Aquí tampoco hay posada: Cáceres, Gil Cordero y la exclusión con nombre propio
La presión de los vecinos obliga a una ONG a retirar su propuesta de un piso tutelado para menores en la calle de la capital pacense
No ha sido un despiste.
No ha sido indiferencia.
No ha sido mirar hacia otro lado.
En la calle Gil Cordero nº 4, en Cáceres, se ha dicho que no.
No a un piso tutelado.
No a la vulnerabilidad organizada.
No a la infancia en riesgo.
No a menores tutelados, que son precisamente quienes más necesitan protección.
Conviene decirlo con claridad, sin rodeos y sin eufemismos: no hay lugar para niños cuando esos niños llegan desde la fragilidad, la carencia o la tutela pública. No hay lugar si su presencia obliga a mirar de frente las desigualdades. No hay lugar cuando la responsabilidad social rompe la comodidad del vecindario.
Conviene decirlo con claridad, sin rodeos y sin eufemismos: no hay lugar para niños cuando esos niños llegan desde la fragilidad, la carencia o la tutela pública. No hay lugar si su presencia obliga a mirar de frente las desigualdades. No hay lugar cuando la responsabilidad social rompe la comodidad del vecindario
Hace alrededor de 2025 años, una pareja humilde, José y María, recorrió una ciudad buscando refugio para un parto inminente. Nadie los acogió. No hubo casa, ni habitación, ni gesto humano. El nacimiento ocurrió en un espacio impropio: un portal, una cuadra de animales. Aquella escena, hoy dulcificada y convertida en adorno navideño, fue un fracaso colectivo, un acto de exclusión.
Hoy no hay portal ni pesebre. Hay actas, comunicados, presiones vecinales, silencios administrativos y renuncias justificadas como prudencia. Pero el mecanismo es el mismo: expulsar la fragilidad para no verla, apartar a quienes más necesitan entrar, preservar la tranquilidad de unos pocos a costa de los derechos de otros.
No estamos ante un problema de convivencia.
No es una cuestión de seguridad.
No es un asunto técnico ni urbanístico.
Es rechazo.
Rechazo al vulnerable.
Rechazo al menor en tutela pública.
Rechazo, en definitiva, a la responsabilidad colectiva y al deber ético de proteger a la infancia.
Mientras la ciudad se llena estos días de nacimientos simbólicos —un niño pobre, desplazado, sin techo— se rechaza en la práctica el sentido real de ese relato.
La contradicción es evidente.
Aquí no es que no hubiera sitio: aquí se ha decidido que no lo haya.
Responsabilidades políticas e institucionales: nadie puede declararse neutral
Lo ocurrido en Gil Cordero no es solo una decisión vecinal: es un fracaso institucional. Cuando una ciudad permite que la presión del miedo y el prejuicio bloquee un recurso destinado a la protección de menores, la responsabilidad deja de ser difusa para convertirse en política
Lo ocurrido en Gil Cordero no es solo una decisión vecinal: es un fracaso institucional. Cuando una ciudad permite que la presión del miedo y el prejuicio bloquee un recurso destinado a la protección de menores, la responsabilidad deja de ser difusa para convertirse en política.
Las administraciones públicas no pueden ampararse en el lenguaje de la neutralidad, del “entorno sensible” o de la “falta de consenso”.
Los derechos de la infancia no se votan.
No se negocian.
No dependen de si un barrio está de acuerdo o no.
Callar ante estas presiones es legitimarlas.
Retrasarlas es consentirlas.
Renunciar es institucionalizar la exclusión.
Las instituciones existen para proteger a quienes no pueden defenderse solos, no para acomodarse a los temores de quienes sí tienen voz, voto y propiedad. Cuando no lo hacen, dejan de ser garantes de derechos y pasan a ser cómplices del abandono.
No bastan declaraciones llenas de palabras suaves.
Aquí hace falta decisión política, pedagogía pública y valentía institucional.
Porque cada renuncia como esta envía un mensaje devastador: que hay niños que pueden esperar, derechos que pueden aplazarse y vidas que no importan lo suficiente.
Eso no es neutralidad.
Eso es tomar partido.
Y siempre es en contra de los más vulnerables.
Cada vez que una puerta se cierra a la infancia tutelada, no nace nada.
Se repite, con otros nombres y otros miedos, la misma escena antigua:
no hay posada.
Y esta vez, tampoco hay excusa.