ni una actividad reservada a quienes se dedican profesionalmente a los estudios religiosos. Es una dimensión esencial de la existencia creyente y de la responsabilidad eclesial, especialmente en un tiempo como el nuestro, en el que las referencias se diluyen, los discursos se fragmentan y muchas personas viven sin dirección interior clara. Formarse no significa simplemente adquirir conocimientos, sino aprender a vivir con sentido, a reconocer lo verdadero, a cultivar una mirada abierta al mundo y atenta a la acción de Dios en la historia. No se trata de acumular datos, sino de construir un modo de pensar y de habitar el mundo que sea coherente con el Evangelio.
En la vida cristiana, formarse es participar de un proceso exigente que requiere constancia, humildad y apertura. La verdadera formación nace del contacto continuo con la Sagrada Escritura, leída a la luz de la Tradición viva de la Iglesia, y con el Magisterio, que orienta al pueblo de Dios en medio de los desafíos culturales, sociales y espirituales de cada época.
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Uno de los ámbitos más necesarios de esta formación es el conocimiento serio de la Doctrina Social de laIglesia, que ofrece criterios precisos para comprender la realidad contemporánea y comprometerse con ella de manera responsable. La justicia social, el respeto a la dignidad de toda persona, la promoción del bien común, el cuidado del trabajo, la economía, la paz o la ecología no pueden abordarse desde la improvisación o la opinión, sino desde una reflexión profunda que integre fe y razón, experiencia pastoral y pensamiento crítico.

Al mismo tiempo, una formación cristiana no puede desarrollarse de forma aislada ni en clave puramente intelectual. Está llamada a arraigarse en la vida sacramental, en la oración personal y litúrgica, en el acompañamiento espiritual y en la experiencia concreta de comunidad. Solo cuando el conocimiento se vincula con una práctica espiritual constante, con la celebración de la Eucaristía, con la escucha de la Palabra y con la reconciliación frecuente, puede llegar a transformarse en sabiduría. Y cuando esta vida espiritual se vive en un entorno fraterno, donde se comparten las búsquedas y se confrontan las respuestas, la formación se vuelve fecunda. Nadie madura en la fe en solitario. La comunidad permite contrastar lo aprendido, iluminar lo vivido, sostener lo elegido. Allí se aprende también el valor de la paciencia, del diálogo, del respeto por los tiempos del otro.
En este camino formativo, lo que está en juego no es solo el crecimiento personal, sino la capacidad de leer el mundo con una mirada evangélica. Por eso la formación debe ofrecer no solamente conocimientos religiosos, sino también acceso a otras disciplinas y saberes que permitan comprender mejor la sociedad, la cultura y la historia. El cristiano no puede desentenderse del mundo que le rodea. Está llamado a situarse en él con conciencia, con inteligencia, con responsabilidad. Y para ello necesita herramientas intelectuales, sensibilidad cultural y una profunda vida interior. Esta es la base de lo que algunos han llamado humanismo cristiano: una forma de pensar y de vivir que reconoce la centralidad de la persona, su vocación trascendente, su necesidad de verdad, de justicia, de belleza y de comunión.
Durante el Jubileo de los Jóvenes, el Papa León XIV recordó que nuestra esperanza no se apoya en promesas efímeras ni en fuerzas humanas, sino en la certeza de que Jesús camina con nosotros. Invitó a no conformarse con soluciones pequeñas ni con aspiraciones mediocres, sino a buscar lo esencial, a optar por lo que realmente vale. La esperanza, dijo, es una fuerza activa que impulsa a comprometerse, a tomar decisiones que orienten la vida hacia lo alto, a no rendirse frente al desencanto o el miedo. Esa esperanza se cultiva en la vida de fe, pero también en el esfuerzo constante por crecer en el conocimiento y en la virtud. El Papa habló con claridad a los jóvenes: el mundo necesita personas que sepan por qué creen, que vivan con sentido, que transmitan confianza. No como quien presume de tener respuestas para todo, sino como quien ha encontrado el camino y puede compartirlo con humildad.

Formar cristianos así no es tarea de una sola persona ni de una única institución. Es una misión compartida por toda la Iglesia. En este horizonte se sitúa también el papel de la academia y de muchas otras iniciativas que, desde distintos carismas, contribuyen a este esfuerzo común. A través de espacios de formación intelectual, encuentros de reflexión, escuelas de pensamiento, programas de liderazgo, retiros y experiencias comunitarias, se va tejiendo una red de propuestas que ayudan a las personas a pensar mejor, a vivir con mayor conciencia, a decidir con libertad y a servir con alegría. Estas instituciones no pretenden sustituir a la comunidad cristiana, sino poner al servicio de ella sus recursos, su experiencia y su vocación educativa.
Gran parte del trabajo de nuestra academia está orientado precisamente a esta tarea. No se trata solo de formar a jóvenes, aunque ellos ocupen un lugar prioritario por la importancia de su etapa vital. Se trata, sobre todo, de ofrecer a todas las personas que lo deseen la posibilidad de crecer en una formación integral que abarque la inteligencia, la voluntad, la afectividad y la vida espiritual. No buscamos formar especialistas ni reproducir esquemas. Queremos despertar preguntas auténticas, ofrecer criterios sólidos, acompañar procesos personales y proponer un camino exigente, pero fecundo. Un camino en el que la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia, los sacramentos, la reflexión intelectual y la experiencia comunitaria se articulen de manera coherente y abierta.
Redescubrir la formación no es una moda ni un programa de renovación pastoral. Es una necesidad urgente si queremos que la fe pueda sostenerse y dar fruto en la vida concreta de las personas. La formación no es una preparación para algo posterior, sino parte esencial de la vida cristiana misma. Es aprender a vivir con sentido, a pensar con claridad, a actuar con justicia. No como quien busca controlar la realidad, sino como quien desea responder con fidelidad al don recibido. Quien se forma en la fe descubre poco a poco que la verdad no es una idea abstracta, sino una presencia viva. Y que vivir según la verdad es, en el fondo, el camino más humano, más libre y más fecundo.
