El cristianismo que está en extinción es el que no es pensado, sentido, ni vivido tanto a nivel personal como social. Suponer que podemos vivir del “viento de cola” residual de épocas religiosas pasadas, es una ilusión, como lo es también aplicar fórmulas de odres viejos para vinos nuevos de la fe
Sacramental porque el hombre lo es en su estructura en la que nada llega a su interior si no pasa por los sentidos. Somos seres maravillosamente carnales hechos de cielo y tierra, de algo visible y algo invisible, composición que refleja la imagen y semejanza del Creador Uno y Trino. Somos persona y sociedad
nos escandaliza el hecho de saber que existe alimento suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala distribución de los bienes y de la renta. El problema se agrava con la práctica generalizada del desperdicio”. (Conferencia episcopal Brasil, 2002). Ni qué hablar de las guerras actuales, todas evitables, todas fomentadas por intereses espurios, formidables excusas mediáticas para volver a las energías sucias de las grandes empresas, para acicalar el complejo industrial militar, para justificar la suba de impuestos y quitar aire a otras verdaderas necesidades sociales.
Nunca más la fe puede ser sinónimo de complicidad y conformismo con sistemas injustos y perversos ni aliada de guerras de ningún tipo. El cristiano está llamado a ser personal y socialmente un sacramento de salvación de la injusticia y la violencia en el mundo.
El Vaticano II dice en Lumen Gentium que “la Iglesia es como un sacramento” para la comunión de Dios con los hombres y los hombres entre sí. Pero no basta una definición tan bonita, hay que ponerla en acto día a día en comunión con Francisco, con él discernimos sinodalmente la palabra de Dios, porque donde está Pedro, está la Iglesia.